CAPÍTULO SEGUNDO

I

Desde aquel día sólo tenía un objetivo en mi vida: conseguir que Tino se marchara de casa. Ya no podía soportar su presencia. Me repugnaba todo lo que decía o hacía. Tenía que conseguir que se marchara, pero el problema estaba en la forma de planteárselo, ya que yo no podía decirle a Tino simplemente: «Por favor, márchate. He descubierto que eres un prostituto y ya no te quiero». Tenía que idear una excusa convincente para que se fuera de un modo civilizado, sin broncas ni peleas. Estudié varias formas de planteárselo, pero todas ellas concluían necesariamente en la palabra «Márchate» y yo sabía que Tino no estaba dispuesto a marcharse por las buenas, menos aún sin tener un sitio a dónde ir. Los tipos con los que se relacionaba estaba seguro de que no querrían tenerlo en sus casas, ya que sabían lo cara y problemática que podía resultar la compañía de un cocainómano. Era mucho más rentable alquilarle por dos o tres horas un par de veces a la semana y luego que se encargara de lavarle la ropa, de darle de comer y de soportarle en su casa la recepcionista. También se lo podían llevar, como había ocurrido varias veces, una o dos semanas de vacaciones, pero nada más. Y en una ciudad pequeña, como Benidorm, donde todo el mundo se conoce, yo estaba seguro de que Tino acabaría siendo algún día (si es que no lo era ya) un personaje famoso en el mundo gay, un personaje deseado, recomendado y transferido, usado y solicitado por unos y por otros, hasta que, con el tiempo, al deteriorarse físicamente, al perder el encanto de la novedad, pasara a convertirse en uno de tantos chaperos desahuciados.

—Tino —le dije—. Tengo que hablar contigo.

—A mí no me vengas con eso de que tienes que hablar conmigo, que si patatín que si patatán, ¿vale? —dijo Tino con su estilo habitual—. Si tienes que hablar conmigo, no te enrolles tanto y habla.

—Está bien —dije. Ya lo había decidido y no tenía más remedio que enfocarlo desde el punto de vista económico—. Lo siento pero estoy arruinado y no podemos continuar así más tiempo.

—¿Qué dices?

—No me preguntes qué he dicho —le remedé yo, audaz—, cuando lo has oído perfectamente.

—Uuuhh, uuuhh —aulló Tino, moviendo la cabeza—. Tú sigue así y te buscarás una buena.

Ya no me importaba discutir. Sabía, de todas formas, que era inevitable, así que continué:

—La verdad es que no puedo mantenerte. Estoy arruinado. He sacado el sueldo del mes que viene en anticipos, he pedido un montón de dinero a mis hermanos, aún debo el alquiler del estudio y no sé de qué vamos a comer. A Todo esto, tú necesitas mucho dinero para tus gastos, dinero que yo no puedo darte, sencillamente porque no lo tengo. Te di todo lo que tenía y ya no me queda nada. Tú no trabajas, como prometiste que harías cuando vinimos a Benidorm, tampoco parece que vayas a coger un apartamento con Astrid, de modo que no podemos continuar así. No podemos continuar con el mismo ritmo de vida, gastando y gastando a manos llenas un dinero que yo no tengo.

—¿Cómo que no tienes dinero? Al menos, tendrás cinco talegos que necesito para esta noche.

—No.

—¿Cómo que no? Ya lo creo que los tienes. Y, si no, tendrás que ir ahora mismo a buscarlos.

—Nada de eso. No voy a ir a ninguna parte. Otras veces iba a pedirlo al hotel, pero hoy no está el director. Y, además, no me dan crédito. Ya he anticipado prácticamente todo el sueldo. Y no voy a ir a robar, ¿verdad? Yo como en el hotel y no necesito casi nada. Gasto veinte duros en el periódico cada día y ya está. El dinero lo necesitas tú, ¿no?, así que ve tú a conseguirlo como sea.

Nunca había visto a Tino tan furioso. Sinceramente temí por mi seguridad, pero mantuve muy bien el tipo, esperando pacientemente a que acabara la tormenta. Tino amenazó con prenderle fuego al estudio, amenazó también con tirarme a mí por la terraza. Así que, por si acaso, me mantuve cerca de la puerta. Por lo visto, ninguno de sus clientes debía estar disponible aquella tarde para darle las cinco mil pesetas y quería que, a toda costa, se las diera yo. Pero eso se había terminado. Se había terminado para siempre. Negándole el dinero, negándole los caprichos que hasta entonces le había dado, no tendría más remedio que aburrirse y marcharse. Tino adoptó entonces la estrategia estúpida de provocarme celos, pues seguía pensando (al parecer, siempre lo pensó) que yo estaba tan loco por él como el primer día y que, por lo tanto, cedería a su chantaje emocional.

—¡Ah!, ¿sí? Conque no puedes darme cinco talegos, ¿verdad? No puedes darme esa mierda de dinero. Pues muy bien. Ya los conseguiré yo de alguna forma, no te preocupes. No faltará quién me los dé con mucho gusto. ¿Quién te crees que eres? ¿Crees que eres el único en el mundo? Pues no le llegas ni a la suela de los zapatos a la mayoría de la gente que conozco. ¿Qué te crees que es este estudio? Una chabola. Conozco apartamentos que te dejarían con la boca abierta si los vieras. Fíjate en la nevera. Nunca hay de nada. Vaya casa. ¿Es esto una casa? Una chabola. Eso es, ni más ni menos: una chabola. Y tú, ¿quién te crees que eres? Una basura, eso es lo que eres. Asco me das cuando me miras, asco me das cuando me tocas. ¿Te has visto alguna vez en el espejo? ¿Te has mirado bien? Si yo tuviera una cara como la tuya, seguro que me había hecho ya la cirugía estética. Vergüenza me daría a mí ir por la calle con esa cara. ¡Sí, tú! ¡Me refiero a ti! ¡Apártate de mi vista —dijo pasando por mi lado—, si no quieres que te aplaste ahora mismo la cabeza!

—Está bien —dije yo sin alterarme lo más mínimo. No estaba dispuesto a que me afectaran sus insultos—. Como esta casa es una chabola y yo una basura, creo sinceramente que lo mejor que puedes hacer es largarte a otro sitio.

—Por supuesto que lo haré. Ahora mismo lo haré. Y no se te ocurra venir luego llorando y rogándome que vuelva, ¿me has oído?

Recogió unas cuantas cosas en una bolsa y se dispuso a marcharse.

—Vendré a por lo demás en otro momento —dijo.

—Puedes llevártelo todo ahora. Así te ahorras tener que volver. Si quieres, te ayudo a recogerlo.

—No. Vendré otro día. Tenemos que hablar tú y yo.

—No tenemos nada de qué hablar. Ya lo hemos dicho todo. La otra vez también dijiste que teníamos que hablar y luego no hablamos de nada.

—Cierra esa boca y escucha bien lo que te digo: Como me nombres siquiera, como me entere por ahí de que vas largando sobre mí, te juro que vengo y te mato.

—¿Qué voy a decir yo de ti?

—¡Ya me has oído!

II

Tino estuvo fuera una noche, sólo una noche. Al día siguiente, cuando regresé del trabajo, ya estaba de nuevo en el estudio, con el mando a distancia en la mano, viendo la televisión. Naturalmente, nadie le soportaba en su casa más de una noche. No tuvo, pues, dónde alojarse y regresó a mí. Para justificarse, dijo que sólo estaría un par de semanas, hasta que Astrid y él encontraran un apartamento, y luego buscó la forma de provocarme para que hiciéramos el amor. Suponía que así me olvidaría de los insultos del día anterior, pero hay cosas que no se olvidan. Así que, consecuente con mi plan de austeridad (cuyo objetivo no era otro que el de conseguir que se marchara), nada más terminar, le dije:

—El dinero se tiene o no se tiene —yo mismo me asombraba de lo frío que podía llegar a ser; la experiencia sexual, en lugar de reconciliarme con él, me había distanciado todavía más—. Ya te he dicho que yo no lo tengo y, naturalmente, no voy a robarlo, así que, a partir de ahora, me temo que no podré alimentarte.

—No te preocupes por mí —dijo él—. Ya conseguiré comida. Seguro que no me muero de hambre.

—Eso espero.

A partir de entonces se produjo una situación nueva, una situación extraña e incómoda entre los dos. Yo no comía en casa o, si comía, procuraba hacerlo en su ausencia para no verme forzado a invitarle. Él, por su parte, cada vez que tenía hambre, bajaba al bar próximo o al supermercado y se subía bocadillos y latas de conservas, que compraba con su propio dinero. No discutíamos, no hablábamos, no nos mirábamos y no hacíamos el amor.

Sin embargo, esa situación duró muy poco porque fui débil y no supe o no pude perpetuarla. A fin de cuentas, la comida era lo que menos costaba, me decía. ¿Qué costaba un planto de lentejas? ¿Qué costaba una tortilla francesa? Prácticamente nada. Y, como dice el refrán: «Donde come uno, comen dos». Preparé espaguetis un día, me pareció de mal gusto no ofrecerle y Tino aceptó un plato con mucho gusto. Al día siguiente hice paella y también le ofrecí, y al otro volvimos a las andadas: ¿Podría prestarle dinero para un taxi? ¿Podría traerle tabaco, de paso que iba al supermercado? ¿Qué tal si alquilábamos unas películas? ¿Y por qué no traer también unas latas de cerveza?

III

Mis problemas con Tino no habían hecho más que empezar.

Un día, a las cuatro de la madrugada, estaba yo durmiendo cuando oí ruidos en la puerta. Supuse que era Tino que regresaba a casa y no presté atención. Pero luego oí voces y risas, agudicé el oído y escuché la voz de una segunda persona. Por fin la puerta se abrió y Tino atravesó el salón en compañía de una chica. Les vi en la oscuridad ir directamente a la terraza. De pronto se callaron y deduje que se estaban besando. Después volví a oír cuchicheos y risas. Al cabo de un rato Tino se dirigió a la cocina, abrió el frigorífico y rezongó en voz baja al no encontrar nada más que un tetra brick con vino para cocinar. No obstante, sacó el tetra brick a la terraza y sirvió dos vasos de vino. De nuevo les oí reír y hablar en susurros. Transcurrió un rato en silencio. Casi había vuelto a dormirme, cuando vi a Tino sacar a la terraza la colchoneta del sofá, mantas y cojines. Un rato después comencé a oír los jadeos y los gritos de la chica.

Cuando regresé del trabajo, al día siguiente por la tarde, Tino se hallaba sentado en el sillón viendo la televisión. La chica no estaba, aunque la colchoneta, las mantas y los cojines se hallaban todavía en medio de la terraza. Yo no quería discutir nada más entrar, pero me molestaba ver tanto desorden, así que fui directamente a la terraza, cogí la colchoneta y la llevé a su sitio.

—No —dijo Tino—. Déjala ahí. Voy a necesitarla esta noche.

—De eso, nada.

—¿Quién me lo va a impedir? ¿Tú?

—Lo siento, pero aquí no vas a traer más chicas. No vas a traer a nadie.

Tino sonrió sardónicamente. Tampoco él, al parecer, quería discutir conmigo esta tarde.

—Bueno —dijo—. Eso ya lo veremos.

Durante una semana Tino estuvo llevando aquella chica a casa y cada noche sacaba la colchoneta a la terraza y allí copulaban durante horas, mientras que yo, con la almohada sobre la cabeza, intentaba dormir.

Después, aquella chica desapareció y tuvimos un período de tranquilidad. Pero Tino había establecido una costumbre.

Una tarde se presentó en compañía de una chica negra, en el momento en que yo estaba cocinando algo, y me dijo:

—Piérdete durante dos horas.

—¿Cómo dices?

—¡Que te largues!

La chica no nos entendía, pero intuyó que algo iba mal entre los dos y me miró con curiosidad.

—No me la asustes mirándola de esa forma. ¡Vamos, lárgate! —me apremió Tino.

Estuve a punto de decirle que era él quien tenía que marcharse y para siempre, pero, en vez de eso, dejé lo que estaba haciendo y me fui sin rechistar.

IV

—¿Quién era ése que vino contigo el otro día? —me preguntó Tomás. Acababa de encender un cigarrillo y lanzaba aros de humo por encima de mi cabeza.

—Un compañero de trabajo —dije depositando mi vaso vacío enfrente de él. Estábamos solos en el bar y Tomás parecía tener ganas de hablar—. ¿Por qué?

—Por nada.

—Todo el mundo se fija en él —dije, molesto—, pero no es para tanto. ¿Por qué me lo preguntas? ¿Me das otra cerveza?

—Ya sé lo que te pasa —dijo Tomás con una mirada misteriosa.

—¡Ah!, ¿sí?

—La tía esa, ¿no? Estabas saliendo antes con una tía y habéis cortado, ¿no?

«Primero Tino y luego esa supuesta novia mía. Vamos a ver en qué termina todo esto», pensé.

—Sí. Hemos terminado. Pero no sé qué quieres decir.

—Te voy a presentar yo a una tía…

—Eres muy amable al preocuparte por mí, pero no es preciso que…

—Ya me gustaría ligármela yo, pero no le voy. Dice que soy un niñato. Ya verás cuando te la presente. Le he hablado de ti.

—Bueno, no te preocupes por mí. ¿Dónde está esa cerveza? Estoy seco.

—Joder, tío. Sí que eres raro.

—¿Raro?

—Eres el tío más raro que he visto por aquí.

—¡Ah!, ¿sí? ¿Es eso lo que me querías decir? ¿Y has tenido que dar tantas vueltas para llegar ahí? —se lo diré si sigue así—. Pues no hago nada raro. ¿En qué has notado que soy raro?

—No sé… En cómo me miras. Además, aquel día gritabas que te querías morir… Eso no es normal. Tú no eres…

—¡Bah, soy normal, bastante normal! No toda la gente que te parece normal es tan normal. Además, ¿qué es lo normal? ¿Quién puede decir que esto es normal y aquello otro no lo es? ¿Crees que te miro de una forma un tanto… especial?

—Sí.

Joder, dame esa cerveza, tío. Con tanta charla me estás poniendo nervioso. ¿Quieres que te lo diga?

—Bueno, tal vez sea porque me caes bien —tal vez sea porque me gustas. La verdad es que me gustas cada día más.

—Oye, ¿no serás tú del otro bando? Un taxista lo comentó el otro día cuando viniste con el tío ese.

Me lo temía. Algún día tenía que ocurrir. Abre el puto grifo y dame una cerveza, ¿vale?

—¿Qué comentó?

—Bueno, ya sabes… Pero el taxista ese es un gilipollas. Le dije que tú no eras así, que tú no eras de esos —¡ah!, ¿no? Y tú, ¿qué sabes?—. Viene uno por aquí de un hotel que… Bueno, ése sí que lo es. No veas cómo habla y los gestos que hace, pero tú… tú en eso eres normal. Sólo que pareces un poco raro porque eres muy amable y me miras de un modo…

—Me caes bien. Ya te lo he dicho —me gustas, ¿quieres que te lo diga?—. Eres un buen chico. Más que el camarero de este bar, para mí eres un amigo —vaya rollo barato. ¿Tanto se me nota que me gustas?— Te preocupas por mí, como ahora. Me quieres presentar a una chica… —no me hagas la puñeta, ¿vale?— Hay gente que sólo piensa en sí misma, gente egoísta y desaprensiva —ahí tienes al gilipollas de Tino—. Tú, sin embargo, no eres así y por eso te aprecio —y por eso te quiero. Tú sigue así y cualquier día de estos tendré que hacerte una declaración de amor en toda regla, cielito.

—Joder, también yo tengo mis defectos —dijo Tomás, abrumado por los halagos, a los que seguramente no estaba acostumbrado. Tino, por el contrario, no sabía vivir sin ellos.

—Por supuesto. Uno de ellos es que a veces desatiendes a los clientes.

—¿Qué clientes?

Miré a mi alrededor.

—No sé…

—¿Quieres otra cerveza?

—¡Por favor!

—Sí que eres raro —dijo Tomás riéndose.

V

Sospechaba desde hacía tiempo que Tino llevaba al estudio a sus clientes en mi ausencia. Tuve la certeza el día en que descubrí ciertas huellas por la casa. No las huellas de Astrid, que conocía muy bien, sino de otras personas. Pues ¿qué significaba, si no, ese olor a colonia impregnado en mi toalla? ¿Qué significaban, si no, esas colillas de una marca desconocida en la basura? ¿Y qué pasaba con las servilletas manchadas de esperma? Pues ése no era el esperma de Tino. Tino descargaba su esperma en un ano, en una boca o en un preservativo, pero jamás en una servilleta. Tino nunca se masturbaba sólo. No tenía sentido para él, habiendo tanta gente dispuesta a hacerle el trabajo, y además obteniendo un beneficio económico a cambio. Intenté hacerme una composición de lugar e imaginé a aquellos tipos invadiendo mi hogar y mi intimidad, observando o manoseando mis cosas, viendo alguna de mis fotografías y haciendo chistes sobre mi persona, sobre mis costumbres o sobre mis gustos. De todo ello Tino les hablaría, si le preguntaban, sin ningún reparo, ya que me había perdido definitivamente todo aprecio y respeto desde que me había quedado sin dinero y él había tenido que empezar a buscarse la vida. Muchos le preguntarían: «¿Con quién vives aquí?». «Con un recepcionista», contestaría Tino. «Ah, con una recepcionista. ¿Y qué turno tiene hoy la recepcionista? ¿No se presentará mientras lo estamos haciendo? ¿Es ésa de ahí?», preguntarían con un tono de burla, señalando la foto que me había hecho con mi madre, una pequeña foto en blanco y negro, o la otra en la que estaba con Fernando. «Vaya, se la ve un poco seria y estirada —dirían—, un poco rara, ¿no?». Y Tino confirmaría todas mis rarezas (incluida la de tomar té), en contraposición al normal proceder de todos sus amanerados clientes, tan dados a hablar en femenino y a contar chistes malos sobre sexo.

Deduje que, sin saberlo, me había convertido en el hazmerreír de todo Benidorm. Unos y otros se estaban tirando a mi chico en mi propia casa y encima se permitían hacer burlas sobre mi persona. Podía imaginarlos mirando mis libros o mis discos («¿Escucha esto?»), secándose las manos o el sexo, después de eyacular, en mi toalla, montándose orgías en mi sillón o en el sofá con mis cojines. «Levanta el culo. Ponte este cojín ahí debajo para que te entre mejor» (¡el cojín sobre el que yo apoyaba ahora mi cabeza!). Podía imaginarlos comiéndose mis chocolatinas o incluso husmeando en las cartas de mi hermana. Y de todo ello Tino era el culpable por introducirlos en mi casa y violar mi intimidad.

Hasta entonces yo había tolerado que Tino se acostara con otros hombres, dado que ya no le amaba y, por lo tanto, no me importaba lo que hiciera con su cuerpo, pero esto era distinto: Ahora Tino utilizaba mi casa, ahora Tino había convertido mi vida en un escaparate, exponiendo mi intimidad a la vista de todas las locas de Benidorm, para mi humillación y escarnio, y eso era más de lo que yo podía tolerar.

Mi paciencia estaba llegando a su límite.

VI

Me senté en un sitio estratégico del parking, junto a una palmera, desde donde podía ver la entrada del edificio sin ser visto. Era mi día libre, pero le había hecho creer a Tino que trabajaba y ahora iba a vigilarle. Después de una larga espera, durante la cual me entretuve hojeando, cada vez más nervioso, un suplemento dominical, Tino salió a hacer una llamada en la cabina que había junto a la puerta y media hora después llegó el tipo. Nada más verle salir del coche, un Ford Fiesta rojo, lo reconocí. No lo había visto anteriormente en mi vida, pero no tuve ninguna duda de que era el tipo que esperaba Tino. De mediana edad, casi calvo y con un poco de barriga, aquel tipo emitía todas las señales requeridas para el caso. «Ah —me dije—, así que no es uno de esos peces gordos con apartamento de lujo». Al menos, por su coche, no lo parecía. Debía de ser un empleado, un camarero o cualquier cosa parecida. Ni siquiera podía recibirlo en su casa, ya que viviría con sus padres (ya mayores) o con su mujer e hijos, si estaba casado, cosa bastante probable. Fuera como fuese, lo cierto es que él y Tino iban a montárselo en mi propia casa, si yo no hacía nada por impedirlo.

Rápidamente bajé de mi puesto de observación y me dirigí hacia el portal, siguiéndole los pasos. El tipo no parecía mostrarse dubitativo ni inseguro dentro del edificio, sino todo lo contrario, lo que quería decir que había venido otras veces a visitar a Tino. Le vi subir directamente las escaleras y luego avanzar por la galería del segundo piso. Aquélla iba a ser la última vez que la puta felliniana se sentaba en mi sillón —sentencié—, la última vez que utilizaba mis servilletas para limpiarse el esperma o que dejaba el olor de su colonia barata en mi toalla. La última vez. Subí al tercer piso, me senté en un escalón y presté atención a lo que ocurría en el piso de abajo. Oí el timbre de la puerta, luego hubo un largo silencio y después oí la voz de Tino:

—Hola. ¿Qué pasa, tío? —supuse a continuación un apretón de manos, tal vez alguna sonrisa—. ¿Qué tal? ¿Cómo estás?

¡Qué tono de cordial camaradería! Al parecer, Tino lo solía utilizar con todo el mundo, excepto conmigo. A mí ya sólo me decía: «Oye» o «Eh, tú». «Si al menos me hablara a mí así —pensé—. Sin embargo, me odia y me desprecia y ni siquiera sé el motivo. Tal vez no soporta que yo sea distinto a todos esos maricas asquerosos que hablan como mujeres y dicen chistes baratos. Tal vez me odia porque soy el único que le ha querido de verdad».

—Hola, chato —dijo el tipo del Ford Fiesta rojo. Por la voz, no parecía la puta felliniana, aunque usaba el mismo argot. Quizá era amigo suyo.

—Venga, pasa —le apremió Tino. Seguramente le había molestado que le llamara «chato» en medio del corredor o sencillamente tenía prisa por acabar, coger el dinero y marcharse a comprar cocaína.

Oí que cerraban la puerta y me acerqué hasta allí lentamente. Dentro del estudio se oía el sonido de la televisión. «Ahora se lo van a montar ahí, si yo no hago nada por impedirlo», me dije. «¿Quién se cree Tino que soy yo? ¿Un estúpido? ¡Pues no, no soy un estúpido! Me doy cuenta de todo. Lo sé todo. Sé más sobre él que él sobre mí. Sé lo que está pasando ahí dentro y ahora mismo voy a entrar, los voy a sorprender a los dos in fraganti y…». Me saqué la llave del bolsillo, la acerqué a la cerradura y… ¡Fuera de aquí los dos! ¡Sí, fuera de aquí! ¡Y tú vete a follarlo a su propia casa! ¡Vete con él y no vuelvas nunca más! Te crees muy macho, ¿verdad?, pues eres tan maricón como él. ¡Largo de aquí los dos! “No, no puedo —me dije—. Yo soy demasiado sensato, demasiado racional (¿o tal vez demasiado cobarde?). Esperaré otra oportunidad. Siempre he sabido controlar mis emociones. ¿Qué me ocurre ahora? ¿Estoy loco? Si entro ahí, me llevaré la peor parte. De nada me serviría montar una escena, una escena que Tino supondría motivada por los celos, cuando en realidad estaría motivada por el odio y la venganza. Además, estoy muy cansado, me siento sin fuerzas para golpear a nadie o para defenderme de los golpes de nadie (y Tino me golpearía, sin lugar a dudas). Quiero venganza, sí, pero no una tragedia y, si entro ahí, va a haber una tragedia, pues morirá alguien. Yo sólo deseo que Tino se vaya de mi casa, que me deje en paz, pero ésa no es la forma de conseguirlo. Tengo que seguir esperando. Tengo que hallar cuanto antes una solución al problema.