CAPÍTULO SEGUNDO

I

—¿Qué pasa contigo, tío? —oí gritar a Tino nada más descolgar el teléfono. Eran casi las tres de la madrugada y se oían voces de fondo, que supuse de un bar o de una discoteca.

—Tino, Tino…

—¿Qué pasa contigo?

—¡Llevo cuatro días esperando tu llamada, Tino!

—¿Por qué no viniste el sábado? ¡Te estuve esperando y, como no veías, me tuve que marchar! ¡Eres la hostia, tío!

—Pero si yo… —protesté— si yo estuve allí, Tino. Yo…

El ruido de fondo era tan fuerte que casi no podíamos hablar.

—¡No te quedes conmigo!, ¿vale? —oí que decía, enfadado—. ¡Yo estuve en el puente y no te vi!

—¡No puede ser! —grité—. Yo estuve desde las dos menos cuarto hasta las tres y…

—Dices que vas a venir y luego… —me reprochó.

—¡Pero si yo…!

Tino aseguraba con tanta vehemencia que me había estado esperando en el puente de San Pablo, que no tuve más remedio que aceptar su palabra. ¿Cómo era posible? Dijo que había estado sólo un momento, que se había ido al ver por allí a un tipo con el que no quería cuentas (¿el hippy, quizá?). Pero era poco comprensible que no hubiera regresado una segunda vez, ya que sabía que yo tenía que estar allí esperándole forzosamente. Sin embargo, no tenía sentido discutir con él. ¿Qué me importaba ya lo que hubiese ocurrido el sábado? Lo importante era que me había llamado y que podía volver a hablar con él.

—Dejémoslo estar —dije—. ¿Por qué has tardado tanto en llamar? Llevo varias noches sin poder dormir.

Irreflexivamente, le propuse un nuevo encuentro en Cuenca. Yo podía tomar algún tren de la tarde, después de comer, y justificar mi ausencia en el trabajo con una indisposición inoportuna. Tino dijo que muy bien. Yo quise asegurarme de que estaba de acuerdo y él gritó:

—¡Que sí! ¡Ven, ven!

La cita esta vez era en la misma estación de ferrocarril y le hice prometer a Tino que me esperaría allí, aunque el tren llegara con retraso. Partí, pues, una vez más para Cuenca. Iba ahora con cierto recelo, temiendo que se repitiese mi anterior experiencia, aunque también con un poco de esperanza. Las cosas no siempre salen bien, pero tampoco siempre salen mal. Después del amargo trago del sábado, ahora me merecía una pequeña dosis de felicidad.

Cuando llegué a la estación de Cuenca eché un vistazo al andén y no vi a Tino. Entré en la sala de espera y tampoco lo vi. Salí al exterior con el corazón en un puño. Tino tampoco estaba allí. Aunque había alguien apoyado en un coche: un tipo con el pelo corto y gafas de sol… (no, no era Tino), un tipo con una especie de cazadora militar, pantalón negro vaquero y botas también de tipo militar… ¡Tino! Efectivamente, era Tino. Pero estaba tan cambiado. La ropa, el pelo, todo era tan distinto, que casi no lo había reconocido.

—Tino, Tino —dije acercándome a él—. ¿Por qué me torturas de esa forma?

Tino me contempló con una sonrisa.

—Por favor, Tino —dije—, quítate las gafas. Déjame ver tus ojos. Quiero estar seguro de que realmente eres tú.

Tino se quitó las gafas y sus ojos me lanzaron una mirada burlona. Aquél era el Tino que yo amaba. Aquél era el Tino que yo quería ver. Tino volvió a ponerse las gafas. «¿Qué va a ser de mí?», pensé aterrorizado. «No podré vivir ya sin él».

Cogimos un taxi y nos dirigimos al centro. Tino vivía en un barrio próximo a la estación, me dijo. Aquélla era una ciudad pequeña, donde mucha gente se conocía, y no quería, si le veían conmigo, tener que dar explicaciones. Todavía era de día, aunque la tarde se había vuelto desapacible, el cielo estaba encapotado y casi parecía de noche. «¡Cuenca, Cuenca!», suspiré al contemplar las viejas y adoradas calles. El frío, la proximidad de la noche, la expresión de la cara de Tino, todo parecía presentar buenos augurios. Me sentía feliz. Quería mirarle, quería palpar su ropa y su pelo, impregnarme de su olor. Pero la presencia del taxista me obligaba a mantener una actitud seria y distante. «No te dejaré escapar», pensaba. «Ahora ya no te dejaré escapar. Siempre serás mío».

El taxi nos llevó hasta la plaza Mayor y Tino me preguntó entonces si quería conocer La Bajada de las Angustias. La idea de que él fuera mi cicerone durante unos momentos me parecía fascinante, así que acepté encantado, aunque no sabía muy bien qué podía ser La Bajada de las Angustias. Resultó ser ésta una especie de senda escalonada, engastada en la roca, en forma de zigzag, con vistas a la hoz del Júcar, al final de la cual había una pequeña ermita, todavía a considerable altura sobre el nivel del río. Era un lugar encantador, muy solitario, algo misterioso y con un cierto hálito de romanticismo. Dudo que Tino me llevase allí por motivos culturales. Pienso más bien que lo hizo para mantenerme alejado de la gente, ya que aquél era un lugar poco frecuentado, sobre todo a aquella hora de la tarde, pero eso no es óbice para que yo considerara la idea realmente interesante.

Nos cruzamos, al bajar, con dos chicas extranjeras y luego ya no volvimos a ver a nadie más. Confieso que durante un instante tuve miedo, un miedo irracional, al saber que me quedaba a solas con Tino en un sitio tan extraño y recoleto. No obstante, aproveché la ocasión para hacerle una nueva y rotunda declaración de amor, que él escuchó con irónica circunspección, sin hacer comentarios, y, cuando subíamos de regreso, en un rellano, casi completamente a oscuras, me acerqué a él con la intención de abrazarle, pero temiendo que me rechazara, le cogí sólo una mano y le dije lo mucho que le había echado de menos durante aquellos días y lo triste que me había parecido la vida sin él.

Fuimos a continuación al pasaje de San Miguel, donde tomamos unas cuantas cervezas en un bar, y, más tarde, alegres y desinhibidos por el alcohol, a un mesón próximo a la plaza Mayor a cenar. Todo era perfecto, como el primer día, y yo disfrutaba viendo a Tino comer con apetito y beber buenos tragos de su copa de vino. Me parecía imposible que nadie pudiera querer tanto como yo le quería a él, que nadie pudiera ser tan feliz como yo lo era en aquel momento. Tino estaba encantador. Parecía disfrutar con mi compañía y eso era para mí más que suficiente. Yo no necesitaba que él me quisiera. Si él era amable y complaciente conmigo, sólo un poco amable y complaciente, yo podía querer por los dos.

Después de la cena fuimos a un local informal de la parte moderna, donde ponían música americana de los años cincuenta y donde Tino y yo jugamos una partida de billar. Era tarde ya y me preocupaba perder el último tren, así que, cuando terminamos la partida, le dije a Tino:

—Bueno, Tino, ¿te gustaría volver a Benidorm?

—¡Claro! —exclamó—. ¿Nos vamos esta noche?

—No —dije—. Esta noche, no. Y no me refiero a ir de vacaciones, sino a quedarnos allí, a vivir allí.

—¿A vivir allí?

—Sí.

Tino me miró incrédulo durante unos segundos.

—¿Y tu trabajo? —me preguntó.

—Bueno, dejaría mi trabajo en Madrid y me buscaría otro en Benidorm. Hablo algo de inglés y francés y, en fin, supongo que también allí habrá gestorías…

—¡Guau! —gritó de pronto entusiasmado—. ¿Lo dices de verdad?

—¡Naturalmente!

—¡Pues claro que quiero! ¡Vaya preguntas que haces!

—Entonces no hay más que hablar. Buscaremos un apartamento y nos instalaremos en Benidorm lo antes posible. No dudo de que encontraremos trabajo, yo en una gestoría, en un banco o en un hotel, y tú… pues tú también tendrás que trabajar, ¿no? Por supuesto, estarás a gastos pagados, pero si trabajas, podrás ir ahorrando un dinerito y, en fin… ya sabes que no soy millonario.

—Bueno, yo puedo trabajar en una discoteca. No es lo mismo ser camarero en Cuenca que en Benidorm.

Tino estaba entusiasmado, lo que me parecía estupendo, aunque yo procuraba meter, de vez en cuando, algunas pinceladas de realismo económico en nuestros proyectos para que no alimentara falsas expectativas. Quedó, pues, decidido que nos iríamos aquella misma noche a Madrid (entre semana había trenes y autobuses hasta las doce), donde permaneceríamos el tiempo necesario hasta que yo liquidara mis asuntos y pudiéramos marcharnos, por fin, a Benidorm.

II

No fue nada fácil hablar con el señor Tavira y plantearle la cuestión. Yo estaba muy agradecido a aquel hombre, ya que me había tratado siempre con una gran deferencia y, aunque últimamente tenía mal carácter, marcharme con todo el trabajo que había y estando él enfermo, me parecía un acto de deslealtad. Argumenté motivos de salud, argumenté, ruborizándome, «problemas personales» y, contra todo lo previsto, le oí aceptar sencillamente mi decisión, aunque me dio la oportunidad de pensármelo o, en todo caso, de volver si cambiaba de idea.

—Tal vez nunca encuentre un trabajo igual —dije con sinceridad—. Éste ha sido mi primer empleo, mi único empleo en realidad y…

—¡Quédese! —dijo de pronto el señor Tavira, poniéndome afectuosamente una mano sobre el hombro. El viejo cascarrabias, con la enfermedad, se había vuelto un sentimental—. ¡Quédese! ¿Dónde va a estar mejor? ¿Qué locura es ésa de irse a Benidorm?

—No puedo, señor Tavira —dije yo rehuyendo su mirada—. Aunque me equivoque, necesito irme. Necesito cambiar de vida. Necesito salir de esta ciudad. No es el trabajo. Es todo, ¿comprende?

—Sí, creo que lo comprendo —dijo él mirándome fijamente un momento—. Claro que lo comprendo. A veces hay que arriesgarse. No me gusta la gente que se resigna y se conforma con poco. Usted es joven. Tiene un mundo por delante. Supongo que sabe lo que hace —se quedó callado algunos segundos y luego continuó—: ¿Sabe? Yo también dejé un trabajo una vez, un buen trabajo. Pero si uno no deja un buen trabajo, nunca encontrará otro mejor. Eso es lo que yo digo. Ya sabe cómo monté esta gestoría, ¿no?, cómo llegué a donde estoy siendo un simple oficinista, un oficinista sin estudios… ¿Se lo he contado alguna vez?

—Sí —dije yo, agachando la cabeza. Confiaba en que no volviera a contarme ahora aquella larga historia, la historia del hombre pobre, hecho a sí mismo, nacido en la posguerra. El señor Tavira, después de emitir un largo suspiro, desistió.

—¡Benidorm! —dijo, intentando ignorar una inoportuna punzada de dolor—. ¡Ya me gustaría a mí estar ahora allí tomando el sol en la playa! Pero, en fin —concluyó—, vayamos con los asuntos prácticos.

Acordamos que aguantaría quince días más hasta que encontraran a mi sustituto y lo introdujeran en las tareas que yo realizaba. Eso complicó mis planes, que había previsto más drásticos, pero no tuve más remedio que acceder a lo que me pedía.

Tino, mientras tanto, había tomado posesión de mi casa y permanecía allí casi todo el tiempo tumbado en el sofá, fumando y viendo la televisión. Nunca conocí a nadie en mi vida a quien le gustara tanto la televisión como a Tino. Sentía verdadera fascinación por cualquier imagen que apareciera en la pantalla. Podía pasarse las horas, completamente ausente de la realidad, viendo películas, series de detectives, concursos, anuncios y, en general, cualquier cosa que no fueran noticiarios o programas culturales.

Muchos días, cuando regresaba a la hora del almuerzo, Tino todavía seguía durmiendo, ya que se acostaba muy tarde, y yo le contemplaba emocionado durante algunos minutos, antes de despertarle. Pero había días en que al volver a casa él ya estaba despierto y le hallaba sentado sobre el sofá, fumando y viendo la televisión. Le saludaba, pero él ni siquiera se percataba de mi presencia, tan abstraído estaba con las imágenes de la pantalla. A veces, incluso, se olvidaba de comer, si yo no insistía en prepararle algo, aunque cuando comía lo hacia siempre con gran apetito y nunca dejaba de expresar algún elogio sobre mis capacidades culinarias:

—¡Cómo te lo montas! —decía. O bien—: ¿Qué le has puesto a esto que está tan bueno?

—No le he puesto nada especial —respondía yo, aunque él posiblemente ya ni me oía—. El truco es que te quiero.

Por las noches regresaba a casa lleno de angustia. Aquellas últimas horas del día sin verle se me hacían insoportables. Tino me esperaba con la música o la televisión a todo volumen, la botella de whisky o las latas de cerveza sobre la mesa y su eterno cigarrillo en los labios, mirando a través de las ventanas y riéndose de la gente que pasaba por la calle. Todo estaba en un tremendo desorden y el humo invadía la casa, pero qué delicioso humo y que maravilloso desorden. La casa desde luego tenía vida, no como antes. No obstante, me preguntaba a veces qué habrían pensado mis padres si hubieran visto en qué guarida había convertido yo un hogar tan respetable.

Por las noches Tino solía mostrarse más comunicativo conmigo que por las mañanas. Íbamos a bares o restaurantes y hablábamos sin parar de esto o de aquello. Luego, cuando regresábamos, casi siempre un poco borrachos, yo me recostaba a su lado, en el sofá, y me quedaba dormido, mientras él, con el mando a distancia en la mano, veía series o películas hasta el amanecer. A menudo yo me despertaba y recuerdo la impresión que me causaba el brillo de sus ojos en la oscuridad, la excitación de su rostro o la tensión de sus labios a causa de alguna escena violenta. Pero, del mismo modo, podía verle reír a carcajada limpia a propósito de alguna escena cómica. Tino tenía la bendita virtud de meterse en la ficción y de identificarse fácilmente con los personajes.

III

En Madrid todo lo que me rodeaba tenía el sello de la muerte. La mayoría de las cosas que veía o tocaba habían pertenecido a personas muertas, como Fernando o mis padres, e incluso en la gestoría, el señor Tavira, con su palidez y sus visajes de dolor apenas disimulados, se me antojaba la imagen de la muerte.

Sin embargo, yo quería vivir, necesitaba romper las ataduras con mi pasado, y la atmósfera de Madrid se me hacía, por ello, cada vez más irrespirable.

Había tantas cosas que yo odiaba de aquella ciudad, tantas cosas de las que quería escapar: los tristes y deprimentes lugares por donde iba y venía todos los días, las calles atestadas de coches, sin un solo árbol, a donde apenas llegaba la luz, los rincones siniestros donde veía vender y comprar droga, los ruidos y la contaminación. Aparte de aquellas otras cosas, más subjetivas pero no menos determinantes, como las largas y solitarias tardes de los sábados y los domingos, las inefables noches de insomnio, cada vez más terroríficas, o la abyecta sensación de náusea metafísica que se adueñaba de mi cuerpo, lastrado de angustia y de alcohol, al levantarme cada mañana.

Mi casa, por otro lado, era un lugar poco adecuado para Tino: demasiado antigua y sobrecargada, demasiado saturada de tristezas y recuerdos, de cultura y de silencios, para albergar su gozosa y frívola juventud.

No obstante, cuando por fin llegó el día señalado, cuando cerré la puerta detrás de mí y dije adiós a todo aquello, no sentí la alegría que había pensado que sentiría. Aunque tampoco sentí tristeza por lo que dejaba.