No es, pues, extraño que el día en que Tino me dijo que volvía a Cuenca por unos días me sintiese aliviado. Aquellos días sin Tino me vendrían muy bien para recuperarme económicamente, ya que no pensaba gastar nada durante todo ese tiempo, y también para descansar y dormir, pues desde que Tino y yo vivíamos juntos prácticamente no había dormido ni una sola noche completa y tenía los nervios destrozados.
—Llegas justo a tiempo —me dijo Tino, mientras metía prendas apresuradamente dentro de una bolsa—. Ahora mismo iba a escribirte una nota —efectivamente había una hoja de papel blanco sobre la mesa y un bolígrafo, pero todavía no había escrito ni una sola palabra—. Me voy a Cuenca, a casa de mis padres. He llamado esta mañana por teléfono y me han dicho que mi madre está enferma. La han ingresado en un hospital.
—Vaya —dije yo—, cuánto lo siento.
No me atrevía a preguntar por los motivos de la súbita enfermedad, así que callé discretamente.
—Es bastante grave —dijo él—. Se dio un golpe hace tiempo y le ha salido un tumor en la cabeza.
—Lo siento —murmuré.
—Volveré dentro de una semana —dijo Tino, como respondiendo a una pregunta que yo todavía no había formulado.
—Llámame, por favor. ¿Quieres una tarjeta del hotel?
—Tengo una en la cartera.
—Pues llámame cuando llegues —insistí.
Tino seguía sacando prendas del armario y metiéndolas dentro de la bolsa. Ya estaba casi preparado para salir y, no obstante, tenía todavía los bermudas puestos, con los que, al parecer, pensaba viajar. Todo me pareció de pronto muy extraño. Me daba la sensación de haberlo sorprendido en el momento de la huida y de no disponer, por tanto, de una coartada. La explicación de la enfermedad de la madre estaba tan vista que ni siquiera me atreví a dudar, en este caso, de su veracidad.
—¿En qué te vas? —pregunté—. ¿Crees que habrá trenes para Cuenca esta tarde?
—Sí. Me llevan en coche a Valencia. Tengo que irme ahora mismo —dijo evitando mirarme a los ojos—. Me está esperando un colega abajo.
No me atreví a preguntar nada más, pero cuando vi que por fin se iba, sin decirme ni una sola palabra de despedida, me llené de alarma y salí corriendo detrás de él.
—Tino, por favor —dije—. Si te vas porque te has cansado de mí y quieres vivir con otra persona, dímelo.
—¿De qué hablas? Te he dicho que me voy para una semana, ¿no? ¿Qué te pasa ahora?
—Entendería que me dejaras para irte a vivir con otra persona, pero no que me engañaras. Dímelo claramente, por favor. Dime si vas a volver o no. Necesito saberlo, Tino. No soportaría estar esperándote y que no volvieras.
—Claro que voy a volver. Mi madre está enferma en el hospital a punto de morir y aún tengo que soportar que tú me des la lata.
—Está bien. Perdóname —le cogí una mano y traté de apretársela fuertemente, pero él la soltó al momento, sin brusquedad pero con decisión—. Llámame, por favor, para decirme cómo está tu madre.
—Sí. No te preocupes —dijo bajando las escaleras—. Y tampoco hace falta que me acompañes hasta el coche. No soy un niño. Puedo valerme por mí mismo.
—Tino, por favor —le dije cuando llegaba al descansillo.
—¿Qué? —preguntó, volviéndose de mala gana.
—No olvides que te quiero.
Tino me miró irritado y siguió bajando las escaleras. Yo me quedé en el corredor hasta que oí cómo un coche se ponía en marcha, salía del aparcamiento y luego se alejaba al final de la calle.
Más tarde, cuando fui a cambiarme de ropa, vi que Tino no había dejado ni una sola prenda suya en el armario. Se lo había llevado todo, absolutamente todo, incluso camisetas que no se ponía desde hacia meses o prendas de abrigo que no podría usar hasta el próximo invierno. No había dejado ni siquiera un peine, una maquinilla de afeitar o un mechero usado. ¡Hasta la ropa sucia la había metido en una bolsa aparte (como pude comprobar después) y también se la había llevado! Era como si no hubiera querido dejar huellas detrás de sí. Todo eso era muy extraño, ya que Tino me había asegurado insistentemente que pensaba volver.
Por otro lado, Tino ni siquiera me había pedido dinero para el viaje. El poco dinero que yo tenía y todas mis cosas de valor seguían en su sitio. Eso quería decir, obviamente, que la persona que le acompañaba iba a cargar con todos sus gastos. ¿Y qué persona podía hacer eso sino un homosexual?
Pero todas estas cuestiones me las planteé varios días después. De momento, me sentía feliz con la ausencia de Tino, ya que confiaba en su regreso.
Era delicioso desinhibirse de pronto de todas las obligaciones: no tener que cocinar, no tener que ir al supermercado, no tener que lavar ropa, no tener que gastar dinero ni pensar en la forma de conseguirlo. Y qué estupendo dormir por las noches, sin estar pendiente de si Tino había llegado o no, de si se había acostado o si seguía viendo la televisión.
Fue durante la ausencia de Tino cuando descubrí a qué situación denigrante había llegado, a qué estado vejatorio me había visto sometido y cómo mi vida y mi persona habían perdido toda dignidad por culpa de aquella enfermiza pasión que yo sentía todavía irremediablemente por él.
Había supuesto que, la primera noche, cuando fuera a acostarme, echaría de menos a Tino, pero afortunadamente me quedé dormido enseguida y no me desperté hasta la hora de ir a trabajar. La mañana siguiente me mantuve ocupado mentalmente y no pensé en él y, por la tarde, paseé por la playa y leí un rato sentado en una terraza, disfrutando de mi recién recuperada libertad. La segunda noche sólo me di cuenta de lo cansado que estaba y del sueño que aún me quedaba por recuperar.
Tino no estaba, pero la vida seguía siendo hermosa, a pesar de todo. Era estupendo pasear ocioso por las calles, observar a la gente, leer la prensa frente a una taza de té, sentado en una terraza. Y qué gran placer poder respirar, llenar mis pulmones de aire… Pues, aunque se tratase del hecho fisiológico más elemental, nunca, estando Tino a mi lado, yo había sabido o había podido respirar. Por lo que fuera, a su lado, siempre había tragado aire de forma entrecortada, como conteniendo el aliento, sintiendo una especie de opresión en mi pecho. Ahora, sin embargo, me sentía liberado de tal opresión y podía llenar mis pulmones de aire hasta saciarme.
Efectivamente, disfrutaba de la ausencia de Tino. No obstante, al cuarto día eché una mirada casual al armario y, al no hallar como de costumbre sus prendas, experimenté una repentina sensación de vacío que me asustó. Fue una sensación fría y lacerante, que atravesó mi cuerpo en un segundo, una de esas sensaciones contra las que sabes que no podrás luchar, una sensación como la que produciría un tumor ya extirpado, que se cree curado para siempre, pero que resurge de nuevo, en el momento más inesperado, con toda la virulencia y toda la potencialidad de su mal.
Tino me había prometido regresar en una semana y los dos o tres días que faltaban se me hacían ya insoportables. De pronto tuve un estremecimiento. O sea, me dije, que lo echaba de menos. Pero ¿cómo era eso posible, después de soportar tanto egoísmo, tanta tiranía y tanto desprecio? Casi tenía la sensación de no conocerme a mí mismo. ¿Dónde estaban mi orgullo y mi amor propio? Ni siquiera me atrevía a suponer qué habría pensado de mí Fernando.
Hay personas que disfrutan de la vida por sí misma, que gozan de las cosas por sí mismas. Tino era así. Yo, sin embargo, era incapaz de disfrutar de las cosas si no las compartía con alguien, si no las trascendía hacia algo o hacia alguien. ¡Y ese alguien, por las circunstancias, por la fatalidad, por lo que fuera, era y tenía que seguir siendo Tino!
Fue aquel día, al echarle por primera vez en falta, cuando comencé a reflexionar sobre la forma en que se había ido Tino, cuando caí en la cuenta de que el tipo que le había llevado en su coche podía ser un homosexual y cuando comprendí que tal vez Tino se había ido para siempre.
—Se marchó de viaje hace más de una semana —le dije a Astrid la tarde que se presentó en la recepción del Bahía a preguntarme por Tino—. Pensé que lo sabías.
—No, no —dijo con decepción—. Tino no me comentó nada. Hace días que no sé nada de él.
—Su madre se puso enferma y tuvo que marcharse de repente. También a mí me extraña que no me llame, como me había prometido.
—¡Qué raro! —dijo Astrid—. Lo mismo su madre está muy grave o se ha muerto y no se encuentra con ánimos para llamar. ¿Por qué no le llamas tú y te informas? Tienes su número de teléfono, ¿no?
—Sí, bueno, me lo dio cuando estuvo con la gripe, pero…
—Vamos a llamarlo.
—No sé si debería hacerlo.
—¿Por qué? A fin de cuentas, sois amigos, ¿no?
—Sí, pero tal vez a Tino no le guste que le llame.
Efectivamente, Tino me había dado un número de teléfono. «Si te pasa algo alguna vez o te encuentras mal —había argumentado yo, después de insistir varias veces cuando cayó enfermo—, no sabría a quién avisar». «Está bien —dijo él garabateando su nombre y número en un papel—, pero que no se te ocurra llamar si no es por un motivo grave. ¿Me has entendido?».
—¿Y éste no lo es? —preguntó Astrid.
—Sí, pero…
—Vamos. Si no te atreves tú, dame el número y le llamaré yo.
—El caso es que no sé su número de teléfono —dije—. Lo tengo anotado en casa. Además, no sé si a Tino le gustaría que te lo diera. Ya sabes cómo es. No tiene importancia, pero…
—Tonterías —dijo Astrid—. ¿Por qué se va a enfadar? Se alegrará incluso de que le llamemos para informarnos sobre su madre. Mira, ¿sabes lo que voy a hacer? Voy a ir a ese locutorio de Telefónica que hay en la playa, voy a buscar por su apellido en la guía y encontraré yo misma su número de teléfono. Cuenca, ¿verdad? Luego le llamaremos desde aquí y hablarás tú para que no piense que me has dado el número, ¿de acuerdo?
Cuando Astrid regresó del locutorio dijo que no había encontrado ningún Fernán en la guía.
—¿Fernán? Querrás decir Ferraz. El apellido de Tino es Ferraz, no Fernán.
Entonces hicimos ambos un curioso descubrimiento. Los apellidos de Tino, según Astrid, eran Fernán Condés mientras que en el papel que yo tenía en casa Tino había escrito Ferraz Cortés. El segundo apellido no importaba, ya que al ser de la madre no vendría en la guía, pero sí el primero, así que le dije:
—Vuelve de nuevo y busca por Ferraz.
—Estoy segura —insistió Astrid— de que sus apellidos son Fernán Condés. Recuerdo que hicimos un chiste sobre el parecido de su nombre con el de un conquistador y dijo que precisamente él se llamaba así porque era un conquistador.
—No sé. Habrá habido alguna confusión. Ferraz y Fernán son tan parecidos que lo entenderías mal. Además, tu español no es tan bueno como te crees. Ve y mira por Ferraz.
Astrid volvió del locutorio con cinco Ferraz. Además de los números de teléfono, también traía los nombres y números de las calles.
—Sin embargo —dije—, no podemos llamar a los cinco para averiguar cuál de esos es el verdadero, ya que desconocemos el segundo apellido del padre. Olvídalo. Yo tengo el número en casa y le llamaré mañana. Pásate por aquí y te contaré lo que he averiguado.
Intenté mostrarme sereno delante de ella, pero en realidad estaba muy preocupado. Tenía la terrible sospecha de que Tino se había burlado de los dos. Nada más salir del hotel fui corriendo a casa. Quería comprobar lo antes posible si coincidía el número que el propio Tino había anotado con alguno de aquellos que Astrid había extraído de la guía. No coincidía ninguno, por supuesto, y no me extrañó en absoluto. Ya sólo me quedaba la posibilidad de llamar al día siguiente por la mañana para estar seguro de que tanto uno como otros eran falsos. Pasé una noche terrible, sin poder pegar ojo, analizando de nuevo, uno por uno, todos los detalles de la partida de Tino: la manera en que le había visto echar las cosas a la bolsa cuando llegué a casa, la explicación tan poco convincente sobre la enfermedad de su madre, su nada habitual nerviosismo, el papel blanco sobre la mesa, junto al bolígrafo (¿realmente tuvo Tino alguna vez la intención de escribirme algo?), los bermudas que llevaba puestos, tan inapropiados para un largo viaje, el hecho de que se hubiera ido sin pedirme dinero, el misterioso tipo que le esperaba en el coche y, en fin, su decisión de llevárselo todo, absolutamente todo, sin dejar siquiera una simple maquinilla de afeitar usada. Ya no me quedaba la menor duda de que se había marchado para siempre, de que me había abandonado. Sin embargo, no podía entenderlo. No podía entender por qué me había mentido cuando yo le había dado la posibilidad de que me hablara claramente. A decir verdad, sí lo entendía. Para él había sido más cómodo engañarme, dejarme momentáneamente confiado antes que darme explicaciones, explicaciones difíciles de dar para él y difíciles de aceptar para mí. No obstante, era cruel e imperdonable que me hubiera engañado con tanta alevosía, que me hubiera prometido volver cuando no tenía intenciones de hacerlo. Después de todo, pensaba herido y humillado, yo no me merecía un trato así.
Me levanté muy temprano y fui derecho al locutorio de Telefónica. Éste aún estaba cerrado cuando llegué, de modo que di un paseo por los alrededores y busqué un bar abierto donde tomar café.
Era una hermosa mañana de verano. El mar estaba en calma y aún no habían llegado los bañistas. Tan sólo algunos hombres corrían o hacían ejercicios por el paseo. Había neblina y de vez en cuando parecía moverse un poco de brisa fresca, pero uno podía adivinar que iba a ser un día muy caluroso. Yo daba pequeños sorbos a mi café y contemplaba el panorama con desolación. ¿De qué me servía todo aquello sin él?
Regresé al locutorio justo cuando estaban abriendo. Rápidamente cogí la guía de Cuenca y me metí en una cabina. Con dedos temblorosos marqué el número que Tino había anotado personalmente en un papel, el margen de un trozo de periódico. Tanto las letras con las que había escrito su nombre como los números, eran feos y desmañados. Tenían ese estilo torpe y deslavazado, propio de quienes, por falta de práctica, casi han olvidado escribir, si es que lo supieron alguna vez. Me di cuenta de pronto de que Tino era, en realidad, un ser primitivo e inculto, tal vez un analfabeto. Su juventud, su atractivo físico y su glamour, me habían hecho ignorar esa importante faceta de su persona. Y, sin embargo, Tino era un ser bastante vulgar, un ser tosco e insensible. Tal vez, pensé, había logrado confundirme en otro momento, pero ahora y ante estas letras y estos números desmañados, creí reconocer de pronto al verdadero Tino.
Esperé conteniendo la respiración, después de marcar el número, pero nadie contestaba. Todavía tenía una oportunidad, me decía. Todas mis conjeturas podían ser erróneas y yo estar equivocado. Sin embargo, alguien descolgó el teléfono y, antes de que hubiésemos llegado a hablar, ya sabía que no estaba equivocado. Pregunté por Tino y me dijeron que allí no habían ningún Tino, pregunté por Justino, por Justi, Fernán o Ferraz de primer apellido y de segundo Condés o Cortés… Había salido hacía poco de la Legión…
—Se ha equivocado de número —dijo la voz de una mujer, probablemente una anciana.
Dije cuál era el número que había marcado y me confirmó que correspondía con el suyo. Repetí entonces que preguntaba por un tal Tino o Justino, un chico de diecinueve años, Fernán o Ferraz era su primer apellido, y que —de pronto me sentí estúpido— iban a operar o acababan de operar de un tumor en la cabeza a su madre.
—No, no es aquí —dijo la voz de la mujer, una voz que parecía triste y cansada, aunque en cierto modo contenta de hablar conmigo. Debía de estar tan sola, pensé, que seguramente agradecía que alguien, aunque fuese por error, la llamara.
—Perdone —le dije de pronto—, ¿qué ciudad es ésa?
—Albacete —dijo la voz—. ¿No sabe a qué ciudad llama?
—Sí, naturalmente. Yo llamaba a Cuenca. Pero he debido cometer alguna equivocación. Perdóneme. Es temprano. Tal vez la he despertado.
—No tiene importancia —dijo la anciana y yo la imaginé sentada en un confortable sillón, ante un balcón o una ventana—. Llevaba despierta un buen rato. En realidad, casi no puedo dormir, sobre todo en verano. Estaba despierta desde las cinco y media.
—Vaya. Lo siento —dije, sin atreverme a colgar todavía—. Siento mucho, de todas formas, haberla molestado.
—No tiene importancia —repitió la voz.
—Muchas gracias —añadí. Oí una trabajosa respiración y pensé que la mujer debía de ser gorda o inválida o asmática. No quería colgar aún, pero tampoco tenía nada que decir. Supuse que lo mismo le pasaría a ella. Aguardé unos segundos más, durante los cuales continué oyendo la trabajosa respiración, y luego colgué.
Busqué en la guía el prefijo de Albacete y comprobé que, efectivamente, era el mismo que Tino había anotado en el papel, así que volví a marcar el número, pero ahora con el prefijo de Cuenca. Tal vez se había equivocado de prefijo, pensé. Entonces oí una voz grabada diciendo que aquel número no existía. Comprobé que los números de Cuenca empezaban todos por un dos, mientras que el mío empezaba por un seis. Deseché aquel número y me dediqué a buscar en la guía de Cuenca todos los Ferraz, Fernán, Condés, Cortés e incluso Fernández y Ferrandis. Hice diez o doce llamadas preguntando siempre por Tino o Justino, sin conseguir averiguar nada. Después, recordando que el padre de Tino era electricista, busqué un electricista que se llamara Fernán o Ferraz y tampoco encontré ninguno, así que desistí. Finalmente pagué las conferencias y salí al exterior.
La luz intensa del primer sol de la mañana me cegó momentáneamente. Durante unos segundos permanecí quieto, sin moverme, casi sin respirar. Luego abrí los ojos y eché a andar por la arena, sin rumbo, como un ciego en medio de un desierto. Tino me había engañado, Tino me había abandonado, me decía una y otra vez. Tal vez, al venirse conmigo a Benidorm, había abandonado a otro en Cuenca, pero eso no era para mí ningún consuelo. Tino me había engañado, Tino me había abandonado. La gente comenzaba a invadir poco a poco la playa. Dos mujeres gordas ponían sombrillas y extendían hamacas. Una más delgada se cubría las piernas de aceite. Más allá, dos niños jugaban con un balón. ¿Qué hacía yo caminando con zapatos por la arena? Tenía que irme de allí, pero ¿hacia dónde? Al estudio no, claro. Mejor, meterme en un bar y emborracharme. Caminé al borde del agua por la arena mojada, tratando de eludir las olas; luego me senté sobre un patinete y contemplé el mar, no como algo real, sino como una abstracción. Al cabo de un rato reinicié la marcha hacia ningún sitio. ¿Dónde estaría Tino en aquel momento? ¿En qué ciudad? ¿En qué cama? ¿Y qué manos le acariciarían? ¿Y qué idiota homosexual suspiraría y sufriría ahora por él? Tino, Tino… Ni siquiera, a estas alturas, tenía ya la seguridad de que su verdadero nombre fuese Tino.