No había día en que Astrid no me diera ahora alguna nueva noticia sobre Tino. Su amiga le había vuelto a ver otra vez en la avenida del Mediterráneo con el mismo coche, pisando a fondo el acelerador y la música a todo volumen. Esta vez Tino llevaba puesta una cinta en la frente como los jugadores de tenis. Otra amiga suya le había visto también comprar una lata de Coca-Cola en un supermercado y luego marcharse con otro tipo en el misterioso Peugeot blanco. Y, por fin, una mañana, Astrid me llamó al hotel para decirme que ella misma había visto a Tino en un pub que no cerraba en toda la noche y que era frecuentado casi exclusivamente por drogadictos. A Astrid le había causado una impresión tremenda verle porque estaba delgadísimo. «Ay, Eduardo —me dijo—, está en el chasis». Ella había ido allí por pura intuición, sospechando que era el único lugar donde podría encontrarlo, y efectivamente así había sido. Le había causado tanta impresión que había pegado un grito nada más verlo y se había puesto a llorar en sus brazos como una loca, ante las miradas atónitas de la gente. Él había estado muy amable con ella.
—Creo, Eduardo —me dijo en tono confidencial—, que Tino está enganchado a la droga.
Y me contó entonces lo referente a su anterior adicción, rehabilitación, etcétera. Ella también esnifaba cocaína, pero sólo los fines de semana y no hasta ese punto. Tino estaba enganchado muy peligrosamente.
—Él dice que no está enganchado, pero yo sé que sí. Sé lo que es eso. Yo también estuve así durante una temporada y mi padre me echó de casa. Se ha quedado tan delgado que casi me costó reconocerlo. No hablamos mucho porque él no podía ni hablar. Casi se caía. Le dije que debía cuidarse, que yo también había pasado por lo mismo, pero él no me entendía ni me escuchaba. Por cierto —añadió—, me dio recuerdos para ti.
—¡Ah!, ¿sí? —dije. El dolor, el antiguo dolor—. Fue muy amable por su parte. ¿Dijo si pensaba volver?
—No me lo dijo, pero creo que no porque han alquilado un apartamento él y su hermano y van a vivir juntos.
—¿Su hermano?
—Sí. Su hermano mayor, un tipo de tu edad, más o menos.
—¿Y Tino trabaja? ¿Sabes qué piensa hacer para sobrevivir? Pues supongo que su hermano no será multimillonario.
—Ay, Eduardo —me dijo Astrid bajando la voz—, me parece que deben dedicarse a negocios sucios.
—«Negocios sucios» —la remedé—. ¿Qué entiendes tú por negocios sucios? Habla, claro, por favor. Me tienes en ascuas. Vaya momento que has elegido para llamarme. El director está en su despacho y puede venir en cualquier momento.
—¿Quedamos para más tarde?
—De acuerdo, pero ahora cuéntamelo todo lo más rápidamente posible, por favor. ¿Qué es eso de negocios sucios?
—Ya sabes. Tráfico de drogas y cosas así. No estoy segura, pero eso es lo que cualquiera pensaría al verlos derrochar tanto dinero. Su hermano, sobre todo, debe tenerlo a montones.
—¿Crees que Tino se ha metido a camello y que tiene tanta cocaína que por eso no para de esnifar?
—Seguramente. Y tal vez fue por ese asunto de las drogas por lo que se marchó de viaje a algún sitio con su hermano, ¿comprendes?
—¿Tú crees que se fue con él?
—Ese hermano suyo es el que debe manejar el dinero, el que lleva el negocio, pero él no esnifa y ni tan siquiera bebe apenas. Parece un tipo frío y calculador.
Yo no soportaba oír nada más sobre aquel supuesto hermano, así que la corté diciendo que tenía que atender a un cliente y quedamos para más tarde.
A partir de aquel día, cada vez que nos veíamos Astrid y yo, no hacíamos más que barruntar o especular todo tipo de cosas sobre la vida actual de Tino. Astrid insistía en su teoría de los negocios sucios y el tráfico de drogas, aunque culpaba al hermano de Tino de ser el cerebro de tales negocios y de utilizar a éste. Suponía que Tino se fue de mi casa porque el hermano había recibido un «pedido», necesitaba la ayuda de alguien para su distribución y había recurrido a él, que juntos debieron ir a algún sitio (Madrid, quizá, o Barcelona) a hacer la operación y que luego habían regresado a Benidorm, pues Tino le había asegurado, y ella le creía, que realmente había estado de viaje durante algunos días. Después, con la distribución, la venta o lo que fuera y con el dinero obtenido y el polvo sobrante, ambos se estaban dando la gran vida en Benidorm, como dos turistas más. Cuando se les acabara el dinero, recibirían de nuevo un «pedido» y vuelta a empezar. Yo no creía tales fantasías. Sabía de sobra que el supuesto hermano de Tino era un homosexual, un tipo con dinero que estaba tan loco por él que le dejaba coger su coche y le pagaba todos los vicios. Pero Astrid era incapaz de sospechar tal cosa (a estas alturas, todavía ni siquiera se le había ocurrido pensar que él y yo hubiésemos sido amantes), de manera que lo dejé estar así y aceptaba sus teorías, sin contradecirla, para no verme obligado a exponer las mías.
Astrid volvió a ver a Tino algunos días después en el mismo sitio, pero por lo visto él no le había hecho mucho caso esta vez, y ella vino a contármelo muy triste y decepcionada.
De un modo o de otro, yo confiaba en que Tino iría alguna vez por casa o por el hotel a visitarme, pero los días pasaban y Tino parecía haberse olvidado de mí. Deseaba odiarle, pero no podía. Odiarle hubiera sido en realidad algo muy fácil, algo que hubiera hecho cualquier persona en mi misma circunstancia, y yo no quería caer en una vulgaridad semejante. Lo que yo sentía por Tino era mucho más que atracción, pasión, deseo de compañía, fascinación por la belleza. Era cualquier cosa más que eso; era, tal vez, la necesidad de amar por amar.
Astrid veía ahora muy a menudo a Tino. Ella y sus amigas, al parecer, iban de un lado para otro en su busca, cada noche, hasta localizarle, y siempre me informaba de ello al día siguiente, ya fuera en persona o bien llamándome por teléfono al hotel. Unas veces, según contaba, Tino se mostraba simpático y amable con ella, pero otras iba tan «colgado» que la ignoraba por completo. No siempre le veía acompañado por su hermano. Algunos días le había visto también subir con una chica extranjera al Peugeot blanco. Nunca más Tino le había vuelto a dar recuerdos para mí.
Astrid me proponía que la acompañara en sus correrías nocturnas, pero yo me negaba. No me sentía preparado para una experiencia semejante e ignoraba cómo podría reaccionar ante la presencia del supuesto hermano de Tino.
De momento, me consolaba en el Grease, donde estaba a salvo de nostalgias y recuerdos. Sentado a la barra, bebía una cerveza tras otra, intercambiaba de vez en cuando frases con Tomás o con algún cliente, y así pasaba buena parte del día. Pero había veces en que no soportaba hablar con nadie, ni siquiera con Tomás, y entonces me sentaba a una mesa en la terraza y allí permanecía quieto y ausente, como una esfinge, viendo pasar a la gente por la calle.
Los días transcurrían sin novedad y mi espíritu se hallaba ya en un estado de sopor vegetativo.
Hasta aquella tarde, ay, en que oí de pronto música a todo volumen, me levanté, miré hacia la calzada y vi a Tino dentro de un coche blanco. El coche desapareció de mi vista en un segundo, pero yo no tuve ninguna duda de que era Tino quien iba conduciéndolo. Durante un rato me quedé frío y rígido, con la mirada clavada al fondo de la calle. Luego Tomás debió darse cuenta de que algo me pasaba, ya que se acercó a mí y me golpeó cariñosamente en la espalda para hacerme reaccionar.
—¿Qué te pasa, hombre? —me dijo—. ¿Qué haces ahí de pie, tan serio?
—Quiero morir —dije con voz ronca cuando el muchacho se dirigía al interior del bar—. ¡Quiero morir! —grité para que me oyera—. ¡Quiero morir!
Así que por eso Tino era tan feliz… por eso se había ido con el otro tipo y se había olvidado de mí… ¡Porque tenía un coche! Y yo que creía habérselo dado todo… ¡Todo, sí, menos el coche!
Dos días más tarde, nada más entrar en el estudio, noté que él había estado allí. Todo aparentemente se hallaba igual que lo había dejado por la mañana (el mismo abandono, el mismo desorden de siempre). No había nada nuevo, pero yo sabía que él había estado allí. Avancé lentamente hacia el fondo. Entonces vi un papel sobre la mesa, me acerqué a él y lo cogí con dedos temblorosos:
«TIENES SUERTE DE NO ESTAR AQUÍ, PERO YA NOS VEREMOS LAS CARAS».
Tino, Tino —suspiré—, así que has estado aquí. Permanecí más de una hora tumbado en el sofá, pensando en el significado de la nota, sin comprender nada, y luego regresé al Grease, donde pasé el resto de la tarde bebiendo a un ritmo más rápido del habitual, con la vista clavada en la puerta, esperando ver pasar el Peugeot blanco. Aquél era el día de descanso del conserje de noche y yo tenía que hacer su turno, lo que me correspondía un par de veces al mes. Nada más llegar al hotel, un compañero me dijo:
—Se ha presentado por aquí esta tarde un chico en actitud un tanto violenta preguntando por ti.
—Gracias —dije—. Me parece que ya sé quién es.
—También ha llamado una chica extranjera, una tal Astrid. Ha dicho que la llames urgentemente.
Mi compañero me informó a continuación de las incidencias de la tarde, me entregó las llaves de la caja y se marchó.
Yo no quería pensar en Tino ni en Astrid, pero realmente ambos comenzaban a preocuparme.
Llamé a casa de Astrid, pero nadie cogió el teléfono. Después se hizo demasiado tarde y no quise insistir. Fuera lo que fuese, pensé, ya tendría oportunidad de enterarme al día siguiente. Por más que lo pensaba, no lograba adivinar qué podría haber ocurrido.
A la una aproximadamente los camareros cerraron el bar y se marcharon. ¿Sabría Tino cuál era mi turno y vendría a visitarme a lo largo de la noche? ¿Qué tendría que decirme Astrid? ¿Y por qué parecía Tino tan enfadado conmigo? De pronto comencé a tener miedo, un miedo irracional. ¿Qué había hecho yo?, me preguntaba desolado. ¿Cuál había sido mi error?
Las horas pasaban muy despacio. De vez en cuando, llamaba alguien a la puerta y yo miraba asustado, creyendo que era Tino, pero sólo era algún turista borracho.
A las cinco y media de la mañana llegó el panadero con los bollos y los panecillos. Le abrí por la parte de atrás, donde estaba la cocina, y le ayudé a descargar las cajas de la camioneta. Luego cargamos las cajas vacías del día anterior, cerré la puerta trasera y me metí dentro. Cogí un croissant, atravesé la cocina a oscuras y regresé a la recepción. Todo estaba en orden y comprobé a través de los cristales que había amanecido. Comencé a hacer el cierre del día y, mientras la impresora emitía los listados, me dirigí al bar a prepararme un té. Me lo estaba tomando junto con el croissant, cuando llegaron Conchi y las mujeres de la limpieza. Ya era completamente de día y mis temores se habían esfumado.
García llegó puntual, fresco y de buen humor, con su bloc de dibujo debajo del brazo. Esperé a que se tomara el café y luego le transferí la caja y las incidencias nocturnas. Fiché, bajé a cambiarme de ropa y salí a la calle.
Todo tenía por la mañana, cuando hacía el turno de noche, un extraño aspecto de irrealidad. Hoy, por otro lado, la ciudad me parecía más sucia, más inhóspita y más desangelada que nunca, con numerosas huellas de la pasada juerga nocturna: vómitos, botellas rotas y papeleras volcadas. Cuando entré en el estudio la claridad del día lo invadía todo, resaltando especialmente el polvo acumulado en la mesa. Tenía la sensación de haber abandonado mis obligaciones domésticas hasta extremos peligrosos. Teóricamente, como sólo iba allí a dormir, no manchaba nada, pero tampoco limpiaba nada. Si, estaba todo hecho un asco, pero ¿qué podía hacer si no era capaz de limpiar? Me tropecé con el mensaje de Tino, sin firma y con las típicas letras desmañadas:
«TIENES SUERTE DE NO ESTAR AQUÍ, PERO YA NOS VEREMOS LAS CARAS».
Sentí un escalofrío. Corrí las cortinas y me dejé caer sobre la cama. «No estoy un poco loco. Estoy bastante loco, y ya puedes ir teniendo cuidado conmigo». Sí, Tino estaba loco. Nunca había querido darme cuenta de ello, pero ahora lo sabía. Tino no era una persona normal. Había algo tenebroso en su personalidad. Probablemente había matado a alguien. Probablemente había estado en la cárcel o en algún manicomio. «Si me conocieras de verdad, seguro que saldrías corriendo y no querrías volver a verme nunca más en tu vida». Venían a mi mente ahora todas aquellas frases que, en su momento, frívolamente, dejé pasar sin darles apenas importancia y que ahora dibujaban un terrible retrato psicológico de Tino. Si tenía en cuenta, además, que había vuelto a la cocaína… Una idea atravesó como un relámpago mi cabeza: ¡Tenía que protegerme de Tino! Corrí hacia la puerta y eché el cerrojo. Tino aún conservaba las llaves del estudio, pero no podría entrar si yo echaba el cerrojo. Intenté dormir, pero no podía. No dormía bien desde hacía mucho tiempo y hoy menos aún podría conseguirlo. De pronto oí unos golpes fuertes en la puerta, unos golpes que parecían patadas o puñetazos, y me desperté súbitamente, con un sobresalto. Miré el reloj: las nueve y media pasadas, luego había dormido casi una hora. No, no estaba soñando. Mi corazón parecía a punto de estallar. Me senté sobre la cama y aguardé a que se apaciguaran los latidos. Luego traté de situarme. Nuevos y terribles golpes me devolvieron a la realidad. «Es Tino —me dije—. Ya está aquí. Por fin ha llegado». A duras penas me levanté y me dirigí, arrastrando los pies, hacia la puerta.
—¿Quién es? —pregunté.
—¿Vas a abrir o derribo la puerta? —oí que decía la voz de Tino, una voz distinta a la que yo conocía, más fría y desagradable. La voz de un loco, pensé.
Yo me quedé callado, sin saber todavía qué responder. La cosa era peor de lo que había imaginado. ¿Qué hacer?, me pregunté. Si abría, podría ocurrir que Tino me pegara o me matara, pero si no abría, armaría una terrible bronca en la galería y le oirían todos los vecinos o me esperaría a la salida, me acecharía en cualquier esquina, cuando menos lo esperara, y entonces… Mejor enfrentarme de una vez al problema. Después de todo, recordé, yo era valiente o había descubierto que era valiente, y quedarse allí encerrado no era una actitud valiente.
—Ya voy —dije, esforzándome por mostrar naturalidad.
Sólo me demoraba lo justo para vestirme, pero Tino insistió impaciente:
—¡Eh!, ¿vas a abrir o qué?
—Abro enseguida, Tino —dije—. Me estoy vistiendo. Espera un segundo a que acabe, por favor.
Me puse un pantalón y una camiseta, descorrí el cerrojo y abrí la puerta de par en par. Quería demostrarle a Tino (quería demostrarme a mí mismo) que no le tenía ningún miedo. Sin embargo, cuando le miré a los ojos, perdí todo el valor y me puse a temblar.
—Pasa, hombre, pasa —dije como si no ocurriera nada. Estaba más delgado, pero no tanto como me había dicho Astrid. En general, salvo por la mirada, era el mismo Tino que yo conocía.
—¿Qué pasa contigo? ¿Eh? —dijo empujándome hacia el interior, después de cerrar de una patada la puerta—. ¿Quién te crees que eres? —su rostro había adoptado una expresión de asco, mientras me clavaba las puntas de los dedos en el pecho y me escupía saliva a la cara—. ¿De qué vas tú? ¿Eh?
—Tino, yo…
Un fuerte e inesperado golpe en el estómago me derrumbó sobre el suelo y me dejó transido de dolor y sin respiración. Era la primera vez que alguien me pegaba y sentí estupor, impotencia e incredulidad. No sabía qué hacer ni qué decir. Mi mano derecha tocó accidentalmente una de sus botas y la retiré sintiéndome torpe y estúpido.
—Conque te dedicas a espiarme, ¿eh?
—Tino, yo…
—Tú sabes muchas cosas sobre mí, ¿verdad? Conque «Tráfico de drogas», ¿eh? Conque «Negocios sucios», ¿eh? También sabes que llevo un Peugeot blanco, ¿verdad? Tú lo sabes todo sobre mí. Has llamado a Cuenca y a Albacete preguntando por mí, ¿verdad? Así que te dedicas a espiarme. Siempre te gustó espiarme, siempre andabas buscando en mis bolsillos, ¿verdad?
Quise incorporarme, pero Tino me derribó de nuevo propinándome un rodillazo en la nariz. Me agarré a su pierna, no por sujetarme sino por tocarla, por acariciarla. Tenía sangre por algún sitio, la notaba correr por mis labios y lamenté, sobre todo, el negativo efecto estético, así que me palpé con la mano para frenarla.
—¡Maricón de mierda! ¿Sabes lo que hago yo con los maricones como tú? ¿Sabes qué les he hecho a algunos maricones como tú? Tú no me conoces. Tú no sabes todavía quién soy yo…
«La navaja —pensé—, ahora se sacará la navaja». Hizo un movimiento brusco con la mano y pensé que se la sacaría del bolsillo, pues aquel bulto parecía una navaja, pero de momento Tino no se sacó ninguna navaja. Intenté incorporarme, pero resbalé y justo en aquel momento Tino comenzó a golpearme con ambas manos la cabeza. Sus golpes me mantenían erguido en el aire por pura inercia. Ya casi había perdido el conocimiento, cuando decidí recurrir a la única arma de defensa que me quedaba: su narcisismo.
—¡Por favor, Tino —grité—, pégame, mátame, pero no me abandones! ¡Pégame todo lo que quieras, pero no te vayas! ¡Te lo ruego, Tino, no me abandones nunca más!
Tino se quedó tan sorprendido al oírme hablar así que dejó de pegarme al momento y se apartó bruscamente de mí.
—¡Déjame en paz! —dijo, alejándose hacia la terraza.
Ambos nos quedamos en silencio un momento. Yo me incorporé, cogí unas cuantas servilletas de papel y fui al baño a secarme la sangre y las lágrimas.
—¡No creas que esto va a quedar así! —dijo Tino cuando me vio salir del baño con los labios hinchados, aunque recuperada en parte mi dignidad—. ¡Tú has ido largando por ahí cosas sobre mí! ¡Cosas que no sabes! ¡Has estado vigilándome y a mí no me vigila nadie! ¡Ya sabes lo que te dije un día!
—Tino —murmuré con la voz rota—, te he echado tanto de menos. No sabes lo que he sufrido por ti. Y fíjate cómo te presentas, cómo te portas conmigo, después de tanto tiempo. Yo no he dicho nada. Todo eso son invenciones de Astrid. Es ella la que habla. Yo sólo llamé para interesarme por tu madre, pero me diste un número falso. ¡Ni siquiera te fiaste de mí!
—¿Qué creías? —se rio—, ¿que iba a darle mi verdadero número a un maricón como tú? Tienes suerte de que no te pillara ayer. Te habría matado. ¡Te juro que te habría matado!
—Pero todo son invenciones de Astrid —insistí—. Es ella la que ha dicho esas cosas. Pregúntaselo. No creo que se atreva a negarlo en mi presencia.
—Te libraste de una buena y como te vuelvas a pasar un pelo, como vuelvas a hablar de mí… ¡No te lo pienso advertir nunca más!
—Esa tía falsa —me quejé—. No sabía que fuese tan falsa.
—Tengo una cinta tuya en el coche —dijo Tino, dirigiéndose hacia la puerta—. Si la quieres, baja y te la daré.
Estábamos en el corredor cuando se volvió y me entregó las llaves.
—Tómalas —dijo—. Ya no las necesito.
—¿Estás seguro? ¿Es que no piensas volver? Quédate con ellas. Ésta sigue siendo tu casa y puedes volver cuando quieras. Yo siempre te esperaré.
Pero Tino insistió y yo las cogí. Bajamos al aparcamiento y nos acercamos al coche. Era el Peugeot blanco. Miré la matrícula y traté de retenerla en la memoria. Tino se sentó al volante y sacó una cinta de la guantera. Era el Concierto para violonchelo de Schumann. Tino probablemente se había llevado la cinta, por error, al recoger sus cosas.
—Gracias —dije asombrado por su amabilidad—. Me gusta mucho ese concierto. Pensaré en ti cuando lo escuche.
Me senté a su lado en el coche, le cogí la mano y se la acaricié suavemente.
—Tino, Tino —dije—. ¿Cómo me abandonaste así? ¿No te has acordado de mí durante todo este tiempo?
—Sí —respondió Tino agachando la cabeza. Pero, por supuesto, no le creí.
—¿Por qué has sido tan cruel conmigo? ¿Recuerdas cuando te dije que me harías daño y te burlabas de mí? Pues yo lo sabía, lo supe nada más verte. Sin embargo, para mí no hay ni habrá nadie más que tú y siempre te amaré. A pesar de todo, Tino.
A Tino le gustaba oírme hablar así. Como a todos los narcisistas, le halagaba y le gustaba sentirse deseado y querido. Pero no tenía ningún sentimiento de conmiseración hacia mí, no tenía nada que ofrecerme y permaneció callado.
—Me gustaría verte de vez en cuando —dije yo, enternecido por la suavidad y la elasticidad de su mano, la misma mano que me había pegado, sin piedad, unos momentos antes—. Me gustaría que vinieras alguna vez a comer conmigo o que fuéramos a jugar una partida de billar, como en los viejos tiempos, Tino —callé un instante y luego dije—: ¿Realmente te llamas Tino?
Tino sonrió.
—Pues claro —dijo.
—Me alegro, ya que me gusta tu nombre. No soportaría descubrir ahora que te llamas Juan, Pepe o Luis… ¿Vendrás entonces a visitarme?
—Sí —dijo Tino—, pero yo tengo que hacer mi vida. Mi hermano y yo hemos cogido un apartamento y nos vamos a quedar en Benidorm —el muy cínico creía que yo podía tragarme el rollo del hermano—. Bueno, ya nos veremos de todas formas.
No quise hacerle preguntas sobre su supuesto hermano para no dar la impresión de que trataba de indagar en su vida.
—Eso espero. Ven algún día a comer. Podemos alquilar unas películas…
—De acuerdo —dijo—. Un día de estos paso por el hotel y quedamos.
Salí del coche y Tino giró la llave de contacto.
—Tienes mi número de teléfono, ¿verdad? —le pregunté a través de la ventanilla.
—Sí —dijo Tino, maniobrando. Se notaba claramente su inexperiencia. Probablemente se había cargado ya la caja de cambios—. Y recuerda lo que te dije antes. Cuando vea a Astrid, ya arreglaré cuentas con ella.
—Déjalo estar —dije, temiendo que se mostrara con ella tan violento como se había mostrado conmigo—. Tal vez no ha querido hacer daño, pero le gusta cotillear. Además, está tan enamorada de ti…
Quise añadir algo más, pero el coche se puso en marcha. Tino pisó el acelerador y se dirigió ruidosamente hacia la salida. Yo me fijé de nuevo en la matrícula. Tal vez algún día podía necesitarla, pensé, así que corrí a casa a anotarla.