CAPÍTULO TERCERO

I

—¡Vaya cara que tienes! —dijo Tomás, riéndose, al verme entrar—. ¿Qué te pasa?

—Nada —dije apoyándome en la barra y mirándole de reojo mientras llenaba tres jarras de cerveza.

Me sentía patético y ya ni siquiera era capaz de disimularlo. Al menos, Tomás había notado que algo me pasaba. Cada día captaba mejor mis estados de ánimo, lo que de algún modo me aturdía y me intimidaba (o me consolaba). Después de llenar las jarras, Tomás salió de la barra y, desde fuera, manejó el grifo de la cerveza y les añadió un poco de espuma. Luego las puso sobre una bandeja y las llevó a una mesa de la terraza, donde estaban sentados tres jóvenes con tatuajes. Regresó a la barra con unos cuantos vasos vacíos y los dejó dentro de la pila, a continuación cogió un vaso limpio, lo llenó de cerveza y lo puso delante de mí.

—Gracias —dije. Le di un sorbo. ¡Qué cerveza tan amarga!

—Conque nada, ¿eh?

—Nada —repetí.

La cosa podía haberse quedado ahí, supongo, si Tomás hubiera tenido algo que hacer, pero estaba ocioso y no paraba de dar vueltas en torno a mí, de hacerme preguntas, de gastarme bromas e incluso de provocarme. La cerveza estaba amarga, pero, aún así, me bebí aquel vaso y luego otro y después otro y, mientras tanto, mi lengua se había desatado y yo hablaba (o, mejor dicho, filosofaba) sobre el sentido de la vida, negándole tal sentido; sobre Dios, negando igualmente su existencia, y sobre el amor (tema éste que había sugerido Tomás a propósito de la ruptura con mi supuesta novia), cuya existencia también cuestione. Esa tía te ha debido dejar hecho polvo —dijo Tomás, intuyendo rencores y odios sin cuento, al oírme hablar tan negativamente de todo—. Yo todavía no me he enamorado —dijo—. Me gusta ligar. Me gustan unas tías más que otras. ¿Es eso amor? No, no lo es —dije yo—. Eso es deseo. ¿Y qué diferencia hay? Tú, ¿qué sientes cuando te enamoras? ¿Que qué siento? Lo que uno siente no se puede explicar. Cada uno siente algo distinto cuando se enamora, supongo. Y a partir de ahí empecé a divagar: Pero lo peor no es el amor, sino el desamor. Además, el amor no existe. El amor es un invento. Han inventado el lenguaje para hablar, han inventado el avión para volar y han inventado el amor para amar. De todas formas, no importa que no exista el amor, pues cada vez que amas inventas el amor. Pero mejor para ti si no te has enamorado. Sólo se enamoran los seres débiles, sin carácter ni voluntad, la gente que necesita apoyarse en alguien, dedicar su vida a alguien. Una completa estupidez, ¿no te parece? Ya que la persona a la que se ama, por lo general, no se lo merece. El amor no es bueno ni hermoso, no ennoblece a las personas; al contrario, el amor es una forma de egoísmo bastante mezquino y elemental: amamos a quienes deseamos, a quienes nos atraen sexualmente. El amor es deseo, por eso, cuando éste se acaba, se acaba el cariño y se rompe la pareja. Se supone que, cuantos más años pasan dos personas juntas, más deberían quererse y, sin embargo, ocurre todo lo contrario: cada día se odian más. ¿Por qué? Porque cada día se gustan menos. Cuando hay atracción sexual se perdonan muchas cosas; cuando no hay atracción, ninguna. Decir «Cuánto te quiero» es lo mismo que decir: «Cuánto te deseo». ¿Por qué no sentimos pasión por la gente fea, vieja y deforme? ¿Por qué sólo amamos a quienes nos gustan, a quienes nos atraen? Nadie ama a quien no desea sexualmente. De manera que todo se reduce a una cuestión sexual. El espíritu, el sentimiento no tienen nada que ver con el amor. Detrás de todas esas cosas bonitas que se dicen sobre el amor sólo hay sexo, detrás de todo ese idealismo barato que rodea al amor sólo hay sexo. Joder —dijo Tomás—, esa tía te ha dejado hecho polvo. ¿Qué tía? No sé. Tú sabrás. Ésa con la que has cortado. No es ninguna tía. ¡Ah!, ¿no? No. No es ninguna tía. Ya estaba harto de representar el papel del pobrecito heterosexual abandonado por su novia. No tiene importancia, en realidad, si es o no una mujer, pero no es una mujer. Tomás me miró con la boca abierta. ¿Entonces…? Dedúcelo tú mismo. ¡Joder! ¡No me digas! Sí. Ya lo sabes. Pero no me mires ahora como si fuera un extraterrestre, ¿vale? ¡No puedo creerlo! ¡Pues créelo! ¡No! ¡Tú no eres así! ¡Le dije al taxista que tú no eras así! ¡Pues lo soy! Y ahora dime qué te debo. Veo que te has impresionado y tal vez debería marcharme. Lo siento, no quería decírtelo, pero ya me estaba cansando de disimular. Si te molesta que venga por aquí… ¿Qué te debo? Pero yo no pensaba que tú… Pues ya lo ves. Las cosas casi nunca son lo que parecen. ¡Joder! Me voy. Me miras como si fuera un monstruo y eso no me gusta nada. ¿Qué te debo? Me tenías confundido, de verdad. Aún no puedo creerlo. ¿Qué te debo? No sé. ¿Cuántas cervezas tienes?

II

—Lárgate por ahí y no vuelvas en toda la tarde —me dijo Tino de pronto, acercándose por detrás y echándome su pegajoso aliento a alcohol en la nuca.

—¿Cómo?

—¡Que te largues! Estoy esperando a unos amigos.

En realidad, estaba deseando irme, pero sabía que mis pasos me conducirían necesariamente al Grease e intentaba evitarlo desde hacía varios días.

—Bueno —dije—, que vengan tus amigos, si quieren. Pero ¿por qué debo marcharme yo?

—Porque sí.

—Una razón muy convincente.

—No quiero que vean tu cara. Por eso.

—¿Mi cara?

—Sí. Tu cara.

—Ya sé que no todos somos tan guapos como tú, pero ¿qué tiene mi cara?

—¿Que qué tiene? —dijo Tino riéndose. No era una risa simpática, de esas que se contagian, sino una risa estúpida, desagradable. La risa de una hiena, pensé. Le miré más sorprendido que humillado.

—¿Acaso tengo monos en la cara?

—Lárgate he dicho. No quiero que te vean. No quiero que sepan que vivo con alguien como tú, ¿te enteras?

Decidí tomármelo con buen humor.

—De acuerdo. Iré a hacerle un chequeo a mi cara. ¿A qué hora me permites volver?

—¡Lárgate antes de que me mosquee!

Mis pasos me condujeron, por la Ruta del Mercadillo, hacia el Grease. No obstante, di un rodeo a la manzana para evitar que me viera Tomás y me dirigí al centro por la avenida del Mediterráneo. Me detuve en una cafetería, donde tomé un té y leí unas cuantas páginas de un libro que me había llevado, y luego regresé al Rincón de Loix por la Ruta de la Playa. Quise detenerme en algún otro sitio para hacer tiempo, pero no me apetecía. Además, ya habían pasado casi dos horas y supuse que había estado suficiente tiempo fuera de casa.

Al acercarme a la puerta del estudio, oí música dentro y deduje que la fiesta todavía no había terminado. No obstante, me dije, aquélla era mi casa y yo estaba en mi derecho de entrar. Así que abrí la puerta y avancé hacia el interior. No había dado ni dos pasos cuando Tino me hizo frente en el pasillo.

—¿Qué haces aquí? —me gritó. Sólo llevaba puesto un bermudas y me pareció detectar una erección—. ¡Vete y vuelve más tarde!

Miré hacia el salón y vi a un chico desnudo tapándose apresuradamente el sexo con una camiseta. El chico me obsequió con una boba sonrisa. Luego vi a un hombre mayor, gordo y calvo, sentado de espaldas en mi sillón. Tino me empujó violentamente hacia la salida. «Se lo están montando los dos con ese viejo —me dije—. Los he sorprendido en medio de una orgía y yo debo marcharme».

—¡Vete! —volvió a gritar Tino—. ¡Vete ahora mismo! ¿Qué haces aquí?

«Se lo están montando con ese viejo en mi sillón y yo debo marcharme».

Oí cómo se reía el otro chico y pensé que estaba drogado. Su risa, sin embargo, no era desagradable como la de Tino. Aunque de pronto me pareció una risa triste. Era un chico muy joven, mucho más joven que Tino. Tal vez incluso era menor de edad. «Puede que esté drogado o borracho —pensé—, pero no es un loco como Tino. Aún es humano. Probablemente no sabe lo que hace, pero seguro que todavía se puede hablar y razonar con él».

—¡Vete! —insistió Tino. Yo me había quedado paralizado por la sorpresa, pero ahora reaccioné de pronto y comencé a retroceder hacia la puerta de la calle—. Te dije que no volvieras en toda la tarde. ¿Qué te pasa? ¡Ya arreglaremos cuentas tú y yo!

«Voy a entrar ahora mismo ahí y los voy a echar a todos a la calle: a ese viejo, a ese chico y también a Tino. Los echaré a todos a la puta calle y que monten su orgía donde quieran, en la escalera si les parece, pero no en mi sillón. No pienso tolerarlo. Lo voy a hacer ahora mismo. Este es el momento. ¿A qué estoy esperando?».

—Lo siento —dije, aterrorizado ante la mirada que me lanzaba Tino.

—No vuelvas antes de dos horas, como mínimo. ¿Me has oído?

—De acuerdo.

—Y ya arreglaremos cuentas tú y yo.

Tino me cerró la puerta en las narices y yo me apoyé contra la pared, jadeante, para tomar aire. El corazón me latía violentamente, las manos me temblaban, tenía las sienes cubiertas de sudor frío.

«No puede ser que esto me esté ocurriendo a mí», me dije.

Oí que alguien bajaba las escaleras e intenté bajar yo también mostrando la mayor naturalidad posible. Pero apenas podía andar. Me costaba incluso respirar. Sentía una gran rigidez por todo mi cuerpo.

De pronto, sin saber cómo, me vi en la calle. El viento me refrescó un poco el rostro y comencé a caminar. Caminé sin rumbo durante un rato. «Ahora sí —me dije—, ahora iré al Grease».

III

Cuando llegué al Grease, la barra estaba completamente llena de gente, de modo que cogí el vaso de cerveza que Tomás me sirvió mecánicamente, como a cualquier cliente, y salí a la terraza. Ambos nos sentíamos un poco incómodos después del reencuentro. Sin embargo, fue Tomás quien, con una gran naturalidad, se acercó a mí al cabo de un rato para romper el hielo.

—¿Qué tal? —me dijo mientras retiraba vasos y platos de la mesa de al lado—. ¿Cómo lo llevas?

—Bien —dije—. Veo que hoy estás muy ocupado.

—Sí. Ha parado un autobús con excursionistas de Murcia y todos se han metido aquí. Pero ya se han ido. Y tú, ¿qué haces en la terraza? ¿Por qué no pasas dentro?

—No quiero entretenerte.

—Si estoy solo. Vamos —dijo recogiendo también mi vaso y dirigiéndose con él al interior—. Tengo que hablar contigo.

—Si es sobre lo del otro día —dije yo sentándome a la barra y recuperando mi vaso de cerveza—, olvídalo. Cada cual es como es y no merece la pena hablar de ello.

Tomás había reunido un montón de vasos en la pila. Me miró, me sonrió (nunca antes le había visto sonreírme así), cogió el lavavajillas y se dispuso a fregarlos. No sabía cómo mostrarme su solidaridad. Quería decirme que seguíamos siendo amigos, pero no sabía cómo expresarlo.

—¡Joder, tío! —me dijo—. El otro día me dejaste en blanco, ¿sabes?

—¿Vas a hablar de eso? Entonces, me salgo a la terraza.

—Yo no sabía que tú… Bueno, una vez lo dijo un taxista y no le creí…

Quería quitarle importancia al asunto, pero realmente estaba consiguiendo que me sintiera como una especie de bicho raro, de gusano asqueroso.

—¿No lo creíste o no quisiste creerlo? Mi forma de mirarte recuerdo que te extrañaba.

—Sí, bueno. No sé. Pero no pasa nada, ¿comprendes? Por mi parte, no pasa nada. Yo no soy así, pero…

—No eres así, pero me perdonas la vida. Eres muy amable. Gracias.

—Joder, cómo eres —dijo Tomás, sonrojándose.

—Ahora vas a pensar que voy a por ti y ya te estás protegiendo. Todos los heterosexuales creéis siempre que gustáis a todos los homosexuales. Y lo más curioso es que os molestaría saber que no gustáis. Si te digo que no me gustas, probablemente te sentirías más molesto que si te digo que me gustas, ¿verdad?

—No sé. Si tú lo dices… Pero yo lo que no comprendo es cómo te pueden gustar los hombres, habiendo mujeres tan buenas —señaló de pronto a una que pasaba por la acera de enfrente—, mujeres como aquella. ¿No te gusta una mujer así?

—No me pidas que te explique ahora qué es lo que me gusta o qué es lo que no me gusta. Los gustos son subjetivos. ¿Por qué a unas personas les gusta el queso y a otras no? ¿Por qué unos prefieren el rojo y otros el azul? Cuando te gusta algo, te gusta y ya está. No es algo que se pueda razonar o explicar. Esa mujer no creas que gusta a todos los heterosexuales. Además, cada homosexual tiene sus propios gustos, cada homosexual inventa su propia homosexualidad.

—Una vez me siguió uno por la calle, ¿sabes?, hace dos o tres años. Era yo un crío y me asusté. Salí corriendo. Y otro también venía por aquí muy a menudo, un extranjero. Me traía camisetas y discos de regalo. Estaba, como tú, todo el día metido en el bar y, bueno, la gente se dio cuenta y los taxistas no paraban de gastarme bromas. Me llamaban cielito y cosas así. Decían que si me había enrollado con él, que cómo se lo montaba y todo eso. Total, que le puse mala cara al viejo, pues era mayor que mi padre. Prácticamente dejé de hablarle y no quise cogerle ningún regalo más. Ahora ya no suelo verlo por aquí.

—Sí. Debe ser molesto que te acose un homosexual y no saber cómo quitártelo de encima. Debe ser jodido no serlo y que te tomen por ello. Yo lo soy y me molesta que me tomen por ello. Imagino que sentías rechazo por los homosexuales y que ahora te estás armando un lío conmigo. No sabes si dejar de hablarme o qué, ¿verdad?

—No, joder.

—Pero sí mantendrás las distancias a partir de ahora, ¿no es eso?

—¡Qué va!

—Tranquilo, tranquilo. No creas que te culparía por ello. Haces bien en protegerte. Un chico guapo como tú debe protegerse. De acuerdo, hay que respetar los derechos de los homosexuales, pero también hay que respetar los derechos de los heterosexuales y no siempre es así. Me hacen mucha gracia esos grupos reivindicativos: «El Movimiento Rosa» o «La Revolución Rosa» los llaman. ¡Joder! ¿Por qué rosa? Un hombre debe ser siempre un nombre, aunque sea homosexual; un hombre debe ser siempre tan hombre como cualquier heterosexual. Esos grupos reivindicativos son como las feministas. Sólo ven una parte interesada de la realidad. ¿Sabes que han abierto en Madrid una librería donde sólo hay libros de autores homosexuales? Como si los libros de García Lorca, Oscar Wilde, Tennessee Williams o Truman Capote no se pudieran comprar en las librerías supuestamente heterosexuales, como si los libros de cualquier maricón no hubieran tenido nunca un sitio en las librerías y bibliotecas al lado de los autores heterosexuales. Lo mismo se creen esos tipos que son muy modernos y muy progresistas. Pero son ellos los que discriminan ahora a los autores heterosexuales al negarles un sitio en su librería, son ellos los que practican el racismo, la automarginación y la intolerancia. Tú, ¿qué opinas? Sinceramente, dime qué opinas de los homosexuales.

—No sé. No he conocido a muchos. A mí, mientras que no me…

—Está bien. Te diré yo lo que pienso. Pienso que los homosexuales están obsesionados con el sexo. Ése es el problema: su obsesión por el sexo. De acuerdo, a todo el mundo le gusta el sexo, ¿verdad?, todo el mundo busca sexo, pero los homosexuales más, ¡mucho más! Los homosexuales nunca se sacian. Salen a la calle y ya están haciendo la carrera, ya están buscando sexo todo el día.

—¿Por qué?

—No lo sé. Quizá sea algo genético. Quizá tengan algo que ver los muchos años de represión. Tampoco voy a condenar yo el sexo. Practicarlo está bien. Es estupendo. Es higiénico. Pero el sexo no es lo único que hay en la vida. Y muchos homosexuales suelen olvidar que antes que homosexuales son hombres y que antes que hombres, personas. Por eso son tan promiscuos. Por eso son capaces de tener varios contactos sexuales con tíos distintos en una sola noche, ¡y no ya como algo excepcional, sino habitualmente! ¿Qué heterosexual haría eso? Hay, además, una subraza de homosexuales que es la vergüenza de la humanidad. Me refiero a esos homosexuales que van a los cines y a las salas oscuras a fornicar con desconocidos a los que nunca verán las caras, me refiero a esos homosexuales que van a los urinarios y permanecen allí horas y horas masturbándose, mientras miran cómo mean los demás, me refiero a esos homosexuales que husmean por las noches en pasadizos y parques, a esos homosexuales que salen de caza por las plazas y calles céntricas de las ciudades, en busca de soldados provincianos, de extranjeros en situación ilegal o de pobres muchachos despistados. Para esa subraza de homosexuales no hay nada sagrado, nada respetable. El mundo para ellos es una gigantesca polla. Todo lo que hacen en sus vidas conduce siempre a una polla y, entre homosexuales, no creas que hablan, como los demás ciudadanos, de deportes, de economía o de política. Nada de eso. Hablan de pollas, única y exclusivamente de pollas, de si uno la tenía muy larga o muy corta, del tío que se han tirado o del que piensan tirarse. Sí, querido amigo, haces bien en protegerte. Un chico como tú debe protegerse. Si le gustas a un homosexual, no parará hasta conseguir que caigas en sus redes, sin importarle que seas o no homosexual, preferentemente si no eres homosexual. De un modo o de otro, lo conseguirá. Así que, ya sabes: ¡Protégete, protégete!

Tomás dejó de pronto el vaso que estaba fregando y me miró fijamente a los ojos.

—Hablas de los demás, pero ¿y tú? ¿También debo protegerme de ti? —me preguntó.

—Por supuesto. La sinceridad no me inhibe de mi supuesta perversidad. Además, ya decía Truman Capote que, para conseguir a un chico heterosexual, lo primero que hay que hacer es ser su amigo, y tú y yo ya somos amigos, ¿verdad?

—¡Joder!

IV

No había nadie en el estudio cuando llegué. Todo estaba tan sucio y desordenado que no me sentí cómodo hasta que recogí los vasos y los ceniceros, sacudí los cojines, limpié la mesa con la bayeta, coloqué las cintas de música y de vídeo en su sitio, cambié las toallas del baño, fregué la vajilla y bajé a tirar la bolsa de la basura. Después, me senté a respirar un rato en la terraza.

Tino no acudió aquella noche y yo apenas pude dormir. Sin saber por qué, me sentía culpable de algo. Tenía miedo de que llegara cuando estaba dormido y descargara su odio y su violencia contra mí.