—Llévame a algún sitio donde pueda beber algo rápido —le dije a Astrid cuando salí del hotel—. Estoy seco.
El conserje de noche se había quedado mirando a Astrid desde lejos y me hizo un guiño de complicidad pensando que se trataba de un ligue.
—¿Qué ha pasado?
—Antes de hablar necesito beber algo.
—Cuéntamelo todo ahora mismo —me apremió Astrid.
—No antes de tomar mi copa.
—¡Por favor! ¿Es tan grave?
—¡Qué va!
—¿Entonces…?
—¡Mi copa! ¡Quiero mi copa!
—¡Tendrás tu copa! —dijo Astrid, furiosa, tirando de mí—. Mira, aquí hay un bar.
—No —protesté—. Aquí no. Este es un bar cutre donde dan comida rápida para llevar. Huele a pescado frito y a bacon. ¿Pretendes que tome aquí mi copa y que te cuente con tanta luz el asunto? Te creía con más clase, Astrid. Esta noche, te lo juro, no estoy preparado para bares cutres.
—Ya entiendo. Te sientes cursi y quieres algún lugar tranquilo de la playa.
—¡Por Dios! Tranquilo, no. Ruidoso y oscuro, pero no donde huela a pescado frito y a bacon, por favor. ¿No ves que me siento patético esta noche? ¿No ves que…? —dije abrazándome a ella de pronto y rompiendo a llorar—. Astrid, Astrid… Tino se ha ido y nos ha dejado. Nos ha engañado a los dos y se ha ido para siempre. Tú le querías, ¿verdad? ¿Es que no lo entiendes?
Astrid se apartó repentinamente de mí.
—¿Qué quieres decir con eso de que se ha ido para siempre? ¿Hablaste con él?
—No, no hablé con él.
—Entonces…
—No pude hablar con él porque me dejó un número falso y los números que tú conseguiste en la guía de Cuenca también son falsos. Sus apellidos no son Ferraz ni Fernán, Condés o Cortés. Probablemente ni es de Cuenca ni tiene una madre enferma y ni tan siquiera se llama Tino, sino Pablo o Luis. ¿Es que no lo entiendes? ¡Nos ha engañado, se ha burlado de nosotros y se ha ido para siempre!
—Oye —dijo Astrid, mirándome de arriba abajo, como si no acabara de reconocerme—, parece que te ha afectado de verdad. ¿No estarías enamorado de él? ¿No serás gay?
—¡Gay! ¡Vaya palabra horrible!
—Pues maricón o lo que sea.
—¡Maricón! ¡Esa palabra es aún más horrible!
—Lo siento —dijo Astrid, mirándome con compasión.
—No sé qué es lo que soy —dije entre lágrimas—. Sólo sé que le quiero.
—Ay —dijo Astrid con un suspiro—, imagino que debe de ser muy difícil vivir con alguien así y no enamorarse de él. ¿Tino sabía que tú…?
—No, claro que no. Tino no sabía siquiera que soy así. O tal vez lo imaginaba, pero nunca hablamos de ello. Simplemente éramos dos colegas, compartíamos el estudio y nada más.
—Odiaba a los homosexuales, ¿sabes? Siempre le oía hablar mal de ellos. Mejor que no le digas nada, si vuelve.
Haciendo conjeturas sobre los sitios a los que Tino podía haberse ido, Astrid me contó una extraña historia: Por lo visto, unos días antes, alguien le había ofrecido «un trabajo» fuera de España, en Suecia, Alemania o algún país así, un trabajo dudoso en el que ganaría mucho dinero sin hacer prácticamente nada. Y ese trabajo se lo había ofrecido un tipo que se acercó una noche a él en una discoteca. «Prostitución masculina», pensé yo con rabia. «Tráfico de drogas», insinuó Astrid. No podía imaginar a Tino (mejor dicho, podía imaginarlo perfectamente) vendiendo su cuerpo a millonarios viejos y gordos del norte de Europa.
—¿Crees entonces que habrá aceptado ese trabajo y que no lo volveremos a ver nunca más? —pregunté a Astrid.
—Nunca más es mucho decir —respondió ella—. De un modo o de otro, estoy segura de que lo volveremos a ver. ¿Quieres esa copa? Yo iré al servicio a hacerme una raya. Ahora soy yo la que se siente patética.
Sin embargo, yo tenía la desoladora seguridad de que no volvería a ver nunca más a Tino y tal seguridad había acabado por instalar la angustia y el dolor en el panorama yermo de mi vida. El dolor… Nunca antes había sabido realmente lo que era el dolor. Había conocido la tristeza, el tedio y la frustración. Había conocido la desesperación, pero no el dolor. No aquella sensación oscura, lacerante y voluptuosa, más somática que psíquica, aquella sensación fría y aguda, que se regodeaba en mis entrañas y envenenaba los conductos de mi vida.
El dolor se presentaba, cada día y en el momento más inoportuno, como un virus mutante, con una nueva fisonomía, con una nueva sintomatología, de modo que nunca podía definirlo, nunca podía reconocerlo, nunca podía estar seguro de que era él hasta que llegaba y, por lo tanto, no podía enfrentarme a él, no podía luchar contra él, no podía acostumbrarme a él.
El dolor se enquistaba en mi pecho, en mi corazón o en mi estómago (nunca sabía tampoco dónde se iba a posar), y me desgarraba por dentro, fiera y brutalmente, hasta dejarme sin respiración y sin sentido.
Como todo en el estudio me recordaba a Tino, procuraba no quedarme allí más que lo justo para dormir, si es que se puede llamar «dormir» a mis pesadillas y a mis fiebres nocturnas. En cuanto al trabajo en el hotel, éste se me había vuelto insoportable y tenía que hacer esfuerzos tremendos para controlar mi mal humor y no discutir con todo el mundo.
De pronto había perdido el gusto por las cosas más elementales. Cualquier movimiento (levantar un brazo, abrir la boca para hablar, caminar) me repugnaba, me irritaba. Sólo deseaba estar quieto, permanecer inerte, insensible y ausente. No obstante, como eso era imposible, al menos durante el trabajo, hacía un sobreesfuerzo para moverme y pronunciaba sólo las palabras precisas en cada caso, sin añadir ninguna frase gratuita o superflua, evitando o cortando drásticamente cualquier conato de relación humana con compañeros o clientes. Había llegado a un estado en que, más que personas, veía bultos, fantasmas, seres inanimados y marionetas a mi alrededor. El mundo se había convertido en una gran alucinación.
La vida humana se compone esencialmente de costumbres. Costumbres que le dan una coherencia y una estabilidad que no tiene. Por eso, cuando se rompe de pronto una costumbre, todo se desarma, todo se arruina, nada tiene sentido. Hasta que se establece una nueva costumbre. Entonces las cosas se encauzan y parece que todo vuelve a adquirir un cierto orden, pero es el orden relativo, ficticio y convencional de las costumbres.
Un hombre sin costumbres (algo imposible de entender) sería el más imprevisible de los hombres. Ni siquiera podría hablar, ya que las palabras no son sino agrupaciones fonéticas que se perpetúan por la costumbre. Por eso, la inercia, la pereza, el instinto de protección, quizá, le llevan enseguida que ha roto con una costumbre a establecer otra en su lugar que la sustituya.
Un día, dando un paseo al azar por una calle desconocida, entré en un bar, un bar pequeño y corriente, sin ningún atractivo especial, y al día siguiente, sin saber por qué, volví de nuevo allí. No tenía motivos para ir a aquel bar, ya que había muchos otros más cerca y más interesantes. Pero fui sencillamente (ahora lo sé) por establecer una costumbre.
El bar se llamaba Grease, quedaba en una esquina, junto a una parada de taxis, y tenía unas cuatro mesas en el salón y otras seis en la terraza, flanqueada ésta por las colchonetas, los flotadores, las sombrillas, las gafas para bucear y todos esos artilugios de plástico que se venden en las zonas de playa. Los principales clientes del Grease eran, naturalmente, los taxistas, quienes aprovechaban la parada para tomar café, comer algún bocadillo, echar unas monedas en la máquina de azar o comprar tabaco. Mientras tanto, charlaban o bromeaban entre sí y a veces con Tomás, el camarero, un chico andaluz, quien atendía sin ayuda de nadie la cocina, la barra y la terraza. Tomás conocía a todos los taxistas por sus propios nombres y sabía de memoria lo que tomaba cada cual.
Además de los taxistas, iban al Grease, de vez en cuando, algunos turistas extranjeros de los hoteles próximos y más de un bebedor furtivo de esos que se burlan un momento de la mujer para tomarse una copa rápida, mientras ella mira en la tienda de al lado prendas o souvenirs que no piensa comprar. Iban asimismo el portero del edificio (a quien le gustaba más el bar que la portería), dependientes de las tiendas de al lado, camareros, cocineros, guías y recepcionistas de los hoteles. Todos ellos tomaban sus consumiciones lo más rápidamente posible y se marchaban, mientras que yo permanecía allí horas y horas, por la mañana o por la tarde (según mi turno de trabajo), bebiendo sin parar una cerveza tras otra y viendo cómo iban y venían los demás clientes, aunque sin observar nunca sus rostros ni escuchar lo que decían, a pesar de que los oyera hablar.
Con el tiempo he comprobado que casi todos los bares son iguales. Todos tienen sus tipos curiosos, todos tienen sus borrachos y sus personajes entrañables. En todos ellos acaba uno haciendo amigos si los frecuenta unas cuantas veces y los camareros siempre recuerdan qué es lo que tomas y te lo ponen, sin decirte nada, cuando te ven llegar.
Imagino que yo podía haber ido de vez en cuando a tomar algo al Grease, como muchas otras personas, y que nadie se habría fijado en mí, pero al ir todos los días y quedarme allí las tardes o las mañanas enteras, bebiendo solo y en silencio, acabé convirtiéndome en una curiosidad.
Sentado a una mesa del salón o de la terraza (como hacía yo al principio), el cliente permanecía aislado y al margen, pero en la barra inevitablemente se veía implicado en conversaciones y pláticas con el camarero o con las personas que cada día y a la misma hora, según su horario de trabajo, acudían al bar. Así que, al cabo de algún tiempo, cuando comencé a despertar de mi estado letárgico, opté por la barra con la tímida intención de integrarme, de pertenecer al grupo.
Pronto, como había supuesto, entre cerveza y cerveza, comencé a intercambiar algunas frases con Tomás, frases convencionales provocadas por él, ya que le intrigaba mi persona, y luego, de vez en cuando, con cualquier taxista o con los dependientes de las tiendas próximas, los cuales, de tanto verme por allí, comenzaron a considerarme parte del mobiliario del bar. Unos y otros me saludaban o intercambiaban conmigo, mientras Tomás les preparaba el bocadillo o el café, frases o comentarios sobre política, deportes o noticias de actualidad. A veces iniciábamos también algún debate, que continuábamos al día siguiente cuando nos volvíamos a encontrar.
Era muy habitual que alguna de aquellas personas, cuando iba a pagar, incluyese también en la cuenta mi cerveza, por lo que, al día siguiente, si volvíamos a vernos, era yo quien pagaba la suya e incluía de paso, en mi cuenta, la consumición de la persona que acompañaba a la primera, de modo que comprometía a ésta última a saludarme o a invitarme, a su vez, en una ocasión futura. Y así las relaciones improvisadas y las amistades eventuales se sucedían y se multiplicaban de forma geométrica hasta el infinito.
—¿Qué pasa contigo, tío? ¿Dónde te has metido? —me preguntó Tomás, muy efusivo, cuando acudí al Grease después de dos días de ausencia. Por lo visto, aquel chico me había echado de menos o, al parecer, mi presencia se había convertido también para él en una costumbre.
A partir de entonces, cada vez que me dirigía al Grease, contenía el paso y trataba de reprimir una especie de excitación nerviosa, ya que me sabía querido y esperado. Tenía establecidas dos rutas para ir allí y elegía una u otra, según mi estado de ánimo: la Ruta de la Playa o la Ruta del Mercadillo.
La primera bordeaba la playa en cierto tramo y era alegre y colorista. La segunda transcurría principalmente por una calle de reciente creación, con edificios altos (muchos de ellos todavía sin habitar) a un lado de la calzada, y, al otro, el campo abierto, en cuyo horizonte destacaba la silueta, altiva y ceñuda del Puig Campana. Esta otra ruta era más mística y solitaria, excepto los días de mercadillo, y yo la prefería cuando necesitaba meditar.
Ambas rutas, sin embargo, por unas cosas u otras, me fascinaban. Yo conocía como la palma de mi mano cada uno de sus accidentes y peculiaridades urbanísticas. Las recorría sin desviarme jamás por ningún atajo o ruta alternativa, disfrutando de sus diversas perspectivas. Así, por ejemplo, una ruta no me producía la misma emotividad ni me transmitía las mismas vibraciones por la mañana que por la tarde, si iba por una acera o por la otra, en un sentido o en otro, si miraba a derecha o a izquierda, etcétera. Había también unos hitos en los que me detenía y me regodeaba en su contemplación: esquinas, puertas, árboles. Yo amaba el viejo algarrobo que había en el jardín de un hotel, al que imaginaba solitario, en medio del monte, antes de que construyeran el edificio; amaba la fachada desconchada, pintada de rosa, de un restaurante italiano, el cual permanecía cerrado desde hacía mucho tiempo; amaba, en fin, los jardincitos de los chalets, sus sendas, sus setos, sus verjas y también algunos balcones y ventanas. Ya en la playa, esquivaba a los curiosos que se arremolinaban en torno a las esculturas de arena o a los caricaturistas, y avanzaba, sin mirar a nadie, eludiendo simplemente los obstáculos que encontraba a mi paso, aunque feliz por saberme rodeado de gente. Llegaba a un quiosco de helados, torcía por una calle a la derecha, una calle sin tiendas ni bares, cruzaba la avenida del Mediterráneo y me adentraba en la zona de las discotecas (cerradas durante el día, lo que les daba un carácter indefinidamente decadente y romántico), pasaba delante de una tienda de discos, una pizzería, un fast food, la parte trasera de un hotel, donde siempre había gatos husmeando en torno a los contenedores de basura, llegaba a un cruce donde había una parada de taxis y allí enfrente estaba el Grease.
Si tomaba la Ruta del Mercadillo, me gustaba mirar preferentemente el lado del campo. Lo hacía con amor pero también con tristeza, ya que sabía que algún día acabarían construyendo allí edificios. Acariciaba con la mirada los cañizales, las palmeras, los olivos, los restos de un camping abandonado. Todo lo amaba y con todo iba estableciendo lazos sentimentales. Luego llegaba al cine de verano, junto a la explanada donde se montaba el mercadillo los miércoles y los domingos, giraba a la izquierda, pasaba junto a un mini-golf y enseguida me encontraba con calles completamente urbanizadas, con hoteles y edificios de apartamentos, pubs y supermercados, bajaba por una corta avenida y, en un cruce, flanqueado por dos tiendas de souvenirs, estaba el Grease.
Ir al Grease se había convertido para mí en un ritual, más que en una costumbre, un ritual en el que el trayecto era más importante quizá que el destino en sí.
Tino se había ido y yo buscaba desesperadamente a qué aferrarme.
Astrid entró corriendo en el hotel y, antes de que terminara de atender a unos clientes, me dijo:
—¡Tengo noticias!
—Y yo tengo mucho trabajo —dije de mal humor, cuando acabé con mis clientes—. Sinceramente, Astrid, no puedo dedicarme a cotilleos y rumores. Sobre todo, cuando el director está a punto de llegar y yo…
—No son rumores, sino ¡noticias!
—¡Noticias! —remedé y Astrid me lanzó una mirada asesina.
—Por favor —gruñó—, ¿me quieres escuchar?
—Estoy impaciente por oír esas noticias. Desembucha antes de que venga el director. Pero si sólo son rumores…
—Tino está en Benidorm —dijo Astrid en voz baja y mirándome de soslayo para ver mi reacción.
—¿Cómo?
—Lo que has oído: Tino está viviendo en Benidorm. No se ha ido al extranjero, como creíamos. ¡Está aquí, en Benidorm!
Astrid esperaba condescendiente mi reacción, pero yo seguía sin reaccionar.
—¿En Benidorm? —dije al fin.
—Sí. Una amiga mía lo ha visto conduciendo un Peugeot blanco por la avenida del Mediterráneo con la música puesta a todo volumen.
—¿Cuándo?
—Ayer por la tarde.
—Pero ¿estás segura de que tu amiga ésa lo conoce?
—Sí, claro que lo conoce. Lo ha visto conmigo un montón de veces. Ella trabaja en una tienda de la avenida del Mediterráneo y lo vio pasar.
—¿Y está segura de que era él? —insistí.
—Sí, completamente segura.
—Que yo sepa, Tino no tenía carnet de conducir.
—Ya, pero eso no es impedimento para llevar un coche, ¿no te parece?
—O sea, que está en Benidorm… —dije derrumbándome—. ¿Y qué puede hacer él aquí?
—Mira que no decirnos nada a ti o a mí, que éramos sus amigos.
—Tino no es amigo de nadie —dije herido—. Él no es capaz de querer a nadie.
—¡Pero está en Benidorm! —dijo Astrid completamente histérica—. ¿Te das cuenta de lo que eso significa? Significa que tú y yo volveremos a verlo. Cualquier día de estos vendrá aquí o irá a mi casa y…
—Tal vez te interese verlo a ti, pero no a mí —dije enfadado—. Yo no quiero volver a verlo nunca más en mi vida. Y tampoco quiero que me hables más de él, ¿entendido?
—Veo que te ha impresionado la noticia —dijo Astrid con una sonrisa maliciosa.
—¡No quiero que me hables más de él! ¿Está claro?
—Tranquilo, tranquilo. Ya verás cómo vuelve contigo.
—¡No quiero que me hables nunca más de él!
—No te preocupes, no te preocupes.
—¿Entendido?
—Voy a ver si mi amiga le ha visto pasar hoy. Qué noticia, ¿verdad? Te llamaré después. Te mantendré informado.
Astrid se dirigía ya a la puerta cuando grité:
¡Y no tardes, por favor!