Tino, por su parte, estaba pendiente de que abrieran una discoteca, donde, por medio de Astrid, le habían garantizado trabajo. Sin embargo, los días pasaban y la discoteca, por lo que fuera, no abría. Mientras tanto, permanecía en casa la mayor parte del tiempo tumbado, viendo la televisión.
Yo, las horas que pasaba en el hotel, sin ver a Tino, las vivía con una gran incertidumbre, temeroso siempre de que se aburriera y se marchara, por lo que, cuando salía del trabajo, me dirigía hacia el estudio corriendo, mirando desde lejos hacia la terraza por si había luz en el interior. Pero Tino podía estar dentro con las luces apagadas o haberse ido dejándolas encendidas, de modo que la angustia y la duda duraban hasta el final, cuando me detenía ante la puerta y trataba de escuchar algún ruido en el interior. Casi siempre se oía la televisión, lo que quería decir que Tino estaba dentro. Entonces, nada más entrar, me lanzaba sobre él, loco de alegría, y le cubría de besos y caricias. Él toleraba tales efusiones sin rechazarme, aunque también sin participar, como esos niños mimados que están habituados a las caricias de su madre y las aceptan del modo más natural.
Pero otras veces Tino no estaba en casa y su ausencia me sumía en una profunda depresión. Temía que no volviera en toda la noche, como solía ocurrir cada vez más a menudo, y yo no paraba de preguntarme dónde estaría y con quién. Imaginaba las cosas más horribles y así pasaba las horas, sin poder dormir, pendiente sólo de los pasos que oía en el corredor o del coche que se detenía en la puerta del edificio y que yo esperaba que fuese un taxi… A veces el coche, efectivamente, era un taxi y Tino venía en él o, si subía la calle andando, el ruido que había oído en el portal al abrirse la puerta y luego los pasos en la escalera también los había producido él, y yo escuchaba emocionado cómo la llave se introducía dentro de la cerradura y se abría la puerta. Pero a lo largo de la noche oía muchos ruidos en la escalera o en el portal (pasos que se acercaban y luego se alejaban, ascensores que se detenían en nuestra planta, puertas que se abrían o se cerraban, taxis que venían y se marchaban) y Tino no llegaba y yo seguía aguardándole en medio de un aterrador silencio, con los ojos abiertos en la oscuridad, al borde casi de la locura.
Tino podía llegar a las tres, a las cinco o a las siete de la mañana, y casi siempre lo hacía alegre y sonriente. Yo simulaba dormir a veces, pero otras, la mayoría, no podía reprimir mi alegría al verle y me acercaba a él, solícito, para quitarle las botas y los pantalones, para hacerle algún masaje u ofrecerle algo de comer. ¿Dónde y con quién iba Tino durante aquellas salidas? Nunca lo pude saber. Él no me daba explicaciones ni yo me atrevía a pedírselas. A veces Tino decía que había estado con Astrid, pero ésa era una excusa demasiado usada y yo ya no le creía.
Una noche llegó a casa bastante drogado o borracho (nunca supe distinguir muy bien un estado de otro, seguramente porque se drogaba y se emborrachaba a la vez), sonriente y con una camiseta nueva, lo que me llenó de sospechas.
—¿Quién te ha regalado esa camiseta? —le pregunté con una osadía poco habitual en mí.
—Eso no es cosa tuya —dijo él, sin borrar aún la sonrisa de sus labios. Se sentía contento y no tenía ganas de discutir. Pero yo sí.
—Por supuesto que es cosa mía —grité. La larga noche en vela y los celos crecientes me habían envalentonado—. ¡Tú ya eres cosa mía!
—No te pases. Yo no soy tuyo ni de nadie.
—¿Quién te ha regalado esa camiseta? —insistí. No era una vulgar camiseta de esas que dan en tantos sitios de regalo, sino de una marca conocida y de buen género. Podía haber costado cinco o seis mil pesetas.
—Me la he comprado yo. ¿Qué pasa? —dijo tambaleándose.
—¡Ah!, ¿sí? ¿Y con qué dinero?
Hice cuentas en voz alta de lo que podía haber gastado aquella tarde: la camiseta, cinco o seis mil; el taxi, mil; la cena, ya que no tenía hambre y, por lo tanto, había comido en algún sitio, como mínimo, mil; el hachís que había dejado sobre la mesa, como era un buen trozo, cuatro o cinco mil; las bebidas en las discotecas, otras tres o cuatro. En total, más de quince mil pesetas. Sí sólo se había llevado dos mil de casa, ¿de dónde había sacado lo demás? E insinué que seguramente se lo había dado algún tío por acostarse con él. Aquello era más de lo que Tino podía oír, pero los celos me cegaban y a mí ya no me importaba nada.
—¿Qué has dicho? —me preguntó, acercándose tanto que me echó el aliento a alcohol sobre la cara.
Estuve a punto de decir: «Nada», pero recordé de pronto que era valiente y dije:
—Lo que has oído.
Tino se quedó sorprendido, sin saber todavía cómo reaccionar ante mi atrevimiento. Se apartó un poco y me miró de arriba abajo, como calibrando mi peso.
—Cualquier día de estos —dijo— te tiro por esa terraza.
—¡Ah!, ¿sí? —bromeé—. Eso no sería muy amable por tu parte, después de lo que he hecho por ti.
—¡Maricón de mierda! —le oí murmurar, entre dientes, mientras se dirigía al cuarto de baño. No era la primera vez que Tino me insultaba y yo casi me estaba acostumbrando a ello.
—Tú estás un poco loco —dije, por decir algo. Sin embargo, Tino tenía todo el aspecto de un loco, así que decidí no seguir provocándole.
—No estoy un poco loco —dijo él regresando por el pasillo y mirándome a los ojos con una extraña sonrisa—. Estoy bastante loco. Y ya puedes ir teniendo cuidado conmigo.
A partir de entonces Tino y yo teníamos escenas de ese tipo muy a menudo, lo que no era óbice para que yo hiciera abstracción de todo ello y le quisiera igual o más que antes o que ambos mantuviéramos relaciones sexuales cada vez más tempestuosas, incluso inmediatamente después de una pelea.
Son paradójicas las cosas del amor. Cuanto más quería yo a Tino, menos me respetaba él. Cada día Tino se mostraba más desaprensivo conmigo, más exigente, más grosero, más intolerante; mientras que yo, por el contrario, cada día le quería más, le adoraba más, le necesitaba más.
No obstante, yo confiaba en las posibilidades de Tino. Con el tiempo, conseguiría cambiarle, me decía, conseguiría que me tomara cariño. Era imposible que no ocurriera tal cosa si yo sabía tratarle con tacto y delicadeza. Me culpaba a mí mismo de aquellas broncas, ya que Tino jamás se enfadaba si yo no le provocaba. El problema de Tino era su excesiva ociosidad, me decía, pero con el tiempo, cuando trabajara, todo se normalizaría entre nosotros. Ambos llegaríamos cansados a casa, dormiríamos más y, dado que no nos veríamos tan a menudo, apreciaríamos más la presencia del otro y no tendríamos tantas oportunidades para discutir y pelear.
Una mañana, nada más levantarme, descubrí que estaba en la ruina, que lo había gastado todo, absolutamente todo. Del modo más irreflexivo, había estado derrochando dinero hasta la noche anterior, creyendo (aunque sin saber cómo) que éste continuaría manando de algún sitio, y ahora ni siquiera me quedaban unas monedas para comprar una barra de pan. El hecho me parecía tan irreal y tan absurdo que durante un par de horas me negué incluso a creerlo. Sin embargo, no tuve más remedio que aceptar algo tan obvio.
Bruscamente, brutalmente, desperté de mi sueño: sin dinero, Tino se esfumaría y me dejaría abandonado. De eso no tenía ninguna duda.
¿Qué podía hacer? ¿Cómo conseguir dinero? Una semana antes le había escrito a mi hermana Carmen una carta en la que le hacía algunas tímidas insinuaciones sobre mi situación económica y ahora esperaba al cartero con un giro urgente, pero la mañana avanzaba y el cartero no venía. Casualmente era mi día libre y, como de costumbre, tendríamos que salir a comer o a beber y yo no paraba de preguntarme cómo iba a pagar tales dispendios. Ni siquiera me quedaba para el tabaco de Tino, pensé horrorizado. Además, teníamos la nevera vacía, de modo que tampoco podríamos comer en casa. Tino, por su parte, dormía a pierna suelta, feliz y tranquilo, confiado en la supuesta seguridad que yo le ofrecía.
Eran aproximadamente las dos de la tarde y yo comenzaba a sospechar que el préstamo de mi hermana no llegaría. Tal vez ella no había recibido aún mi carta o, si la había recibido, no habría captado el mensaje de SOS que yo le había lanzado entre líneas.
Después de darle mil vueltas al asunto, comprendí que no tenía más remedio que ir al hotel a pedir un anticipo. No me gustaba la idea, pero tampoco podía elegir.
—¿Tú por aquí? —dijo García nada más verme—. ¿No era hoy tu día libre?
—Sí —dije yo esquivando su mirada.
Había estado merodeando durante un buen rato en torno al hotel, sin atreverme a entrar, y ahora no sabía sencillamente qué decir. Casi estuve a punto de salir corriendo, sin dar explicaciones. Era la hora del almuerzo y el hotel estaba tranquilo. García dibujaba detrás del mostrador una de sus absurdas escenas decimonónicas, algo que parecía un personajillo de Alicia en el País de las Maravillas. Siempre que se acercaba alguien, García escondía disimuladamente sus dibujos entre unos falsos listados de ordenador, pero ahora, al verme a mí, no se había molestado en esconderlos y seguía dibujando.
—¿Está Díaz? —pregunté.
—No. Se acaba de ir a comer.
¡Claro, tenía que haberlo supuesto!, pensé ya sin esperanzas. Instintivamente retrocedí hacia la puerta. Me sentía derrotado.
—No vendrá hasta la tarde —añadió García y yo le agradecí profundamente que no me mirara a la cara—. ¿Quieres algo?
—No sé —dije sonrojándome—. Bueno… la verdad es que… venía a pedirle un anticipo.
—¿Un anticipo? —García se sacó del bolsillo un billete de cinco mil pesetas y me lo puso en la mano—. ¿Si te puedes arreglar con esto?
—¡Naturalmente! —dije, atrapando el billete con mayor avidez de la que hubiera deseado—. ¡Muchas gracias! Pero no podré devolvértelo hasta primeros del mes que viene. Aunque, quizás, si recibo un giro…
García hizo un gesto con la mano rechazando mis explicaciones y siguió dibujando. ¿Era eso un conejo-hombre?
—¡Gracias! —repetí.
Ya en la calle, respiré a pleno pulmón la brisa del mar con una dulcísima sensación de alivio. El dinero me había devuelto de pronto la seguridad en mí mismo, la autoestima y la libertad.
¡Pero qué poco dinero y qué poco tiempo duraría! Al día siguiente, por la mañana, me encontraba exactamente en la misma situación. El préstamo de mi hermana seguía sin llegar, de las cinco mil que me había dado García sólo me quedaban setecientas pesetas (afortunadamente, Tino no había querido salir el día anterior y sólo habíamos gastado en comida, películas y tabaco) y yo hacía mil cábalas para conseguir que alguien me prestara unas cincuenta mil para acabar el mes, ya que necesitábamos, como mínimo, cinco mil por día. Decidí pedir al director del hotel un anticipo de unas diez mil pesetas, con las que intentaría aguantar dos o tres días hasta que llegara el giro de mi hermana. Sólo confiaba en que Tino no quisiera salir aquella tarde para que pudiéramos arreglarnos con las setecientas pesetas. Pero eso era demasiado pedir. Tino, por supuesto, quería salir aquella tarde. Me puse a cavilar y, por más vueltas que le di al asunto, no conseguí encontrarle ninguna solución. Desesperado, comencé a buscar monedas en los bolsillos de todas mis prendas, en los cajones, en los estantes y, milagrosamente, logré reunir unas trescientas pesetas en calderilla ¡que, con las setecientas que ya tenía en monedas de cien, sumaban, en total, unas mil pesetas! Aquello podía servirle a Tino hasta que el director me diera el anticipo, pensé. Ya me dirigía furtivamente hacia la puerta, ante el temor de que Tino pudiera ver el montón de monedas que le había dejado en el sitio habitual, cuando le oí decir:
—Eh, déjame hoy un poco más, que he quedado con Astrid para cenar.
«¡Un poco más!». ¡O sea, que si normalmente le dejaba dos o tres mil pesetas, hoy querría cinco, como mínimo! Supe entonces, sin lugar a dudas, que había llegado el momento de la verdad. Pasé al interior, cogí la calderilla (había bastantes duros y pesetas de todos los tipos y tamaños), me acerqué a Tino y se la puse en la mano, mientras le decía humildemente, sin reconocer mi propia voz:
—Es todo lo que tengo, absolutamente todo. No me queda nada más.
Quise, con aquel gesto patético, conmoverle humanamente, expresar acaso mi más sencilla y sincera generosidad, ya que se lo daba todo, absolutamente todo, y yo mismo me quedaba sin nada. Pero, evidentemente, Tino no estaba para gestos patéticos. Más bien, debió considerar mi actitud como una afrenta. Al ver aquel montón de monedas en su mano, en lugar de los acostumbrados billetes, me miró con estupor e incredulidad.
—¿Qué? —exclamó.
—Setecientas pesetas y algo más en calderilla —dije yo, agachando la cabeza—. Es todo lo que tengo.
—¿Qué?
Sin duda, Tino se negaba a creer lo que oía. Así que se lo repetí. Entonces se incorporó e hizo algo absolutamente bello: dejó caer las monedas al suelo y se sacudió las manos con un gesto de asco, un gesto tan aristocrático de asco que no tuve más remedio que admirar.
—¡Setecientas pesetas! —gritó, escandalizado—. ¡Setecientas pesetas!
—Setecientas pesetas en monedas de cien —dije yo con ingenuidad—, pero en total habrá unas mil pesetas.
—¿Y quieres que salga yo con eso? —preguntó—. Eh, dime, ¿quieres que salga yo con eso?
—Lo siento —dije un tanto avergonzado. No había estado bien ponerle aquellas monedas en la mano, me decía, no había estado nada bien. No todos somos iguales. Cada persona tiene su dignidad y Tino merecía cierta consideración, cierto respeto. A un ser como él no estaba bien ponerle calderilla en la mano. Ni siquiera estaba bien pedirle solidaridad y respeto. Él se hallaba por encima de todo eso. Reconozco que si Tino hubiese aceptado la calderilla, si Tino hubiese entendido mi situación económica, yo le habría despreciado—. Te daría más si pudiera —dije, sin saber cómo disculparme—. Nunca te he negado nada, pero en este momento no tengo más. Esperaba que hoy me mandaran algo de Madrid, pero no ha llegado y hasta que no vea al director esta tarde…
—De acuerdo —dijo Tino con resolución—. Me pasaré por el hotel esta tarde. ¡Y ya puedes tenerme preparados, cuando llegue, cinco talegos!
«Está bien —estuve a punto de decirle—. Pásate por allí y te los daré. Te daré todo lo que tengo y un poco más. Exígeme, chantajéame, arruíname, pero no pierdas nunca tu elegancia aristocrática ni tu dignidad; no dejes nunca, amor mío, que este vil y vulgar comprador de amor vuelva a ensuciar tus manos con un montón de monedas».
A partir de aquel día, Tino, siempre que quería más dinero y no lo hallaba en casa, iba a pedírmelo al hotel, donde yo lo cogía prestado de la caja y se lo daba. Para mí era un honor recibir sus visitas, un honor satisfacer su eventual necesidad de dinero, un honor rozar su mano al entregárselo y un honor saberme utilizado por él.
Querer a una persona amable, sencilla, solidaria y comprensiva es algo prosaico, vulgar y fácil, algo que carece de todo mérito. Querer, sin embargo, a una persona injusta, desaprensiva y egoísta puede ser una especie de arte. Es algo, en todo caso, digno de admiración y respeto. Cristo, cuya principal ley era la del amor, debió entenderlo así, ya que sólo quiso a los pecadores. Los buenos no le interesaban en absoluto. Jamás se ocupó de ellos. Y es que nadie quiere a las personas buenas. Las personas buenas ni siquiera son queridas por las personas buenas.
De igual modo que los animales o las plantas se adaptan y se aclimatan a las condiciones del terreno, así mi amor por Tino se fue adaptando y aclimatando a las nuevas condiciones de nuestra relación. Si antes lo quería por su hedonismo, su sensualidad y su alegre manera de ser, ahora lo quería por su despotismo, su tiranía, su narcisismo y, en general, por todos sus defectos. Nada podía hacerme desistir de su amor. Yo lo quería inevitablemente y estaba dispuesto a seguir queriéndolo con todas sus consecuencias.
El préstamo de mi hermana Carmen llegó en un giro urgente un día después, pero sólo era de veinticinco mil pesetas, con lo que pudimos aguantar una semana. Mi hermana pensaba que con aquellas veinticinco mil tendría suficiente para acabar el mes. Y me hubiera sobrado, naturalmente, de haber vivido solo. Pero ella ignoraba que yo tenía un compañero de lujo que se llamaba Tino. Así que dos días antes de acabar el mes me hallaba de nuevo en la misma situación. Para colmo, alguien me dijo que en el Bahía casi nunca se cobraba puntualmente. Aquel mes, por otro lado, el treinta y uno caía en viernes y las nóminas no vendrían hasta el lunes o el martes siguiente. De modo que faltaban unos cinco o seis días hasta que pudiera cobrar. Por suerte, García repartió el viernes las comisiones y a mí me correspondieron doce mil pesetas, con las que pudimos pasar Tino y yo el fin de semana. Pero el lunes otra vez estábamos sin dinero. Fue entonces cuando se me ocurrió sacar cinco mil del fondo de la caja y dejar en su lugar una nota firmada. Con el tiempo esta práctica acabaría convirtiéndose en algo habitual.
Fueron unos días de tremendos desasosiegos. Cuando, por fin, cobré la nómina y me descontaron el anticipo, entregué las cinco mil a García y restituí lo que le debía a la caja, hice cálculos y llegué a la conclusión de que, después de pagar el alquiler y la luz, apenas nos quedaría para sobrevivir una semana. Al cabo de ese tiempo no tuve más remedio que recurrir, por teléfono, a mi hermano Alberto (rogándole que, por favor, no informara de ello a mi hermana), quien me envió cincuenta mil pesetas, y luego a mi hermana (rogándole que, por favor, no informara de ello a mi hermano), la cual me envió otras veinticinco mil. Aún así, todo ello no fue suficiente para acabar el mes, de modo que tuve que pedir un anticipo al director y, cuando lo gasté, comencé a sacar dinero del fondo de la caja, poniendo en su lugar notas firmadas.
Mi vida se convirtió de pronto en un infierno. Pero estaba tan obsesionado con la idea de conservar a Tino a mi lado, que no me daba cuenta de lo absurdo de mi situación. Sólo vivía pendiente del dinero: cómo conseguirlo, cómo lograr que durara, a pesar de que Tino siguiera derrochándolo a manos llenas, cosa que yo jamás cuestionaba.
Comencé por suprimir todos mis gastos. Nada para mí y todo para él, era mi lema. Evitaba comer en casa, ya que con la comida que me daban en el hotel tenía suficiente, evitaba tomar cualquier consumición si salíamos juntos Tino y yo o, si acaso, pedía lo más barato, apuraba las maquinillas de afeitar hasta que no cortaban, iba andando, en lugar de tomar el autobús, cuando, por alguna circunstancia, debía trasladarme al centro, incluso dejé de comprar El País, una de mis costumbres más inveteradas, y leía los periódicos que tiraban en el hotel. Todo eso en cuanto a las cosas más o menos necesarias, ya que las superfluas las hice desaparecer de mi vida por completo. Nunca anteriormente en mi vida había tenido que hacer tantos cálculos domésticos, nunca en realidad había pensado en cosas tan estrictamente materiales y, sin embargo, mi mente ahora sólo se ocupaba de eso. Antes de ir a trabajar tenía que dejar a Tino comida preparada, tenía que cerciorarme de que había suficientes bebidas en la nevera e ir al supermercado a por lo que faltara. Yo nunca hacía nada para satisfacerme a mí mismo. Todo lo que hacía tenía la única finalidad de satisfacer a Tino. Ni siquiera disfrutaba del momento presente, ya que siempre estaba pensando en lo que debía comprar mañana, en lo que debía cocinar mañana, en el dinero que me faltaría mañana. La solución más lógica y racional: restringir los gastos de Tino, exigirle al menos un poco de moderación, no era algo que yo me planteara en absoluto. Tino era un lujo del que yo no podía prescindir. Me costaba aceptar que algo tan vulgar como el dinero pudiera echar a perder mi felicidad (¡mi felicidad!), de modo que lo único que podía hacer entonces era seguir buscando dinero. Pero ¿dónde?, ¿cómo?, ¿hasta cuándo? Ésas eran las terribles preguntas para las que, de momento, no encontraba ninguna respuesta.