CAPÍTULO PRIMERO

I

Fue el principio del fin.

Cuando regresé a casa aquella noche y vi a Tino tumbado en el sofá, con la televisión puesta, el tabaco en una mano y el mando a distancia en la otra, supe que había llegado para quedarse.

Durante tanto tiempo había estado yo echando de menos aquella imagen: Tino tumbado en el sofá, a mi regreso del trabajo, viendo la televisión. Durante tanto tiempo había soñado yo con ver luz en el interior del estudio al atravesar el jardín, durante tanto tiempo había deseado oír ruidos en el interior al meter la llave dentro de la cerradura y abrir la puerta. Resultaba tan doloroso saber que ahora ya no me alegraba ver a Tino tumbado en el sofá viendo la televisión, tan doloroso saber que me molestaba incluso su presencia, pues quería vivir solo.

¿Realmente quería vivir solo? ¿Realmente prefería estar solo antes que con Tino?

—Hola —dije yo al entrar. No sabía qué hacer, no sabía dónde sentarme, no sabía de qué hablar.

Tino sonrió y dijo:

—Bueno, aquí me tienes…

Era como si hubiese dicho: «De nuevo soy tuyo, disfruta de mi compañía, goza mirándome, goza tocándome y todo lo que tú quieras, como en los viejos tiempos. Ámame, cuidame, dime cosas bonitas. Soy tu chico, ése que te volvía loco. He vuelto a ti. Agradece la suerte que tienes. Más quisieran otros. Dámelo todo como antes, paga todos mis gastos, paga todos mis caprichos y yo te daré placer, te daré motivación y no permitiré que tengas ni un momento de aburrimiento».

—¿Has cenado? —pregunté, no por ser amable sino por huir a la cocina.

—Comí un sándwich a media tarde.

—¿Te preparo algo?

—Sí —dijo—, prepárame algo de lo que tú sabes.

—No tengo gran cosa —dije. No quería mostrarme servilista tan pronto—. Sólo un poco de jamón y queso. ¿Quieres un bocadillo?

—Está bien. Con tomate.

—No tengo tomate.

—De acuerdo, sin tomate.

Le llevé el bocadillo y Tino dijo gracias. Tino había viajado, Tino había frecuentado gente importante, había comido en restaurantes caros, le habían educado a decir gracias y Tino sabía decir gracias.

—De nada.

Mientras se comía el bocadillo, fui al cuarto de baño y me duché. Regresé, fresco y relajado, con una taza de té.

—¿Quieres té? —le pregunté.

—Sí, por favor —Tino también sabía decir por favor.

Regresé a la cocina a por otra taza de té.

—Con leche, como tú —dijo para halagarme. Antes lo tomaba solo o con limón—, pero con azúcar, con mucha azúcar. Nadie me ha vuelto a ofrecer té desde que me fui —comentó cuando le llevé su taza—. Parece que nadie toma té más que tú.

—¡Ah!, ¿sí?

Quería mostrarme frío y distante, preparar el terreno para lo que tenía que decir, pero no me salían más que exclamaciones o monosílabos carentes de significado, como «¡Ah!, ¿sí?».

—Tampoco nadie ha vuelto a hacerme un masaje en la espalda como los que me hacías tú —añadió.

«Sí, claro —pensé—. También irás a decirme que ningún tío te ha tocado la polla desde que lo hice yo». Dije:

—Nnnmmm.

—Me relajaban mucho tus masajes —insistió—. ¿Por qué no me haces uno ahora?

—¿Ahora? —pregunté asustado. Si le tocaba, estaba perdido—. ¿Por qué no hablar antes? Dijiste que teníamos muchas cosas de qué hablar.

—Hablar… Bueno, podemos hablar luego. Tenemos toda la noche.

—Tino, yo… —dije acercándome a él.

—En la espalda. Házmelo en la espalda. Ahí, cerca del cuello. Eso es. Así, así.

—Tino, yo…

—Dime.

—Tino, yo…

Comencé a acariciarle en los hombros, el cuello, el pelo y la espalda. También junto a las orejas y en la frente y en las mejillas y en los párpados. Tino parecía dormido y se dejaba acariciar dulcemente como un niño. Después comencé a besarle, a pasarle la lengua por la espalda, por la cintura, por las piernas y los glúteos. Tino se dio la vuelta, se quitó el bermudas y me ofreció su desnudez. Con qué estilo lo hacía. Parecía que fuese la primera vez; la primera vez, casta e inocente, que se dejaba tocar por un hombre. Yo seguí acariciando, seguí besando, seguí lamiendo, mordiendo y pellizcando hasta que, de pronto, tuve una fuerte convulsión y descargué, descargué la tristeza, la angustia y la soledad acumuladas por la humanidad durante siglos. Entonces me puse a llorar; silenciosamente, sobre la piel de Tino, mi Tino, me puse a llorar.

—¿Qué te pasa? —me preguntó.

—Nada —dije yo—. No me pasa nada.

—Pero estás llorando.

—Sí, estoy llorando, pero necesito hacerlo. Y no lloro de tristeza, sino de felicidad. Si no te importa —añadí—, desearía seguir llorando así un rato más.

—Si eso te gusta…

II

Estábamos a primeros de septiembre y aquella noche llovió y, aunque todavía quedaban dos meses de calor, parecía que estuviésemos ya en otoño o en invierno y yo recordé los deliciosos días que habíamos pasado allí los dos juntos el anterior invierno. Cerré la puerta cristalera porque de pronto se había levantado aire y saqué una manta para que Tino se cubriera las piernas y volví a preparar más té y ambos disfrutábamos con la película del Oeste que ponían en la primera cadena.

Nunca me había sentido tan bien en casa desde su ausencia. A decir verdad, jamás me había sentido bien en su ausencia, ni siquiera después de decidir que ya no le amaba.

Por la mañana, cuando me desperté, Tino seguía durmiendo y yo me sentí feliz de verle, me sentí acompañado al saber que él estaba ahí, mientras yo tomaba el sol y leía en la terraza. Luego bajé al supermercado y tuve que comprar comida, pues la nevera estaba vacía, y comprendí que, de momento, no iba a poder devolver más dinero a mis hermanos, que en todo caso necesitaría más dinero, mucho más, para acabar el mes, si Tino se quedaba finalmente conmigo. Aunque tal vez encontraban un apartamento él y Astrid y se iban a vivir juntos, como me había dicho. Pero ¿quién iba a pagar el apartamento, si ninguno de los dos trabajaba? Sea como fuere, lo cierto es que me alegraba de tenerlo en casa. ¡Me alegraba, maldita sea! ¡Pues lo quería! ¡Lo seguía queriendo, maldita sea!

Después de la fugaz tormenta de verano, el sol volvió a brillar con la misma intensidad que los demás días, pero ahora las noches eran más frescas y uno tenía la sensación de que el verano realmente estaba terminando.

Tino se portaba amablemente conmigo. No salía apenas de casa o, si acaso, lo hacía para acompañarme cuando tenía que ir a comprar algo. Tampoco me pedía dinero, sólo para tabaco, y su presencia no me estaba resultando demasiado cara. Astrid, por su parte, evitaba encontrarse conmigo y acudía a casa en mi ausencia, lo que me parecía estupendo, pues yo tampoco deseaba verla.

A veces, cuando tenía turno de mañana, Tino iba a buscarme al hotel y nos marchábamos juntos a dar una vuelta, a beber unas cervezas o a jugar unas partidas de billar. Uno de esos días fuimos al Grease, pues yo quería saber qué sentía al ver a Tino y a Tomás cerca el uno del otro. Naturalmente, no dije a Tino que aquél era el bar que yo frecuentaba, aunque debió darse cuenta de ello al ver cómo me saludaba Tomás. Sentí que, a pesar de todo, seguía prefiriendo a Tino.

III

Tino desapareció de casa sin avisarme, aunque sin llevarse esta vez prácticamente nada más que lo puesto, y volvió al cabo de una semana. No dijo dónde había estado ni con quién, y yo no me atreví a preguntarle nada. Estaba de mal humor y no paraba de provocarme con ánimo de discutir. Entró en la cocina, miró en ollas y cazuelas y se quejó de que no hubiese nada preparado para comer, nada caliente, nada apetitoso.

—Y no me digas que me coma un bocadillo —gritó—. No me apetece un bocadillo.

—¿Cómo iba a tener nada preparado si no sabía que venías? —me quejé—. Si al menos me hubieses avisado.

—¿Qué dices? ¿Avisarte yo? ¿De qué vas? —me espetó, echándome saliva a la cara. Estaba drogado o con el síndrome de abstinencia, así que mejor achantarse y no discutir con él, pensé.

Cuando fue a arreglarse, después de la ducha, se enfadó porque el pantalón que quería ponerse estaba sucio. Se lo había puesto una vez, sólo una vez, pero aún así, según él, estaba sucio. Y, para colmo, la camiseta que quería ponerse también estaba arrugada. ¿Qué había hecho yo durante su ausencia? ¿Es que ni siquiera podía tenerle la ropa lavada y planchada? Bien que me gustaba luego tocarle la polla, ¿eh?, bien que me ponía a lloriquearle y a decirle que lo quería. Un vago y un guarro, eso era yo, además de un maricón, un puto maricón de mierda. Hice un gran esfuerzo por controlarme. Casi estuve a punte de decirle: «Sí, soy maricón, pero ¿quién te crees que eres tú? Tú eres tan maricón como yo. Seguro que te has acostado con más hombres que yo».

—No estoy dispuesto a que me hables así —dije y pensé: «Además, estás en mi casa y, si no te conviene… Viniste con la condición de quedarte sólo tres días. ¿Por qué no te vas? Y si crees que está sucio ese pantalón, lávalo y plánchalo tú, ya que es tuyo». Pero sólo dije—: Yo no soy ninguna mierda, ¿sabes? También yo soy un hombre. Soy tan hombre como tú.

—Mírale —dijo con un gesto despectivo—. ¡Un hombre! Pues no te pongas tan gallito, que ya sabes cómo las gasto.

—Antes no eras así —dije, conciliador—. Te portas así conmigo y no sabes lo que dices por la droga.

—¡Droga! ¿Qué droga? ¿De qué hablas?

—Sí, la cocaína o lo que sea. Se te nota en los ojos y en la voz que estás drogado. O peor aún: que tienes el síndrome de abstinencia.

Tino vino hacia mí con los puños apretados, fulminándome con la mirada. Yo retrocedí de espaldas hacia la puerta de la calle. Finalmente ambos nos detuvimos en medio del pasillo.

—Lo que yo haga con mi vida es mi problema, ¿me has oído? ¡Droga! ¡Qué sabrás tú! Y ahora ya puedes ir sacando cinco talegos.

—¿Cinco talegos? ¡Yo no tengo cinco talegos!

—¡Ah!, ¿no? —comenzó a arrojar al suelo discos, libros, tazas, todo lo que encontraba a su paso. Mientras, yo le contemplaba impasible, cerca de la puerta—. Es igual si no los tienes —me dijo cuando se hartó de tirar cosas—. Consíguelos como sea. Los necesito ahora mismo. Así que ya sabes.

—¿Qué quieres que haga? ¿Que vaya a robarlos?

—Ése es tu problema. Tú sabrás lo que haces.

—¿Y qué pasa si no los consigo?

—Comenzaré a tirar todo por la terraza. Le prenderé fuego a esto. Y tú, más vale que no vuelvas por aquí, si no traes el dinero, porque te machaco la cabeza. Te doy media hora.

Salí a la calle desesperado. ¿Qué podía hacer? Nunca me había sentido tan impotente. Deambulé un rato por las calles pensando y pensando, hasta que di con la solución: pedir un anticipo en el hotel.

Tino tenía días buenos y días malos. Pero cada vez tenía más días malos que buenos y la situación se hacía insoportable. A pesar de todo, manteníamos nuestras habituales relaciones sexuales, lo que de algún modo compensaba todo lo demás, pues en ese sentido Tino era maravilloso. En unas pocas semanas Tino se hizo dueño de la casa y yo me convertí prácticamente en su siervo, un siervo torpe y molesto, ya que, al parecer, nada hacía bien. La comida tenía mucha sal o muy poca sal. El pollo estaba muy hecho o muy poco hecho. Si hacía patatas, quería ensalada y si hacía ensalada quería patatas. Para no incurrir en esos problemas, yo le rogaba que me dijera exactamente qué le apetecía comer, pero él no quería molestarse en pensar y decía:

—Ya sabes lo que me gusta. ¡Sorpréndeme!

Pero, ya fuera por la comida o por cualquier otra cosa, Tino siempre tenía un motivo de queja. Llegué a pensar que era yo quien le molestaba, así que procuraba pasar desapercibido cuando él estaba en casa. Nunca ponía un disco de mi gusto o manifestaba deseo de ver un determinado programa de televisión. Me aterrorizaba tanto verle enfadado, que evitaba darle ningún motivo de queja. Pero Tino, si no tenía un motivo real, se lo inventaba. Opté, pues, por obedecer y callar. Era inútil hablar con él, expresar una opinión, razonar una idea. De un modo o de otro, siempre se enfadaba.

Mis gastos se habían vuelto a desorbitar y otra vez vivía pendiente del dinero: cómo conseguirlo, cómo hacer para que durara, nada para mí y todo para él… Imposible decirle a Tino que no podíamos continuar así, imposible recordarle que estaba en mi casa y que yo no era su criado, imposible decirle que se marchara y me dejara en paz.

IV

No era quizá el mejor momento, pero ¿cuándo tendría una oportunidad semejante? Varios clientes aguardaban en el mostrador por diversos motivos y el recepcionista de tarde, que acababa de llegar para sustituirme, me apremiaba para que hiciera el arqueo y le transfiriera la caja. Yo, sin embargo, lo había desatendido todo por escuchar a Tino hablar por teléfono.

La centralita del Bahía era uno de esos armatostes antiguos con clavijas, lucecitas y botones, idéntica a las que se ven en las películas americanas de los años cuarenta. Estaba en la parte interior de la recepción y uno podía oír las conversaciones, si quería, a través de los auriculares, cosa que yo jamás había hecho hasta entonces. Tino, naturalmente, no sospechaba nada de eso. A veces, cuando iba al Bahía a esperarme, mientras hacía tiempo, me pedía línea para hablar con Astrid. Siempre Astrid. Yo estaba harto de que me tomara el pelo y esa tarde quise averiguar la verdad.

—Pasa a la cabina número uno —le dije a Tino.

El teléfono sonó durante un rato, pero nadie lo cogió. Seguí esperando. Hubo un momento de silencio y luego, al parecer, Tino decidió marcar otro número. Pasaron varios segundos mientras se oían las señales de la llamada. De pronto alguien debió descolgar el auricular, pues oí una voz que decía:

¿Digameeeeeé? —era una voz lánguida, afeminada, la voz de un gay que yo supuse mayor, gordo y seboso, uno de esos gays amanerados que se cruzan de piernas como una puta felliniana, levantan la mano todo el tiempo y no paran de hacer movimientos con ella a la altura de la boca.

—Eh, tío, ¿qué pasa? —dijo Tino, con un tono campechano que ya no utilizaba conmigo.

—Hola, chato —dijo la puta felliniana. Le había reconocido al momento, lo que significaba que había un trato habitual entre ellos, pensé—. Hace tiempo que no se te ve el pelo. ¿Dónde te metes?

—He estado por ahí… de viaje.

—¡Ah!, ¿sí? ¿Y dónde vives ahora?

—Ya sabes, donde antes.

—¿En casa de la recepcionista? —oí una risa jocosa y yo contuve la respiración para no delatarme—. ¿Has vuelto con ella? —Hubo un momento de silencio y luego dijo—: Tú me dirás.

—¿Qué? ¿Tienes algo que hacer hoy? ¿Nos vemos esta tarde? —había en la voz de Tino cierta inseguridad, cierta ansiedad, como si estuviera implorando.

—¿Esta tarde? Uy, chato, no sé… Déjame ver… —aquel tipo se permitía incluso el lujo de rechazar o de cuestionar su oferta.

—Bueno, pues…

—Espera que lo piense… —bajando la voz—: Es que tengo visita, ¿sabes? Has llamado en un mal momento… Bueno, vale. ¿A qué hora?

—No sé. Cuando te venga bien. ¿Esta noche?

—Uff —se oyó un suspiro—. Tendré que suspender una cena. Vamos a ver. ¿Te parece bien a las nueve?

—Vale.

—Pero no te retrases.

—Y tú, a ver si te enrollas hoy…

—Claro, chato. Me enrollaré si tú te enrollas. Pero no vengas con prisas, ¿vale? No como la otra vez, ¿de acuerdo? —Tino no dijo nada. Permitía que le reprendieran. No tenía más remedio si quería vender la mercancía—. No te voy a dejar escapar hasta las once. Me tienes que hacer un par de hijos, como mínimo.

—O cuatro, si quieres. Por mí…

—¿Qué pretendes, nene? Una ya no está para ciertos trotes. Con un par de gemelos me basta.

—Bueno, estaré allí a las nueve.

—De acuerdo. Me pondré el liguero nuevo. ¿O prefieres la combinación rosa?

Tino no correspondió a la broma. Se limitó a repetir la hora de la cita.

—Está bien —dijo la puta felliniana, un tanto molesta—, pero otra vez llámame con más tiempo, ¿vale, chato? No me gusta improvisar.

—Ya te he dicho que…

—De acuerdo, de acuerdo. No te enfades. A las nueve entonces.

Cuando se cortó la comunicación yo me refugié en el despacho del director. No me atrevía a salir fuera. Cómo iba a mirarle a la cara. Seguro que se me notaba. El recepcionista de tarde vino a preguntarme qué me pasaba.

—Nada —dije—. Aquí tienes las llaves. Haz tú mismo el arqueo.

—¿Qué te ocurre? Te veo muy pálido.

—No me pasa nada. Gracias.

Ya en la calle, quise decirle a Tino que habíamos terminado para siempre, que se fuera de una vez, que me dejara en paz. ¿Por qué? Porque sé cuál es tu rollo, por eso. Ya no te quiero, ¿me oyes? ¡Me das asco! Dijiste que te quedarías sólo tres días y han pasado ya varias semanas. ¡Vete, por favor, vete! Pero temía que Tino se enfadara por haberle espiado, temía que Tino se pusiera violento y me pegara. ¡Y a mí no me vas a pegar más!, ¿me oyes? Debía tomármelo con calma. Nada de broncas, nada de histerismos, nada de escenas en la calle. Tenía que pensar serenamente en el asunto y actuar con sangre fría. Miré a Tino por pura casualidad e intenté disimular, pero no siempre se puede disimular. Hasta Tino, que me observaba poco, se dio cuenta de que algo me pasaba, pues dijo:

—¿Por qué me miras así? Parece como si me quisieras matar.

Lo dijo con un tono de broma, pero en realidad había leído fielmente el significado de mi mirada.

Llegamos al Grease. Tomás se alegró de verme. Dijo que hacía mucho tiempo que no iba por allí. «Vendré más a menudo a partir de ahora», pensé. Pedí una cerveza para mí. Cuando Tomás me la trajo, Tino pidió otra cerveza para él. No parecía afectado por mi desaire. Tomás nos miró con curiosidad. Sabía que algo nos pasaba.

—Esta noche no me esperes —dijo Tino, después de darle un sorbo a su cerveza.

—Muy bien —dije yo, sin mirarle.

—¿Quieres algo de comer? —me preguntó Tomás.

—No, gracias.

—He quedado con Astrid para cenar.

—¡Ah!, ¿sí?

Tomás trajo un plato con patatas bravas humeantes.

—Las acabo de hacer ahora —dijo—. Como sé que te gustan…

—Gracias, Tomás. Tienen buena pinta. Entonces, dale recuerdos a Astrid y dile que ya no estoy enfadado con ella, que puede venir a casa cuando quiera.

Tino no respondió. Me llevé una patata a la boca. No tenía hambre, pero no podía rechazarlas. Le dirigí una sonrisa a Tomás.

—Están muy buenas. Eres un magnífico cocinero. Parece mentira, a tu edad.

—Bah, eso lo hace cualquiera. Sólo son patatas fritas con salsa de tomate.

—Sí, pero no todo el mundo sabe hacerlas. Hay gente que no sabe ni freír un huevo. Seguro que tú sí sabes freír huevos, ¿verdad?

Regresamos a casa. Noté que Tino trataba de evitar un contacto sexual conmigo (cosa que yo ni siquiera intenté) para estar en forma con su cliente y yo me pregunté por las otras veces en que Tino me había eludido tan sutilmente como ahora y si también entonces le habrían estado esperando otros clientes. Después de ver un rato la televisión, Tino se duchó, se afeitó, se echó colonia en las axilas y sacó del armario sus mejores galas. Pocas veces le había visto arreglarse tanto como ahora, ¿o me lo parecía así porque sabía adónde y a qué iba? Tino se puso unos calzoncillos míos y se paseaba con ellos de un lado para otro por la casa. Eran mis mejores calzoncillos. Tenían ositos de color rosa arrullándose. Me los había regalado mi hermana y me los ponía muy raramente para no deteriorarlos. Tino era así. No le importaba ponerse la ropa interior de otras personas. No tenía escrúpulos. Una vez le sorprendí usando mi cepillo de dientes. Mi ropa se la ponía habitualmente. Sin embargo, la puta felliniana le iba a ver hoy con aquellos calzoncillos, se los iba a quitar para chuparle la polla y los iba a arrojar al suelo de su alcoba. Era mucho más de lo que yo podía soportar y hoy había soportado bastante. «Tino —pensé decirle—, quítate mis calzoncillos. No quiero que te los vea Astrid (no quiero que te los vea ese marica asqueroso). Al menos, no manches mis cosas. Respeta siquiera mi ropa interior. Es algo personal, y no quiero que lo toque ni lo vea nadie. No me mancilles, no me humilles hasta ese extremo, por favor».

—Tino —dije—, como no vas a cenar, me voy.

—¿Adónde vas?

—A donde sea. Necesito tomar un poco de aire.

—Eh, eh —me gritó cuando bajaba las escaleras—. Dame dinero para un taxi.