CAPÍTULO PRIMERO

I

Cuando regresé a Madrid me encontré en el buzón con una carta de la madre de Fernando. ¿Qué tendría que decirme ahora aquella señora?, me preguntaba, lleno de inquietud, al subir las escaleras con el sobre entre los dientes, arrastrando a duras penas mis maletas. Imaginaba muchas cosas mientras deshacía el equipaje y veía el sobre, todavía sin abrir, observándome torvo desde el borde de la empolvada mesa (qué vacía, qué triste y solitaria estaba la casa), pero nada, como pude comprobar más tarde, que tuviera mucho que ver con su contenido.

Después de una detallada explicación de los hechos, que al parecer yo le había pedido (entre lo más sobresaliente: Fernando se había ido de casa el último día sin darle un beso), y de agradecer mis opiniones sobre su hijo («No sabes cuánto me ha reconfortado tu carta»), Teresa me comunicaba que Fernando era padre de un niño. Por lo visto, las cartas que Silvia le había enviado a Fernando (y que Teresa retuvo durante aquellos años por considerarlas «una forma de chantaje») ya informaban de la existencia del niño. Teresa reconocía que había estado mal ocultar las cartas, aunque, dada la «hipersensibilidad» de su hijo, creía haber hecho lo más correcto. Me pedía que la comprendiera y la disculpara y, después de algunos circunloquios, requería mi ayuda para «reintegrar, de algún modo, el niño a la familia». Ella y su esposo tenían el propósito de iniciar una especie de campaña legal y sentimental en ese sentido. A fin de cuentas, venía a decir, aquel niño era lo único que les quedaba de Fernando (lo único que les quedaba en la vida) y querían influir en su educación y disfrutar de vez en cuando de su compañía. Teresa tenía ya contratado a un abogado; no obstante, deseaba conocer mi opinión y me preguntaba si yo podría hacer algo entrevistándome con Silvia. Al final de la carta, volvía a hacer recuento de los últimos momentos de la vida de Fernando y se lamentaba de que éste se hubiera ido («sabiendo que no volvería a verme nunca más») sin darle siquiera un beso de despedida. Seguramente aquél había sido el gesto más duro de Fernando con su madre, su único y último gesto de rebeldía, lo que no dejaba de ser todo un símbolo. ¡Fernando, padre de un niño! ¡Fernando, padre de un niño!, me decía una y otra vez. Me costaba creerlo. En cualquier caso, era algo maravilloso. Era como una especie de reencarnación. Y la arpía de Teresa intentando arrebatarle el niño a su madre. Sinceramente, sentí pena por Silvia (¿cuánto hacía que no la veía?, ¿se acordaría ella todavía de mí?). No podía imaginar la de pleitos, requerimientos y presiones a que se tendría que enfrentar. Aunque, después de todo, tal vez era una solución ventajosa para el niño. Pero, fuera como fuese, yo no estaba dispuesto a tomar parte en el asunto. Aquella historia, además de patética, me parecía un tanto decimonónica. ¿Por qué un niño, que hasta entonces había sido ignorado y rechazado, tenía que ser de pronto tan deseado y querido? Ni siquiera pensaba contestar a la carta. Fernando había muerto y todo lo demás era para mí accesorio.

II

El lunes, día 8 de febrero, me incorporé de nuevo a mi puesto en la gestoría. Era aquél un trabajo aburrido y rutinario, pero nunca me había dado cuenta de ello hasta entonces. Mis compañeros eran dos hombres de unos cincuenta años, calvo uno y miope el otro, casados ambos, aunque separado el último, una solterona alta y delgada, de carácter huraño, y una chica de unos dieciocho, estudiante de contabilidad, hija o sobrina de alguien, que hacía sólo media jornada por las tardes, además del señor Tavira y su sobrino.

El señor Tavira no se hallaba cuando llegué. Estaba en el médico, me dijeron. Todos sabíamos que tenía cáncer, aunque nadie se atrevía a pronunciar la fatídica palabra. Nadie podía imaginar aquella oficina sin él, y no sólo por motivos sentimentales. Si el señor Tavira moría, se iba a hacer cargo del negocio su sobrino, un tipo pedante y engreído, que caía mal a todo el mundo.

Pasé varios días hundido en la más terrible desolación. El contraste entre mis recientes vacaciones en Benidorm y mi vida en Madrid era tremendo. No tenía otro aliciente que el de esperar la llamada de Tino. Él no me había dado ningún número de teléfono y yo no podía llamarle. No obstante, la semana avanzaba y Tino no daba señales de vida. Cada vez que sonaba el teléfono me lanzaba desesperadamente sobre él, arrebatándoselo de las manos a mis compañeros, y éstos me miraban extrañados, sin comprender qué me pasaba, ya que hasta entonces siempre había sido una persona mesurada y tranquila. Y si en el trabajo, donde no paraba de sonar el teléfono, la tensión que sufría era constante, en casa, por el motivo contrario, mi situación se hacía ya insoportable. A veces me despertaba a medianoche y vagabundeaba por las habitaciones, me sentaba junto al teléfono o iba al baño y, si casualmente me veía en el espejo, me preguntaba alarmado qué hacía aquel tipo en mi casa, quién era y por qué me miraba así. Creo que me hubiera vuelto loco si el viernes, por fin, no hubiera llamado Tino.

—¿Qué pasa, tío? —dijo él cuando me pasaron el teléfono.

De pronto me quedé sin voz. Luego, cuando recuperé la voz, no supe qué decir. Tino, por su parte, tampoco se mostraba muy expresivo. Entonces me di cuenta de que todo el mundo en la oficina estaba pendiente de mí. Ya sabían que era de un chico de quien había estado esperando con tanta impaciencia la llamada. Sus sospechas sobre mi orientación sexual definitivamente habían sido confirmadas.

—Tino, Tino —dije—, ¿por qué has tardado tanto en llamarme? ¡Necesito verte, Tino!

—¿Qué pasa?

—Necesito verte.

—¿Dónde? —preguntó él—. Esto se va a cortar. No me quedan más monedas.

—En Cuenca —dije.

—¿Pero dónde? ¿A qué hora?

Sugerí El Alazán, pero por lo visto aquel pub abría sólo por las tardes y yo tenía previsto ir por la mañana. ¿La estación de ferrocarril? Tino dijo que no. Finalmente decidió él mismo que me esperaría en el puente de San Pablo a las dos.

Aquella noche no pude dormir pensando en el viaje. Imaginaba nuestro reencuentro en el puente de San Pablo, con las Casas Colgadas a un lado, la montaña al otro, la hoz del Huécar al fondo, el frío, el viento, las nubes y todo lo demás, y me veía en el escenario de una de esas películas de espías donde dos individuos van a arreglar sus cuentas o a pasarse alguna información secreta. Desde luego, Tino no podía haber elegido mejor lugar para nuestro reencuentro, pensaba. Pero ¿por qué precisamente aquel lugar y no otro? De pronto el puente de San Pablo se me antojaba un lugar verdaderamente peligroso. ¿Me habría preparado Tino una trampa? No podía evitar desconfiar de él. Era un personaje tan misterioso, que cualquier cosa que hacía o decía me parecía siempre sospechosa. No obstante, si Tino me había preparado una trampa, si pensaba hacerme daño (siempre y cuando no fuese arrojarme por el puente), yo prefería tal albur al aburrimiento y la soledad. ¡Tan necesitada estaba mi vida de emociones!

En mi duermevela de aquella noche recordaba también otros sitios, como el restaurante donde habíamos cenado Tino y yo aquel primer día. Imaginaba que volvíamos de nuevo allí y todo adquiría perfiles mágicos. Los camareros se alegraban sinceramente de vernos, no sólo por motivos profesionales. Nos servían las especialidades de la casa, el vino rojo de la región, como la otra vez, y Tino y yo brindábamos por el reencuentro, prometiendo no volver a separarnos nunca más. Recordaba, imaginaba o soñaba, aquellos bares y pubs en los que habíamos estado bebiendo hasta tan tarde, las callejuelas y las plazas por donde habíamos pasado juntos; pero, sobre todo, recordaba, imaginaba o soñaba, la calle de San Pedro al atardecer, una calle que ahora veía larga y estrecha, solitaria y antigua, una calle oscura, como son siempre las calles en los sueños, tortuosa e interminable, una calle a la que siempre iba a parar y por la que perseguía a Tino, le perdía y le buscaba; le perseguía, le perdía y le buscaba febrilmente, obsesivamente, cada noche en mis sueños.

III

¡Qué distinto aquel viaje a Cuenca del que hiciera la primera vez! No era lo mismo ir a un sitio desconocido, sin saber qué te aguardaba, que volver a otro conocido, con una cita previa y la perspectiva de pasarlo bien. Casi tenía que reprimir el entusiasmo que me invadía ante el inminente reencuentro con Tino. Estaba nervioso y no paraba de removerme sobre mi asiento. Miraba el reloj una y otra vez, observaba a los demás viajeros y casi tenía que hacer esfuerzos para no reírme gratuitamente. Por fin el tren se detuvo en Cuenca y, aunque sabía que Tino no me esperaba en la estación, lo busqué con la mirada por el andén. No, no estaba. Traspasé la sala de espera y salí a la calle. Disponía aún de unos cuarenta minutos hasta las dos y me propuse llegar al puente de San Pablo dando un paseo, disfrutando del paisaje urbano como disfruta uno de las palabras cuando relee su poema favorito. El día era soleado y no hacía tanto frío ni tanto viento como la primera vez, lo que me decepcionaba un poco. De alguna forma, asociaba aquella ciudad al más crudo y destemplado invierno. No obstante, con frío o con calor, yo amaba ya aquella ciudad. Su hechizo y su encanto, asociados a los recuerdos de aquel día memorable, habían cautivado para siempre mi corazón.

Subí al puente de San Pablo por la hoz del Huécar, flanqueando por la izquierda el cauce del río, y llegué allí a las dos menos cuarto. Atravesé el puente de parte a parte para hacer tiempo y luego me quedé un momento aguardando junto a las Casas Colgadas, donde había varios chicos gitanos vendiendo postales y ofreciéndose como cicerones a los turistas. Más abajo, junto al pretil, un tipo con aspecto de hippy de los años setenta vendía objetos de artesanía y, aunque parecía muy ensimismado con su cigarrillo de hachís, no paraba de mirarme. Yo no me sentía cómodo en aquel lugar, así que regresé al puente y lo crucé de nuevo, sin dejar de mirar, mientras tanto, a un lado y a otro, con la esperanza de ver aparecer a Tino. Mi reloj marcaba ya las dos y veinte y yo comenzaba a ponerme nervioso. Me preguntaba si realmente habíamos quedado allí a las dos y no a otra hora y en otro lugar. Me hacía, en fin, todas esas preguntas que se hace uno cuando no acude la persona esperada a la cita.

A las dos y media los nervios habían dado paso a la inquietud y luego a la desesperación, pero, aún así, confiaba que Tino llegaría de un momento a otro. Podía haberse acostado muy tarde la noche anterior y haberse quedado dormido, pensaba tratando de disculparle, podía haberse despertado justo a las dos y hasta que se vistiera e hiciera el trayecto desde su casa hasta allí… «Un rato más —me decía—. Seguro que aparece en los próximos minutos». Y así pasaban diez minutos más y otros diez minutos más. No me atrevía a moverme de allí por si llegaba justo en aquel momento y no me veía. El hippy seguía mirándome de un modo irónico, lo que me ponía nervioso, y los turistas parecían haberse ido todos a comer o a ver otros sitios y el puente cada vez se estaba quedando más solitario.

De pronto unas nubes negras ocultaron el sol y un airecillo fresco remolineó en torno a las copas de los álamos rompiendo bruscamente la falsa sensación de clima primaveral. Después de esperar casi una hora, comencé a plantearme la posibilidad de que Tino no viniera. Era algo inconcebible, algo horrible y cruel, algo que todavía no acababa de entender. Esperé unos minutos más y luego otros pocos más, hasta que fueron las tres. Me dirigí entonces a la plaza Mayor, di varias vueltas por las callejuelas próximas, entré y miré en unos cuantos bares (lo que no tenía mucho sentido) y luego regresé al puente, donde no había nadie. ¿Habría venido Tino, mientras tanto, y se habría marchado? Por si acaso, di una pequeña vuelta por los alrededores. Regresé de nuevo al puente, pero no había ni rastro de Tino. Definitivamente —decidí— me había dejado plantado. Ya no tenía ninguna duda. Ignoraba el motivo, pero lo cierto era que me había dejado plantado. ¿Cómo había sido capaz de hacerme una cosa así?, me peguntaba. Me sentía burlado y humillado. De pronto se adueñó de mí una terrible desesperación. Deseaba arrojarme por alguna de aquellas terrazas al vacío, deseaba golpearme la cabeza contra los muros, gritar o llorar. No obstante, traté de calmarme. Me dirigí a la plaza Mayor. Debía buscar un restaurante y comer algo. Tal vez, con el estómago lleno, me sentiría mejor. Sin embargo, oh fatalidad, no había ninguna mesa libre en el restaurante donde entré. Lo intenté en el de al lado y tampoco. Ya me iba, cuando el camarero me llamó y me condujo hasta el primer piso, donde me asignó una mesa pequeña, sobre la que había un montón de manteles y servilletas, además de una cazadora de cuero, que supuse sería del propio camarero. Sin ningún pudor, éste desalojó todas aquellas cosas de la mesa, pasó la mano por encima para retirar algunas migas y me acercó una silla cochambrosa, con la anea desfondada, para que me sentara. Todo era patético y un poco más de humillación no sólo no me hería, sino que incluso me consolaba.

No probé apenas bocado, pero al menos estuve ocupado durante algún tiempo esperando a que el camarero se acordara de mí y me trajera los cubiertos, luego la bebida, luego el pan, luego el primer plato, luego el segundo, luego el postre… De espaldas a la gente, con la vista clavada en la pared, aguardaba pacientemente a que el camarero se acercara a mi mesa para traer o llevarse algo. Su presencia me consolaba y yo me aferraba a ella inconscientemente. No obstante, acabé de comer, llegó el momento de pagar y tuve que salir de nuevo a la calle. Por inercia regresé al puente de San Pablo. ¡Aún esperaba encontrar allí a Tino! Pensé en Fernando al cruzar el puente, pensé en el suicidio, pero poco a poco comenzaba ya a resignarme. Retorné hasta la plaza Mayor y avancé, como la otra vez, por la calle de San Pedro. Me adentré por todos los pasadizos que surgían a izquierda y a derecha y me asomé a las hoces del Júcar y del Huécar. Subí hasta el castillo y luego continué por la senda de la izquierda, alejándome poco a poco de la ciudad. Contemplaba el río y las casas sobre las rocas y me preguntaba dónde estaría Tino en aquel momento, en qué punto exacto de la ciudad. No entendía qué había pasado, pero tampoco quería creer que Tino me hubiese dejado plantado adrede. Hubiera sido demasiado cruel hacerme venir desde Madrid para no presentarse, me decía. Tenía que haberse producido alguna circunstancia imprevista, tenía que haber algún motivo lógico que le hubiera impedido presentarse a la cita.

Supongo que debía pensar cosas así, pero tampoco estoy seguro de que pensara con cordura. Avancé bastante lejos por la senda, bordeando la hoz del Júcar, deteniéndome de vez en cuando en algún sitio (me sentaba sobre una roca o simplemente me quedaba de pie, mirando al vacío) por tiempo indefinido, incapaz de reaccionar, hasta que comenzó a oscurecer e instintivamente regresé a la ciudad.

Iba por la calle de San Pedro y, sin darme cuenta, recorría los mismos sitios y a la misma hora que aquel día en que conociera a Tino. Como en mis sueños, lo buscaba por una calle antigua y solitaria, presintiendo que, de hacer exactamente lo mismo que había hecho entonces (caminar por la misma acera, llevar el mismo paso, detenerme en las mismas esquinas), lo volvería a encontrar de nuevo, lo volvería a sorprender pidiéndole un cigarrillo a un anciano. Pero ahora la calle estaba vacía. Nadie caminaba por sus aceras. Nada en el ambiente me producía las vibraciones de aquella tarde y, cuando llegué al final, sentí el deseo de remontarla para volver a bajar. Tenía la sensación de que algo había fallado. Unos segundos antes o unos segundos depués nada sería igual en aquella calle. No obstante, continué por la plaza Mayor y luego por Alfonso VIII. Igual que hiciera la otra vez, retrocedí de pronto a mitad de la calle y subí por Joaquín María Ayala, me detuve en la plaza de la Merced, caminé después hasta el Reloj de Mangana y volví a bajar, muy despacio, hasta la plaza Mayor. Paso a paso, revivía mi Vía Crucis, rememoraba las escenas de mi pasión. Sin embargo, no ocurría nada. La realidad parecía más obstinada que mi poder de sugestión y, al final, cansado y decepcionado, abandoné la búsqueda y me metí en un bar. Apoyado en la barra, junto a la puerta, buscaba a Tino entre los numerosos jóvenes que pasaban por la calle. Era sábado y muchos iban en bandadas, cantando, gritando como locos. Tal vez Tino pasara por allí, me decía, como todos aquellos jóvenes. Sin embargo, después de tomar unas cuantas cervezas, comencé a perder la esperanza de verle y decidí regresar a Madrid. Ya no tenía sentido quedarme ni un minuto más en Cuenca. Por mucho que buscara, por muchas vueltas que diera por las calles, no iba a encontrar a Tino. Estaba seguro de ello. Cuando llegara a casa, intentaría dormir y al día siguiente, tal vez, Tino me llamaría para darme explicaciones. Repasé el horario de trenes y autobuses en un periódico local que había en el bar y vi que el último tren para Madrid salía a las 20,45. Tenía bastante tiempo, así que bajé andando, sin prisas, hasta la estación. Me sentía mal. Tenía la sensación de estar borracho, sin haber bebido apenas. En la estación no había nadie cuando llegué. Las ventanillas estaban cerradas, lo que me extrañó un poco, pero como aún era temprano, no me preocupé demasiado. Esperé más de una hora y el tren seguía sin llegar. No había empleados a los que preguntar y las ventanillas permanecían cerradas. Llegaron algunas personas poco después y oí que hacían comentarios sobre el retraso del tren, pero tampoco les presté demasiada atención. Pasó un largo rato y, cuando me di cuenta, estaba completamente solo. Entonces tuve una corazonada. Corrí al vestíbulo y miré el tablón de horarios. ¡El último tren había pasado a las 18,30! Por lo visto, el de las 20,45 no circulaba los sábados, detalle éste que había omitido el periódico local (a no ser que el periódico fuese de un día atrasado). De pronto me sentí aterrorizado. ¡No quería quedarme toda la noche en Cuenca! Salí a la calle. Debía buscar enseguida la estación de autobuses. Afortunadamente, ésta se hallaba muy cerca. Pero cuando llegué allí, no había nadie por ningún sitio y todas las ventanillas estaban cerradas. Pregunté a un hombre que barría el suelo y éste me dijo que acababa de salir el último autobús para Madrid. Corrí hacia la calle y, efectivamente, vi el autobús esperando delante de un semáforo. Hice señas al conductor, pero éste movió negativamente la cabeza. Un momento después el vehículo se puso en marcha y desapareció al fondo de la calle. ¿Qué podía hacer? Me sentía impotente y desamparado ante tanta fatalidad. ¡De haber llegado un minuto antes, yo estaría ahora en aquel autobús! Sin Tino, ya no quería quedarme en Cuenca. No quería deambular más por la ciudad ni dormir solo en una habitación de hotel.

Subí de nuevo al casco antiguo y caminé, al azar, por callejuelas y plazas. De vez en cuando me metía en algún bar, tomaba una cerveza y luego seguía andando. Confiaba aún en tropezarme con Tino, pero pronto me cansé de dar vueltas y decidí buscar alojamiento. Había supuesto, naturalmente, que eso sería fácil, por lo que lo dejé para el final, pero no tardé en descubrir lo equivocado que estaba. No había ni una sola habitación libre en ningún sitio. Al parecer, con motivo de una fiesta patronal o algo parecido, se había producido una invasión de turistas aquel fin de semana y todo estaba completo, tanto hoteles como hostales y pensiones.

Cansado de dar vueltas de un lado para otro, me senté en el banco de un parque. Miré mi reloj y vi que marcaba casi la una de la madrugada. El frío era muy intenso y me puse a tiritar. Me froté las piernas y los brazos, pero seguía tiritando. Sabía que si no me movía de allí acabaría congelándome, pero no me importaba. Ya no me importaba nada.

Oí pasos. Vi que alguien se acercaba. Pero, quienquiera que fuese, se alejó enseguida hacia otro lugar. Me había parecido Tino, pero no era Tino. De pronto, sin saber por qué, comencé a reír y, casi a continuación, a llorar. ¡Claro que no era Tino! ¿Por qué habría de ser Tino?, me decía a mí mismo entre lágrimas y carcajadas.

Pasé la noche deambulando de un lado para otro, refugiándome en pubs y discotecas que siempre iban a cerrar y que, por lo tanto, debía abandonar casi a continuación para meterme en otros locales que también estaban a punto de cerrar. Hasta que, a las cinco de la mañana, no encontré ya ningún local abierto y me dirigí a la estación de ferrocarril, donde finalmente me quedé dormido, sentado, en un banco de la sala de espera.