CAPÍTULO SEGUNDO

I

Efectivamente, Tino era y había sido un drogadicto, un cocainómano. Como supe más tarde, estaba precisamente en período de desintoxicación cuando le conocí. Durante un mes había permanecido ingresado en un centro de rehabilitación que su padre le había pagado y del que acababa de salir pocos días antes de conocerle. Él creía estar totalmente recuperado, pero no era verdad. Intentó conformarse al principio con el tabaco y la bebida, luego con el hachís. La cocaína, según él, sólo la probaba de vez en cuando. Como todos los drogadictos, negaba depender de la droga y decía tenerla controlada.

La cuestión ahora, para mí, era si yo debía seguir viviendo con Tino. Pero no me planteé tal cuestión en absoluto. No es lo mismo hablar de drogadictos, sentir rechazo por ellos en general, sin conocerlos, que descubrir de pronto que el chico que vive en tu casa esnifa de vez en cuando una raya de cocaína. Está el factor humano, que no puedes soslayar. Piensas, además, que la cocaína no es la heroína, que quizá es verdad que sólo esnifa de vez en cuando, como hace tanta gente, que tiene el vicio controlado, que él es distinto…

II

Cada vez más frecuentemente Tino me pedía dinero para comprar cocaína, aunque dijera que era para invitar a Astrid o para cualquier otra cosa, y yo no veía la forma de negárselo, ya que, si no se lo daba, me chantajeaba psicológicamente. Desaparecía de casa durante horas y yo no paraba de preguntarme, mientras tanto, dónde estaría en aquel momento, si no habría conocido a algún tipo y se habría acostado con él por dinero, como un vulgar prostituto, para poder comprarse la cocaína, si no habría conocido a alguien con más dinero y menos escrúpulos que yo dispuesto a pagárselo todo con tal de llevárselo a su casa.

Tino tenía, además, ese don maravilloso de los que saben seducir, de los que saben conseguir lo que quieren con un gesto o con una mirada, un don que sólo tiene una persona entre un millón. Al mirarle a los ojos no podías negarte. Le dabas con gusto cualquier cosa, firmabas incluso tu sentencia de muerte, si él te lo pedía. «Arruíname, pero no me abandones —le decía yo con la mirada cuando le entregaba el dinero solicitado y un poco más—. Drógate, destruye tu vida, si eso es lo que quieres; pero, por favor, destrúyeme a mí también contigo».

III

Cuando quise darme cuenta, había gastado prácticamente todo mi dinero y nuestra situación se había hecho apremiante. Tanto Tino como yo seguíamos sin trabajo, por lo que carecíamos de ingresos. Sin embargo, nuestros gastos se multiplicaban cada día y yo no me atrevía a explicarle a Tino la realidad de la situación para que empezáramos a economizar. Necesitaba encontrar un trabajo urgentemente, pero nadie, obviamente, iba a ir a mi casa a ofrecérmelo. Tenía que salir yo a buscarlo y encontrarlo como fuera, a pesar de la crisis económica y de todo lo demás. Pero buscar trabajo de puerta en puerta, como hice yo entonces, no es algo muy agradable. ¡Cuántas veces me quedé paralizado ante un hotel, sin atreverme a entrar! ¡Y cuántas veces, ya dentro, salí corriendo al ver que algún empleado me miraba! Sin embargo, contra todo eso tuve que luchar. Tuve que flagelarme y castigarme hasta vencer mi orgullo y mi cobardía. Tuve que convencerme de que todo dependía de mí, de mi capacidad de esfuerzo y de lucha. Me dije que, aunque sólo hubiera un empleo en la ciudad, ese empleo podía ser mío si yo me proponía conseguirlo. Así que perdí el miedo, perdí la timidez, perdí la pereza, y un día descubrí que habitaba dentro de mí un tipo extrañamente osado y valiente, un cínico que se reía de las adversidades. Fue un descubrimiento que me dejó confuso y fascinado, como le ocurriría a quien descubre de pronto que es vidente o que tiene poderes ultra sensoriales. Aquel tipejo frágil y timorato que yo había sido hasta entonces era en realidad un caradura de cuidado, una persona imprevisible, alguien en algunos momentos incluso peligroso. Desde entonces siempre he pensado que nadie es realmente quien se cree ser. Todo el mundo tiene una segunda naturaleza que se revela en circunstancias oportunas, cuando menos lo espera, y así, el tipo tradicionalmente valiente, ése que se muestra ostentosamente valiente, puede ser en realidad un cobarde, lo mismo que el débil puede ser fuerte y el que consideramos listo, un estúpido.

Cada día elegía una avenida o una calle. Empezaba por una acera y regresaba por la otra. Preguntaba de bar en bar, de hotel en hotel, de restaurante en restaurante. Me ofrecía como administrativo, como contable, como recepcionista, pero también como camarero o como vigilante nocturno. Visité todas las gestorías, las compañías de seguros, los bufetes de abogados, las agencias de viajes y las inmobiliarias. En muchos sitios dejé currículos, en otros sólo mi nombre y mi dirección, pero nadie me llamaba. Muchos días iba a la oficina de empleo o buscaba anuncios en los periódicos. De vez en cuando, surgía algún trabajo, pero ya se lo habían dado a otra persona o simplemente me rechazaban con buenas palabras. Deduje que, por algún motivo, yo no ofrecía la imagen del hombre trabajador. Pero no desesperé. Cambié de imagen. Sabía que, tarde o temprano, acabaría encontrando un trabajo a mi medida, un trabajo incluso bien remunerado, pues no pensaba conformarme con poco.

Adopté la costumbre, después de recibir la correspondiente respuesta negativa, de preguntar si sabían de algún otro sitio donde necesitaran a alguien, y aquél sistema no tardó en dar sus frutos, ya que fue así como me enteré de que en una clínica privada necesitaban un recepcionista con conocimientos de dos lenguas europeas, además del español. La clínica, un pequeño edificio blanco con aspecto de hotel, se hallaba situada a las afueras de la ciudad, junto a una carretera poco transitada, entre olivos y naranjos. Un lugar donde cualquier enfermo, por muy grave que estuviera, no tendría más remedio que sanar, pensé yo.

Me recibió una chica alemana muy amable, quien, después de mantener una breve entrevista conmigo, me hizo rellenar una solicitud. Había otros candidatos, pero yo tenía, al parecer, más posibilidades, dado que hablaba dos lenguas extranjeras, mientras que mis oponentes sólo hablaban una, me dijo. Ella hubiera preferido que yo hablara alemán u holandés, en vez de francés, ya que aquellos idiomas eran los más hablados en la clínica, pero como ella hablaba alemán, suponía que ambos nos podríamos arreglar. El trabajo consistía en atender a los enfermos que llegaban a urgencias, casi siempre con pequeñas heridas, con insolaciones y cosas así, e informarles, «con la mayor delicadeza posible», de que aquélla era una clínica privada, ajena por completo a la Seguridad Social. Eso era muy importante, ya que muchos pacientes, sobre todo españoles, habían sido ingresados allí creyendo que se trataba de un centro de la Seguridad Social y luego habían surgido dificultades a la hora de cobrar. En cuanto a los extranjeros, sólo tenía que averiguar a qué compañía de seguros estaban suscritos y si ésta tenía establecido algún tipo de convenio con el centro. Por supuesto, no podía negarse a nadie los primeros auxilios y, naturalmente, a los enfermos los atendía el médico, no el recepcionista. Sin embargo, era importante informar adecuadamente a los enfermos o a sus acompañantes de las condiciones económicas de la clínica. Como no tenía teléfono, las chica alemana me pidió que la llamara un par de días después para darme su respuesta.

—Hoy es viernes —me dijo cuando la llamé—, de modo que puede empezar el lunes. Le espero aquí a las ocho de la mañana.

—Allí estaré —dije, incapaz de creer todavía lo que oía—. ¡Y muchas gracias!

No pude evitar dar un salto de alegría. ¡Ya tenía trabajo! ¡Por fin lo había conseguido!

IV

Sin embargo, comprendí desde el primer momento que aquel trabajo no era para mí. Sencillamente yo no me sentía preparado para desempeñarlo. No me sentía preparado para estar entre enfermos, para atender a personas que llegaban con la cabeza o las manos manchadas de sangre. No me sentía preparado tampoco para hablar de «condiciones económicas» a personas que estaban al borde de la muerte con una hemorragia o con un infarto.

Aquel primer día, cuando volví del hospital, Tino había salido de casa y no regresó en toda la noche, por lo que no pude dormir, y al día siguiente estaba de mal humor y me sentía incapaz de hablar en ningún idioma inteligible. En la clínica, por la circunstancia que fuera, la chica alemana había desaparecido y yo me veía en la obligación de hablar holandés o alemán (sin conocer tales idiomas), a enfermos que no hablaban español, inglés ni francés. Y ni siquiera (descubrí alarmado) mi inglés o mi francés eran lo suficientemente buenos, ya que en un par de ocasiones no entendí algo que me habían dicho sobre fármacos o tratamientos médicos.

Encontré huellas de Tino en el estudio cuando regresé por la tarde (un plato con restos de comida, prendas sobre el sillón y una toalla mojada), pero tampoco se presentó aquella noche y yo no pude dormir, así que a la mañana siguiente llamé a la clínica y dije que no contaran más conmigo.

Tino reapareció sobre las diez de la mañana y se acostó sin darme explicaciones. Yo también me acosté y traté de dormir, pero no pude conseguirlo. Casi todo el tiempo lo pasé sentado a su lado, contemplándole. Había sufrido tanto durante su ausencia, le había echado tanto de menos, que necesitaba convencerme de que realmente estaba allí. Cuando por fin Tino se despertó, se extrañó mucho de verme en casa y me preguntó por qué no estaba trabajando. Yo le expliqué todas mis razones, incluida la de su ausencia, y le regañé cariñosamente por no haberme dejado una nota anunciándome que no iba a volver en toda la noche. Tino dijo que había estado en casa de Astrid, aprovechando la circunstancia de que sus padres se habían ido de viaje y la habían dejado sola. Me advirtió que tenía que ir acostumbrándome a aquellas salidas, ya que él no era como yo y necesitaba compañía femenina. También me recordó que él era muy independiente y que no le gustaba que le controlara tanto. A pesar de todo, le rogué que la próxima vez me avisara para poder dormir tranquilo, y así quedó la cosa, sin que él, no obstante, me prometiera nada.

Deduje, por la forma en que se acomodaba en el sofá, que aquel día ya no pensaba salir de casa, así que preparé comida para los dos y luego me senté a su lado, dispuesto a pasar una tarde agradable en su compañía. ¡Y realmente hubiera sido una tarde agradable, de no haber llegado Astrid, justo en el momento en que yo empezaba con las caricias!

A la mañana siguiente reinicié la tarea sistemática de buscar trabajo. Tenía la sensación de haber jugado un tanto frívolamente con mi destino al abandonar la clínica. ¿Cuándo volvería a encontrar otra oportunidad así?, me preguntaba. Casi estaba arrepentido de haber dado un paso tan drástico, ahora que Tino había vuelto a casa. Pero me dije a mí mismo que si había abandonado aquel trabajo era porque realmente no me convenía.

Naturalmente, no encontré nada durante muchos días y mi situación era ya desesperada. Pero, obsesionado con la idea de conservar a Tino, en lugar de economizar, gastaba todavía más dinero del habitual, comprándole regalos totalmente superfluos. Ya estudiaba la posibilidad de pedir un préstamo a alguno de mis hermanos, cuando una mañana, después de preguntar al jefe de recepción de un hotel si necesitaba un recepcionista y recibir la acostumbrada respuesta negativa, volví a insistir si sabía de algún otro sitio donde necesitarán a alguien.

—Sí —dijo, después de reflexionar durante unos segundos—. En el hotel Bahía necesitan un buen recepcionista.

Obviamente, yo no era un buen recepcionista. Ni siquiera era recepcionista. Pero pensé que no perdía nada intentándolo, así que me dirigí enseguida hacia allí. El hotel Bahía casualmente quedaba muy cerca del estudio. Estaba situado en una calle tranquila, próxima al mar, tenía tres estrellas y ocupaba un edificio alto y delgado de estilo funcional.

Nada más entrar en el hall tuve vibraciones positivas. El jefe de recepción, un hombre pequeño de unos cuarenta años, me hizo esperar unos minutos hasta que fui recibido por el señor Díaz, el director. Éste resultó ser un chico de unos veinticinco años. Recuerdo que pensé nada más verle: «Algo positivo debe de estar ocurriendo en este país cuando las empresas las dirige gente tan joven». Luego me dije a mí mismo que si aquel chico había conseguido subir tan alto, probablemente me daría una oportunidad. Decidí hablarle claramente y sin ambages. Después de contarle mi breve currículum, añadí:

—No soy recepcionista, nunca he trabajado en un hotel, no tengo apenas experiencia laboral, pero sé que podría desenvolverme como cualquiera en una o dos semanas. Sólo tiene que darme una oportunidad y se lo demostraré.

Aquel jovenzuelo arrogante, llamado señor Díaz, no pudo disimular su asombro por mi osadía. Creo que su primer impulso fue el de abrir la puerta y echarme a la calle. Pero un instante después pareció recapacitar.

—Ya veo —dijo con el semblante muy serio— que se siente orgulloso de su falta de experiencia. Valoro la sinceridad. Pero, como verá, estamos ya en plena temporada y no podemos dedicarnos a enseñarle durante dos semanas. Yo necesito un buen recepcionista. Este es un hotel de tres estrellas y queremos gente competente, con experiencia. ¿Cómo es que ha venido hasta aquí? ¿Quién le ha enviado?

—Pregunté en un hotel —recordaba el nombre, pero no quise decirlo; en realidad, como supe más tarde, pertenecía a la misma cadena— y ellos me mandaron, pero ignoraban que careciera de experiencia. La culpa sólo es mía.

—¿Qué idiomas dice que habla?

—Francés e inglés. Los aprendí de pequeño en colegios bilingües… Después de todo —insistí detectando una cierta debilidad—, he trabajado en algo parecido; quiero decir en contabilidad y administración, aunque sin tratar directamente con la gente, pero eso no me asusta tampoco. ¿Digamos una semana? Le prometo que sabré defenderme en una semana.

—¡Usted lo ve muy fácil! —exclamó—. ¡Hay gente que no ha aprendido esta profesión en un año!

—De acuerdo —dije—, pero convendrá conmigo en que cualquier recepcionista que coja, aunque tenga experiencia, siempre habrá trabajado en su anterior hotel de una forma distinta y, en cierto modo, al entrar aquí, será como si no supiera nada. Ocurre siempre que uno cambia de empleo o de empresa.

—Mire, hay gente aquí que lleva sin tomarse un día libre más de un mes, así que tendrá que arreglárselas para defenderse en un par de días. Si no es así…

—¿Me da, entonces, el empleo? —pregunté, incapaz de controlar ya mi euforia—. ¡Le prometo que no se arrepentirá!

—Eso ya lo veremos —dijo él con su habitual dureza—. El horario, de momento, será de cuatro a doce, pero para aprender tendrá que venir cada día una hora antes.

—Vendré dos horas antes.

—Muy bien. Veremos si aprende tan rápido como dice.

—¡Le garantizo —dije estrechando su mano— que no se arrepentirá!

V

Y así fue cómo entré a trabajar en el hotel Bahía.

¡Era tan distinto aquello de la gestoría! ¡Todo allí era tan dinámico y alegre! ¡Había tantas cosas diferentes que atender, tanta gente con la que hablar, tantos pequeños asuntos que resolver!

Aunque parecía tranquilo, aquel hotel, como todos los hoteles, tenía una vida interna muy activa, de modo que, aparte de las obligaciones habituales, siempre surgían imprevistos y en cualquier momento había que enfrentarse a retos diferentes, lo que evitaba, al menos, que el trabajo fuese aburrido.

Aparte del trato un tanto rutinario con los clientes, aparte de dar llaves y cosas así, un recepcionista tiene también una relación muy estrecha con diversas personas, como la gobernanta, quien dirige la sección de limpieza y debe dar su visto bueno a las habitaciones antes de ser ocupadas; el encargado de los servicios técnicos, a quien hay que avisar urgentemente para que corte un escape de agua, saque a alguien de un ascensor, abra una puerta cuya cerradura se ha quedado bloqueada o simplemente ponga una bombilla en un cuarto de baño. Están el jefe de cocina, a quien se le pasa, con la suficiente antelación, la relación de clientes previstos para el desayuno, el almuerzo y la cena o se le informa de las posibles anulaciones o entradas imprevistas que modifiquen dichos cálculos; el maître, a quien hay que informar de las mismas cosas para que pueda tener un plano actualizado de las mesas del comedor; la chica encargada de la animación, quien organiza bingos o concursos por las tardes y pide un rotulador para hacer un cartel o utiliza la megafonía para dar algún mensaje; los guías de las agencias de viajes, quienes visitan en determinadas horas del día el hotel y atienden las quejas o sugerencias de sus clientes y las transmiten luego a la recepción. Están, en fin, el director, el jefe de barra, los músicos que tocan en la orquesta, los camareros del bar, las camareras del comedor, los cocineros, la camarera de guardia, el jardinero, el personal de la lavandería, el encargado del economato, el guarda jurado, etcétera, todos los cuales, en un momento dato, por un motivo u otro, se comunican y se relacionan con la recepción.

Contrariamente a lo que me habían prometido: dos días de aprendizaje, ya desde el primer momento me dejaron solo en la recepción, por lo que tuve que solventar (con los escasos conocimientos adquiridos durante las dos horas previas a mi turno de trabajo) un montón de problemas, sin ayuda de nadie. Algunos de esos problemas los resolví usando la intuición, otros de forma arbitraria (así, por ejemplo, si alguien me preguntaba dónde estaban los servicios, yo respondía: «Al fondo») y en algunos casos buscando el dato concreto (¿qué precio tenía una habitación doble en temporada baja?, ¿a qué hora se abría el comedor?, ¿podría confirmar una reserva para el día tal o cual?) en el sitio correspondiente, después de algunas breves pesquisas. Otras veces preguntaba al maître o al director y, si no estaba ninguno de ellos y el asunto era importante, entonces llamaba a García, el jefe de recepción, y él resolvía mis dudas. García me había dicho nada más entrar:

—Aprende a usar todos estos aparatos —la centralita del teléfono, la emisora de radio y la megafonía— y tendrás resuelto el cincuenta por ciento de tu trabajo.

Y así era efectivamente, ya que la mayor parte de mi tarea consistía en pasar llamadas a las habitaciones o a otras secciones del hotel, en avisar por megafonía a clientes que se hallaban en el comedor o en la piscina, en localizar por el busca al técnico, a la gobernanta o a la camarera de guardia, cada uno de los cuales tenía un número particular, que debía aprenderme de memoria. A veces me equivocaba y llamaba a la gobernanta en vez de a la camarera de guardia, o al director en vez de al jefe de cocina, pero al cabo de tres días controlaba bastante bien la situación y fui confirmado en el puesto.

En los ratos libres, que eran muchos, me dedicaba a husmear en archivos, carpetas y cajones. Miraba con lupa cada documento que caía en mis manos, indagaba sobre su utilidad o su conexión con otros documentos, tratando de entender la dinámica administrativa del hotel o de la cadena a la que éste pertenecía.

Una de las cosas que más me preocupaban era el sistema antiincendios, ya que la alarma se ponía en marcha muy a menudo por motivos nimios, como el humo de un cigarrillo o el roce casual de un cristal. En ese caso, después de localizar el lugar del que provenía la alarma (la galería del séptimo piso, el salón de TV en la planta baja o una habitación del cuarto), había que cerciorarse de que no se había producido en realidad ningún incendio. De ello se ocupaba (después de recibir el aviso) el chico de los servicios técnicos, pero si éste se había marchado ya, porque, como es lógico, no se quedaba las veinticuatro horas, entonces era el recepcionista quien debía hacerlo, para lo que tenía que abandonar la recepción.

Obviamente, el principal problema del Bahía era la falta de personal y de eso me di cuenta enseguida. Según me contaron, aquel hotel pertenecía a una empresa de reciente creación que había agrupado varios hoteles en una cadena. Su propietario, a quien todos llamaban el Tío Pepe, no tenía demasiada experiencia en el negocio de la hostelería, aunque, como todos los empresarios, sí tenía muy claro su objetivo: obtener la máxima rentabilidad. El Tío Pepe, quien iba siempre sin afeitar, en pantalón vaquero y con un teléfono móvil en la mano (uno de aquellos primeros teléfonos móviles adosados a una aparatosa batería), solía presentarse de incógnito para observar al personal y ver cómo funcionaban sus negocios. A veces reparaba en algún empleado, le hacía un par de preguntas psicológicas y, si le gustaba o si superaba la prueba, lo ascendía inmediatamente a cualquier puesto de responsabilidad. La mayoría de los directores y jefes de recepción de los hoteles de la cadena, todos ellos tan jóvenes, habían sido elegidos precisamente por ese sistema, un sistema en el que importaban poco la profesionalidad o la experiencia, sino más bien inteligencia, la audacia o, en algunos casos, la falta de sentido crítico ante las arbitrarias decisiones del jefe. Cualquier tipo arribista, cualquier camarero, cocinero o recepcionista con un poco de ambición podía ascender en un par de meses al puesto más alto, si se lo proponía, sólo con mostrarse atrevido y estar dispuesto a trabajar más que los demás. Pero, a veces, el Tío Pepe sabía acertar con la persona adecuada. Juan, uno de los mejores técnicos de la cadena, había estado fregando platos hasta que el Tío Pepe lo sorprendió un día reparando con éxito un enchufe de la cocina y decidió que debía cambiar de oficio. El maître actual había sido pasavinos y el director guarda jurado y, durante unos pocos meses, conserje de noche y luego recepcionista. Cualquiera podía detectar en el hotel un relativo desorden y, en el personal, una más que evidente falta de profesionalidad, pero ello mismo le daba al Bahía cierta frescura y convertía el trato entre trabajadores y clientes mucho más divertido e informal.

Del Tío Pepe se contaban infinidad de anécdotas e historias. Se decía que había sido legionario en el antiguo Sahara español, mercenario en Asia y pirata en un barco de bandera panameña. También se decía que había sido playboy e incluso un simple camarero hasta que conoció a la señora Teo, su mujer, propietaria del primer hotel de la cadena.

García, el jefe de recepción, era uno de los pocos empleados que el Tío Pepe había mantenido en su puesto después de comprar el Bahía. Se trataba de un tipo original, muy querido y respetado por todos. Había vivido varios años en Bélgica y en Alemania y hablaba, aunque un tanto macarrónicamente, varias lenguas. Parecía torpe, pero era bastante eficiente en su trabajo. Sabía ir al quid de la cuestión y resolvía los problemas aparentemente sin reflexionar, de un modo sumarísimo y arbitrario. Sin embargo, sabía lo que hacía y por qué lo hacía. En los ratos libres, García solía dibujar a carboncillo pequeñas estampas decimonónicas donde aparecían señoritas paseando con perritos y cosas así. Casi todos los carteles o notas de avisos que se colgaban en los hoteles de la cadena se los encargaban a él (Esta noche, gran concurso de disfraces. Se ruega no introduzcan bebidas en el comedor. Por favor, no utilicen la piscina a partir de las 21,30 horas). Si un día el Tío Pepe llegaba al Bahía, como siempre de incógnito, y quería imponer alguna nueva norma (la anulaba con la misma celeridad que la imponía), inmediatamente decía:

—¡Que García haga el cartel!

García cogía entonces una cartulina (tenía de varios colores) y sus rotuladores y se dedicaba parte de la mañana a dibujar el cartel. Su grafía barroca y un tanto sesgada entusiasmaba a la gente.

Por su parte, Conchi, la gobernanta, era una mujer de fuerte personalidad. Ambos simpatizamos desde el primer día y nos hicimos amigos. Conchi se había divorciado recientemente. Era madre de un niño y estaba tratando de obtener su tutela. Aunque se la veía de buen humor, yo adivinaba que sufría mucho. Su matrimonio por lo visto había sido un fracaso debido a la influencia de la madre de él. Conchi y yo nos reíamos cuando, por más cuentas que hacíamos, no conseguíamos reunir las suficientes camas o toallas, lo que ocurría muy a menudo. En el Bahía raro era el día que no faltaba alguna cosa, sobre todo cuando se ocupaban todas las habitaciones (si quedaban habitaciones libres, no había tal problema, ya que las expoliábamos para proveer de lo que necesitaran las otras). Faltaban desde ceniceros hasta sillas para las terrazas, desde perchas para colgar la ropa hasta sábanas, almohadas o toallas. En tales casos, recurríamos siempre a algún hotel de la cadena para que nos prestaran lo que necesitábamos, pero nadie quería prestar nada, ya que lo que nos daban hoy podían necesitarlo ellos mañana. A veces, Conchi y yo nos sentíamos impotentes, sin saber qué hacer.

—¿Qué les digo a estas clientes? —le preguntaba yo—. Son tres mujeres ya mayores, han llegado de Inglaterra hace un rato, vienen cansadas y en la habitación sólo hay una cama de matrimonio.

—Llama al Tío Pepe y que se lo explique él —me decía ella desde el teléfono de la lavandería, donde la había localizado.

—Sentimos comunicarles que no disponemos de más camas —les decía yo a las estupefactas clientes—. ¿Podrían arreglarse de momento? Esperamos tener las otras camas antes de la noche.

—¿Pero y las sábanas? —preguntaban ellas—. La cama no tiene sábanas.

—Dicen que la cama no tiene sábanas.

—¡Ya lo sé! —gritaba Conchi con un ruido de fondo de mil demonios—. ¿Qué crees que estoy haciendo aquí?

—Las están lavando —traducía yo—. Pero no se preocupen, las llevarán cuando se sequen. ¿Si desean tomar una taza de té?

Muchas veces las situaciones eran tan grotescas que Conchi y yo, sin poder evitarlo, nos reíamos a carcajadas. Cuando me daban turno de mañana, Conchi y yo solíamos desayunar juntos en el comedor, antes de que empezara a bajar la gente, y ambos charlábamos informalmente sobre esto o aquello. Bromeábamos, reíamos por tonterías, y yo me daba cuenta de que ella se interesaba por mí. Decía que todos los hombres iban siempre a por lo mismo y que yo era el único que veía en ella no sólo a la mujer, sino a la persona.

Aparte de Conchi y de García, con quienes tenía un trato muy directo y cotidiano, también estaban los camareros y los cocineros, la mayoría de ellos andaluces, con quienes me reunía de vez en cuando, en algún bar próximo al hotel.

Tenía, pues, un trabajo. El sueldo no era muy alto, pero me daban comisiones por el cambio de divisas y a veces recibía propinas de los clientes. Además de eso, comía en el hotel y ni siquiera pagaba transporte, por lo que apenas tenía gastos personales. En cierto modo, aquél era el trabajo ideal: un trabajo donde había un ambiente relajado y democrático y donde uno podía desarrollar, sin inhibiciones, la imaginación, la inteligencia o la creatividad.

El destino, el azar o lo que fuera, se estaba portando bien conmigo, me decía, y yo tenía que estar agradecido.