CAPÍTULO PRIMERO

I

El estudio que alquilamos en Benidorm no tenía vistas al mar, pero sí a un bonito jardín con palmeras, piscina y cancha de tenis. En su terraza, además, daba el sol todo el día. El estudio estaba amueblado; no obstante, tuve que comprar un televisor, un vídeo y una cadena de música (cosas absolutamente imprescindibles para Tino), una hamaca para la terraza, un sillón para el salón, cojines, vajilla y todo ese tipo de cosas. Tino puso un póster de Bruce Lee en el salón y yo una lámina de Dalí en el pasillo titulada El atleta cósmico. Cambiamos algunos muebles de sitio, llenamos la nevera de comida, colocamos en las estanterías los discos, las cintas y los libros que habíamos traído de Madrid y, cuando nos dimos cuenta, habíamos convertido aquel alojamiento para turistas en una especie de hogar.

Tino era un hedonista por naturaleza. Vivía sólo para el placer. No había nada que hiciera cuya finalidad no fuese la búsqueda del placer. Nunca rechazaba una insinuación mía para hacer el amor. Siempre estaba disponible. Jamás se saciaba. Hacerle feliz, pues, era relativamente fácil. Bastaba con tener en casa suficiente comida, bebida, tabaco, películas y cosas así.

Durante los primeros días nuestra vida en Benidorm era como si hubiésemos reiniciado las vacaciones. Íbamos a restaurantes, salíamos por las noches, bebíamos más de la cuenta y hacíamos las mismas cosas que habíamos hecho entonces. Después, comenzamos a quedarnos más tiempo en casa. Tino podía permanecer sin salir durante días y días, lo que me preocupaba, pues pensaba que se aburría (lo que no ocurría en realidad), así que le animaba a salir y a veces íbamos a dar una vuelta por la playa o a comer a algún restaurante. En los restaurantes Tino sabía comportarse muy bien. Entendía de vinos y mariscos, de quesos y patés, y su presencia despertaba siempre la simpatía de los camareros.

Por las mañanas, mientras él dormía, yo ordenaba la casa y rastreaba sus huellas en ceniceros, vasos y platos. Me comía sus restos de comida del día anterior o me bebía el café o la cerveza que hallaba en tazas o vasos sólo por el placer de rozar todo aquello que sus labios hubiesen rozado. Más tarde, me tumbaba al sol en la terraza y me ponía a leer hasta que él se despertaba.

II

Una tarde nos hallábamos en el centro, sin saber adónde ir, y Tino me propuso que compráramos un talego y nos lo montáramos en casa. La idea de montárnoslo parecía implicar una mayor intimidad entre los dos, suponía un nuevo paso en nuestra peculiar relación y era una inofensiva motivación para él, de modo que no me atreví a hacer objeciones. Después de todo, el hachís no era una droga dura, su uso eventual no implicaba adicción y yo tomaba bastante alcohol, lo que incluso era peor.

—¿Cómo vas a conseguirlo? —le pregunté.

—Tú no te preocupes por eso —dijo—. Déjalo de mi cuenta.

Por lo visto, sólo tenía que echar un vistazo por ahí y enseguida encontraría el lugar donde lo pasaran. La cosa, sin embargo, no resultó tan sencilla como Tino suponía y, después de dar un montón de vueltas por el casco antiguo, tuvimos que regresar a casa sin el talego. Pero otro día caminábamos por la zona del Castillo cuando Tino se detuvo de pronto en una esquina y me dijo:

—Dame dos talegos.

—¿Has encontrado el sitio? —le pregunté, mientras me buscaba el dinero por los bolsillos.

—¡Vamos! —me apremió—. ¡Dame dos talegos!

—¿Qué vas a hacer?

—Tu, espérame aquí —dijo.

—De acuerdo.

—No te muevas. Vengo enseguida —dijo nerviosamente y desapareció al volver la esquina.

Estuve esperando a Tino casi una hora, al cabo de la cual regresó con los ojos brillantes y una extraña sonrisa. Pero para entonces yo había pasado ya de la preocupación a la tristeza y de la tristeza al mal humor y no estaba para sonrisas. Tino dijo que había tenido que ir a no sé qué sitio, que desde allí un tipo le había llevado en coche a otro sitio y que, en fin, habían hecho un par de porros y habían estado hablando de esto y de aquello. Cogimos un taxi y, cuando llegamos a casa, me planté delante de él y le dije, lleno de rabia, que no volviera a dejarme nunca más tirado en la calle. Le recordé que ya me había dejado tirado una vez en Cuenca y que con eso era suficiente, que podía haberme avisado si sabía que iba a tardar tanto y que yo le habría esperado en casa o en un bar, en cualquier sitio menos en la calle, una calle como aquélla, donde todo el mundo me había estado mirando, etcétera, etcétera. Me sentía tan herido y tan humillado, que no me di cuenta de que Tino se había puesto pálido y de que hacía esfuerzos por no golpearme. Las manos le temblaban y los ojos le echaban chispas. Me callé. Tino dijo que a él nadie le hablaba como yo le había hablado en aquel momento y que, en vistas de que no nos entendíamos, lo mejor que podía hacer era marcharse. Acto seguido se dirigió al armario y comenzó a meter sus cosas dentro de una bolsa. Cuando comprendí que lo decía en serio, me acerqué a él, le pedí que me perdonara y le prometí que nunca más volvería a hablarle de ese modo. Le dije que me había puesto muy nervioso, que le quería y le necesitaba. Tino ni siquiera parecía escucharme. En silencio, seguía recogiendo sus cosas y echándolas dentro de la bolsa. Cuando acabó, dejó la bolsa sobre el sillón y se fue al cuarto de baño. Allí se afeitó, betunó sus botas y estuvo durante un largo rato colocándose los cordones. Lo hacía todo muy minuciosamente y sin prisas; mientras, yo, desde la puerta, le observaba y trataba de convencerle para que se quedara. Finalmente se dirigió al salón a por la bolsa. Antes de cogerla, miró su reloj y echó un vistazo a través de los cristales de la terraza. Ya era de noche y eso pareció desanimarle.

—De acuerdo —dijo—, me quedaré. Pero sólo esta noche. Me iré mañana por la mañana.

Pasé una noche espantosa, sin poder dormir, temiendo que cumpliera su amenaza. No podía imaginar la posibilidad de perder a Tino, de quedarme solo en aquella ciudad, después de haberlo abandonado todo por él. Ambos nos acostamos temprano y, a la mañana siguiente, noté que Tino se incorporaba. Yo, mientras tanto, sentado en el sillón, simulaba leer un libro. Pero Tino no se levantó ni se vistió. Simplemente encendió el televisor y cogió el mando a distancia. Después se arrellanó con unos cuantos cojines detrás de la espalda y encendió un cigarrillo. Yo le pregunté amablemente si deseaba desayunar y él aceptó una manzana y un vaso de leche fría. Le dije lo que iba a preparar de comida y le pregunté si le apetecía eso o si quería que hiciera otra cosa. Dijo que aquello estaba bien, aunque sin mostrar demasiado entusiasmo, y yo me escapé con mi libro a la terraza. Más tarde, cuando iba a la cocina, le vi preparar un porro y le dije que yo también quería darle unas caladas.

—¿Tú? —dijo con un tono de burla.

Sin embargo, supe por aquel tono que ya no se iría y, cuando volví a pasar por el salón, cogí disimuladamente la bolsa, saqué las prendas y las colgué en el armario.

III

Pocos días después Tino cayó enfermo con la gripe, por lo que tuvo que guardar cama, y yo me dediqué a la tarea de cuidarle. Nunca quise tanto a Tino como durante aquellos días en que le vi postrado en la cama, débil e indefenso, consumiéndose de fiebre, y nunca tampoco fui tan feliz. A veces he pensado en ello y me he preguntado el porqué. Supongo que eso era así porque se trataba de una circunstancia excepcional, en la que yo podía demostrarle a Tino mi abnegación, mi altruismo e incluso mi ternura, sin temor a hacer el ridículo o a que él me rechazara, y también porque, de alguna forma, yo le era imprescindible, él se hallaba enteramente en mis manos y su debilidad, su dependencia (en contraste con mi salud y mi fortaleza) me revalorizaban y me dignificaban ante sus ojos. Pero también supongo que me movía una lógica egoísta bastante elemental: estando Tino enfermo era más mío que nunca, tenía la seguridad de que no lo perdería, de que no me abandonaría, no al menos durante el período de su enfermedad.

Al tercer día, por la tarde, Tino se sintió bastante mejor y quiso salir a dar un paseo, cosa que yo le desaconsejé enseguida por razones obvias.

—Aún estás débil —le dije cariñosamente, colocándole la manta—. Espera un día más.

—¡Déjame! —dijo él con un gesto de asco que me paralizó por la sorpresa—. ¡Estoy harto de ti! ¡Quiero ver otras caras!

¡Aquélla era su peculiar manera de agradecerme lo que había hecho por él! ¡No sólo no me había revalorizado ante sus ojos, sino que había conseguido su desprecio!

A continuación Tino se levantó y se vistió. Ya estaba a punto de salir, cuando se sintió repentinamente mal y tuvo que volver a la cama. Yo, mientras tanto, permanecía sin inmutarme, lo más lejos posible de su vista.

Más tarde, oí que me llamaba y acudí ante él como lo haría un mayordomo que, por algún motivo, está resentido con su amo y trata de parecer correcto, aunque al mismo tiempo no puede evitar mostrarse frío y distante. Le pregunté qué quería. Me dijo que le apetecía fumar chocolate y que debía ir yo a buscarlo.

—¿Yo? —pregunté, desconcertado—. ¿Dónde?

—En el garito donde estuve yo la otra vez —dijo—. Ya sabes, aquel bar…

—¿Qué bar? No sé si… —titubeé—. Yo no sé dónde está ese bar.

—Venga —dijo Tino con su acento más seductor—. El bar ese está justo a la vuelta de la esquina. Y no tardes. Llevo casi una semana sin fumar. Si estuviera bien…

—Pero es que…

—¿Qué te pasa?

—Nada.

—¿Entonces?

—Nunca he comprado droga —dije yo— y no sé cómo se hace eso.

—¿Droga? —Tino me miró escandalizado. Por lo visto, para él el hachís no era ninguna droga.

—Bueno —me disculpé—, es que no sabré a quién dirigirme y…

—¡Tonterías! Preguntas a alguien que esté fumando y ya te dirá quién lo pasa. ¿Qué vas a hacer esta noche de cena? Tengo hambre.

—¿Quieres que te prepare algo ahora?

—No, ahora no. Luego, cuando vuelvas. Y date prisa. No vayas en autobús. Toma un taxi.

A Tino, obviamente, lo único que le interesaba era el hachís, pero el hecho de que me apremiara, el hecho de que tuviera hambre, el hecho de que me necesitara, fuera por el motivo que fuera, me reblandeció de pronto el corazón y, sin poder controlarme, me arrojé sobre sus brazos y me puse a llorar. Durante unos instantes esperé el consuelo de su mano sobre mi cabeza, pero la mano no reaccionaba, así que la cogí yo mismo y comencé a besarla con triste desesperación. Durante un rato Tino se mantuvo indiferente, sin mostrar aceptación o rechazo. Finalmente retiró la mano para coger el mando a distancia y eso fue el colmo de mi humillación. Me sentí estúpido y patético y, más que ganas de llorar, tuve de pronto un profundo sentimiento de vergüenza.

—Vamos —me apremió Tino—. ¿Qué esperas?

Me incorporé con los ojos húmedos y le miré indeciso durante algunos segundos.

—Tino, yo… —balbucí.

—¿Sí?

—Yo…

Quería decirle que habíamos terminado para siempre, que podía marcharse si quería, que ya no le amaba. Pero le dije exactamente todo lo contrario. Le dije que le amaba cada día más.

—Sí. Ya lo sé —dijo Tino, apremiándome—. Me lo has dicho muchas veces. Pero cuanto antes te vayas…

IV

Encontré el bar sin muchas dificultades. Era el típico bar del arroyo a donde van a parar todos los drogadictos, los travestis, las prostitutas, los delincuentes y los marginados sociales. Bares así hay en todas las ciudades y no son difíciles de localizar. El mismo camarero pasaba la droga, como pude comprobar al cabo de un rato, después de observar el trasiego de personas que llegaban a la barra, igual que yo, como presuntos bebedores, y que desaparecían por una puerta posterior, una vez conseguido el material. Tomé mi cerveza y esperé a que no hubiera nadie a mi lado en la barra. Entonces, decidido a acabar cuanto antes con aquel asunto, hice un gesto al camarero y, cuando se acercó, pronuncié en su oído la palabra «chocolate». El camarero ni siquiera se inmutó. Siguió trabajando como si no hubiera oído nada. Esperé un rato, pedí otra cerveza y, cuando la terminé, pensé que lo mejor que podía hacer era pagar y marcharme. Si Tino no podía fumar, que se fastidiara. Estaba ya en la calle cuando tuve una idea. Busqué la puerta trasera, que daba a un callejón sin salida, esperé allí hasta que vi salir a un tipo y me acerqué a él. Le expliqué sencillamente lo que me había pasado, le ofrecí el doble por su talego y, cuando se convenció de que yo no era un policía, se sacó algo de un bolsillo y me lo plantó en la palma de la mano.

—¿Esto es todo lo que te han dado por un talego? —me preguntó Tino cuando se lo entregué. Yo asentí con la cabeza.

—Pues ya les vale.

Le conté cómo lo había conseguido y vi que hacía esfuerzos por no reírse.

—Ríete si quieres —dije—, ríete todo lo que te dé la gana, pero yo no iré nunca más a comprar eso.

Tino comenzó a fumar hachís prácticamente todos los días a partir de entonces. Decía que eso de fumar iba por temporadas y que aquélla era una de las temporadas en que le apetecía. Por supuesto, yo hubiera preferido que no fumara. A veces incluso me permitía hacer comentarios negativos sobre su nuevo hábito, pero lo toleraba (¡qué remedio!) porque Tino estaba más amable conmigo cuando fumaba, porque de este modo nunca se aburría, porque tenía más apetito y también porque las cosas entre los dos parecían ir mucho mejor. No fue, sin embargo, aquélla la única vez que tuve que ir yo a «pillar chocolate» a aquel bar. Cuando a Tino no le apetecía salir de casa, cuando de pronto se le acababa por la noche y quería tener más a la mañana siguiente, entonces me mandaba a mí a buscarlo y yo, aunque me resistía con toda clase de argumentos, no tenía más remedio que transigir y hacer lo que me pedía. Las primeras veces me limitaba a abordar a otros tipos en la calle, a los que les pagaba quinientas o mil pesetas más. Luego, un día, conseguí que me pasara directamente el hachís el propio camarero. Al fondo del bar, en un pasillo estrecho, había una puerta que comunicaba con la cocina, otra con los servicios y una tercera, perpendicular a ambas, que daba a un callejón sin salida. Si alguien iba a «pillar», debía esperar un rato a que uno de los camareros trajera la mercancía del lugar donde la tenía escondida (probablemente una casa próxima). Cuando el camarero tenía la mercancía, hacía una señal con la mirada al cliente, quien se hallaba tomando su consumición en la barra, éste pasaba al fondo del bar como si fuese a los servicios, el camarero le esperaba junto a la puerta de la cocina, que estaba enfrente, hacían rápidamente la transacción y el cliente salía por la puerta trasera. La policía solía hacer su ronda por allí muy a menudo, pero jamás, por lo que supe, logró sorprender a nadie con las manos en la masa.

V

Un día me levanté temprano y me lancé a la calle, decidido a encontrar un empleo. Alarmado ante los numerosos gastos y la falta total de ingresos en mi cuenta bancaria (al haber abandonado la gestoría por iniciativa propia, no tenía derecho a subsidio de desempleo), recapacité y comprendí que ya no era un turista, sino un simple y vulgar trabajador en paro, cuyos ahorros estaba derrochando demasiado deprisa en un capricho demasiado caro: Tino.

Sabía que no iba a ser cosa fácil encontrar trabajo, pero, aún así, debía intentarlo. De un modo o de otro, estaba obligado a encontrarlo, así que me armé de valor y de optimismo y me predispuse a la humillación de ser rechazado.

Por lo visto, según decía todo el mundo, era casi imposible encontrar nada hasta que llegara la temporada alta. Algunos confiaban en la Semana Santa, pero hasta entonces faltaba todavía un mes y la supuesta reactivación turística duraría sólo una semana. En algunos hoteles necesitaban camareros o cocineros, pero no recepcionistas, y en las gestorías afirmaban casi siempre que tenían personal de más. En cuanto a los bancos, ni siquiera me atreví a preguntar. La gente mostraba una visión catastrofista de la situación económica. Decía que aquel año iba a ser el peor de todos en la historia turística. No obstante, yo me propuse hacer caso omiso de la opinión de la gente, ya que ésta, por naturaleza, siempre es agorera y pesimista, y traté de confiar en la suerte. Seguí buscando en días sucesivos, pero la cosa era mucho peor de lo que yo había imaginado, de modo que me resigné a esperar tiempos mejores y me hice a la idea de que tendríamos que empezar a economizar. Tenía presupuesto para tres o cuatro meses aproximadamente, pero yo sabía que al final siempre surgirían gastos extras y que el dinero podía volatilizarse en unas pocas semanas. Tino y yo no salíamos prácticamente de casa, pero, aún así, gastábamos cada día varias miles de pesetas en cosas superfluas. Benidorm en aquella época era mucho más barato que Madrid, sobre todo en invierno, pero, a pesar de todo, no dejaba de ser una ciudad turística donde todo parecía estar diseñado para el placer de gastar.

Tino, por su parte, tampoco tenía mucho interés en trabajar. Por iniciativa mía, hablaba a veces con los camareros de alguna discoteca o de algún pub y todos ellos decían siempre lo mismo: que no había posibilidades de encontrar nada hasta mayo o junio, cuando comenzaba la temporada alta.

VI

Ya era primavera. El sol calentaba como en pleno verano y yo quería ir a la playa. No paraba de animar a Tino para que fuésemos a la playa. Pero él se mostraba reacio. Decía, para salir del paso: «Mañana», sin que llegara nunca ese «Mañana».

Yo, anteriormente, había estado muy pocas veces en el mar y tenía de él una imagen, si no cursi, al menos épica y romántica, sobre todo debido a mis lecturas de infancia: Jack London, Daniel Defoe, Joseph Conrad, Stevenson… Y ahora necesitaba caminar descalzo por la arena, dormir bajo el sol abrasador (cual náufrago que llega exhausto a la playa de una isla desierta), ante un horizonte inmenso de aguas cálidas y rumorosas. Necesitaba, en fin, oír el oleaje, sentir la brisa acariciándome el pelo o la piel, oler a yodo y a algas, mancharme de arena el cuerpo y divagar, mientras tanto, en todo tipo de cosas. Necesitaba también resarcirme de mi vida pasada, tan aséptica y civilizada, entregándome de algún modo a la materia, regresando a la naturaleza, sintiéndome de nuevo animal.

Pero como a Tino no le gustaba salir de día, tenía que conformarme con tomar el sol en mi terraza. Así que le miré incrédulo aquella mañana cuando dijo:

—Bueno, ¿no querías ir a la playa?

—¿Quieres decir que…?

—Muévete antes de que me arrepienta.

Rápidamente nos pusimos los bermudas, cargamos con el bronceador, las gafas y las toallas y bajamos a la playa.

Guardo de aquel día, en algún fichero de mi alma, espléndidas imágenes de Tino tumbado boca arriba, con los codos apoyados en la arena, las gafas oscuras sobre la frente y, en una de sus manos, una lata de Coca-Cola. Son imágenes cargadas de sugerencias y sensaciones poéticas que me traen a la memoria, en fin, un sentimiento de plenitud.

Pero luego, de pronto, apareció Astrid y el cielo se nubló.

VII

Casualmente ocurrió así: Llegó Astrid a aquel lugar apartado de la playa donde Tino y yo estábamos tumbados, poco después el cielo se nubló y hubo tormenta durante una semana. Astrid dijo que había sido una casualidad (con lo larga que era la playa, ¡vaya casualidad!), pero yo creo que todo estaba preparado. La suerte casi siempre es obra del azar, mientras que las cosas feas y negativas de la vida es obvio que alguien las prepara.

Astrid quiso saber dónde vivíamos, qué hacíamos de nuevo en Benidorm y cuáles eran nuestros planes. Yo respondí puntual y estúpidamente a cada una de sus preguntas. Mientras, Tino permanecía impasible e indiferente detrás de sus gafas.

—¿Qué sabes de Jacques? —le pregunté finalmente a Astrid.

—Ah, ése… —dijo con una mueca despectiva—. Hace tiempo que no lo veo. Creo que trabaja en El Albir.

—¿Trabaja?

—Sí, de cocinero o algo así, en un restaurante belga.

—¡Vaya! ¡Cuánto me alegro! Si lo ves, dale recuerdos.

—De acuerdo, pero no sé si lo veré.

Astrid prometió ir a visitarnos a nuestra casa, aunque no la habíamos invitado. Tino dijo: «¡Vaya tía tan pesada!» y se enfadó conmigo por haberle dado tantas explicaciones.

—Lo siento —dije—. Lo hice por ti. Pensé que te gustaba.

A partir de aquel día los encuentros casuales con Astrid se producían con una rara fatalidad, ya fuera en discotecas, videoclubs o restaurantes. Una mañana, en uno de los encuentros casuales, Astrid nos preguntó qué planes teníamos para aquel día. Yo le dije la verdad: que pensábamos preparar una paella cuando llegáramos a casa y luego ver las películas que habíamos alquilado. Ella no tenía planes y, por supuesto, le encantaba la paella. ¿De qué eran las películas? ¿De terror? ¡También le encantaban las películas de terror! De modo que Astrid se invitó a comer y yo no vi la forma de negarme. Entre la comida, las películas, las bebidas, el café, la merienda y todo lo demás, Astrid permaneció con nosotros cinco o seis horas. Finalmente se hizo tan tarde que Tino tuvo que acompañarla a su casa, ya que le daba miedo volver sola. Cuando Tino regresó, dos horas después, se dejó caer, cansado, sobre el sofá. Yo me lancé sobre él a quitarle los pantalones.

—Hueles a ella —le dije, celoso, mientras tiraba de sus botas manchadas de arena—. ¿Dónde te has metido?

—Esa tía es una guarra —contestó Tino—. No paraba de provocarme y lo hemos tenido que hacer en la playa.

—O sea, que ya… —dije yo, ofendido—. Pues si que vais deprisa.

Tino me contó, con tono de burla, los gritos que ella había dado y las frases que había dicho, así como otros detalles íntimos de su sexualidad. Luego afirmó que era tan estrecha que no lo habían podido hacer en condiciones y que se había quedado insatisfecho. Era una insinuación, pero yo no me di por aludido. En aquel momento odiaba a Tino por contarme tantos detalles innecesarios. Me acosté y traté de dormir, pero poco después oí que me llamaba.

—¿Sí? —pregunté.

—¿Qué te pasa?

—Nada.

—Vamos, acércate —dijo al cabo de un rato.

—¿Para qué?

—Tú sabes para qué.

Sí, yo sabía para qué, pero no me apetecía en absoluto. Estuve a punto de negarme, pero tampoco quería que Tino se enfadara. De modo que me dirigí a él en la oscuridad.

—Ahora sí que me he quedado a gusto —dijo, con un suspiro, cuando acabamos. Había sido una experiencia sórdida y brutal, pero de algún modo me sentí halagado. Me prefería a mí antes que a ella.

A partir de entonces Astrid comenzó a presentarse en casa prácticamente todos los días. Acudía a cualquier hora y en los momentos más inoportunos. Su presencia acabó convirtiéndose para mí en una pesadilla.

—Es Astrid —le decía a Tino cuando oía que llamaban a la puerta.

—¿Otra vez esa pesada? —decía él—. ¡Pues no le abras!

Sin embargo, como sabía que ella nos había oído, no tenía más remedio que abrir.

—¿Está Tino? —preguntaba con timidez.

—Sí, pero está en la cama.

—Ah, bueno…

—Pasa, pasa —le decía yo, compadeciéndome de ella—. Creo que se despertó hace un rato.

Astrid pasaba al interior y yo me dirigía a la cocina o a la terraza para no ver cómo se besaban. Finalmente, como era previsible, Astrid y Tino acabaron haciéndose amigos, de modo que fui yo quien perdió en tan desigual batalla. Muchas veces les oía hablar en susurros para no hacerme partícipe de sus conversaciones y yo, que no deseaba molestar, me retiraba al rincón más apartado de la casa para permanecer al margen. Si querían beber o comer algo, Tino me lo pedía y yo lo preparaba, sin hacer comentarios. Astrid y Tino se pasaban prácticamente todo el día en el sofá, viendo la televisión. No me hablaban, no me miraban, no me preguntaban si me gustaba o no el programa que estaban viendo y a veces ni tan siquiera respondían a mi saludo cuando regresaba a casa después de vagabundear por las calles durante dos o tres horas (lo que hacía a menudo para dejarlos solos). Sin darme cuenta, me había convertido en un intruso dentro de mi propia casa. Al principio (debo reconocerlo), yo estaba celoso. Pero después de algunos días de dudas y temores, al ver que Tino no quería a Astrid, sino que más bien se dejaba querer por ella y la utilizaba, comencé a acostumbrarme a su presencia. Después de todo, me decía, si ella hacía el amor con él, yo también lo hacía, con la ventaja de tenerle a mi lado todo el día y toda la noche.

Pero Astrid, como me había contado Jacques, no era una pobre chica inofensiva e inocente. Cierto día descubrí en la basura extrañas envolturas que ella había dejado antes de marcharse y, otro día, manchas de polvo sobre la mesa… Comencé a observarla detenidamente. Comencé a observar también a Tino. Busqué en sus bolsillos, rastreé concienzudamente cada día en la basura y, finalmente, con las pruebas en la mano, decidí que me hallaba ante dos drogadictos. Se lo dije a Tino. Le dije que esnifaba cocaína, que aquella chica le estaba enganchando a la droga. Pero él lo negó violentamente.

—No puedes negarlo porque lo he visto —le dije—. He visto restos de cocaína en tus bolsillos.

—¿Qué pasa? —dijo él mirándome fríamente, como un desconocido—. ¿Te dedicas a espiarme? ¡Vamos, dilo! —insistió, viendo que yo me había quedado callado—: ¿Te dedicas a espiarme? ¿Te he dado yo permiso para que mires en mis bolsillos? —yo moví negativamente la cabeza—. ¿Me importa a mí lo que guardes tú en tus jodidos bolsillos de marica? —de nuevo moví negativamente la cabeza—. ¿Me importa a mí lo que guardes tú en tus jodidos bolsillos de marica? —repitió. Yo negué de nuevo—. ¡Pues que no me entere de que vuelves a mirar en mis bolsillos! —me advirtió—. ¿Me has oído? A no ser que quieras problemas. ¿O quieres problemas? Porque, si quieres problemas…