—No podrías entender ninguno de esos sentimientos —dije sacando de una bolsa dos latas de cerveza—, si no empiezo desde el principio. Pero será mejor que no hable de él. No podría definirle, no podría resumir su vida… Una amistad como la nuestra, una relación así…
«Además —pensé—, no quisiera convertir su muerte en una anécdota».
Destapé mi lata de cerveza y bebí un trago largo. Estaba borracho, pero había llegado a ese punto en que uno puede seguir bebiendo todo lo que quiera sin que le afecta ya lo más mínimo. Tino no había destapado aún su lata y me miraba con curiosidad, más borracho quizá que yo, tumbado prácticamente en su asiento.
—Los sentimientos más hermosos, los sentimientos más auténticos, a los ojos de los demás, siempre serán cursis, o parecerán cursis… —sentía que él me miraba sin verme, desde una insoportable lejanía, esa lejanía que hay siempre en la juventud y en la belleza—. ¿Realmente quieres que te lo cuente?
—Claro. Tenemos cuatro o cinco horas de viaje y yo no voy a dormir —dijo Tino, sin mucho interés. Sin embargo, se le veía feliz, tan feliz como un niño pequeño cuando hace su primer viaje en tren, y trataba de ser amable conmigo.
«Hablar de él a un desconocido es tanto como traicionarle —pensé—. ¿Qué me pasa? ¿Cómo ha surgido esto?».
—No sé —dije—. No estoy seguro de que te interese.
Sin embargo, yo necesitaba hablar de Fernando, necesitaba explicarle a alguien lo que él había significado en mi vida y allí tenía mi oportunidad. Bebí otro trago largo de cerveza y sondeé la mirada de Tino.
—Vamos. Empieza —dijo él, arrellanándose cómodamente en su asiento—. ¿Por qué se suicidó tu amigo?
«No se parecen en nada —pensé—. ¿Qué es lo que vi en él para que…? Ya no se parecen en nada».
—Está bien —dije echando un vistazo a la oscura ventanilla, a través de la cual se divisaban las luces de un vehículo por una carretera—. Nunca he hablado a nadie de él y no sé si…
Yo tenía veintitrés años y, además de piano, estudiaba derecho (carreras que, a la muerte de mis padres en un absurdo accidente de tráfico, abandoné); también ayudaba a ratos en la boutique de mi madre (mi padre era funcionario en un ministerio). No tenía apenas amigos y me agarraba a cualquier cosa para estar ocupado.
Aquel primer día de clase, como suele ocurrir siempre los primeros días de clase, había una gran confusión en el conservatorio. Muchos alumnos ignorábamos cuál era nuestra aula, qué profesor nos correspondía y todo lo demás. Íbamos y veníamos por los pasillos, subíamos y bajábamos escaleras, preguntábamos al bedel y hacíamos comentarios entre nosotros armando gran alboroto. Poco después, sin embargo, la cosa se fue organizando y ya estábamos sentados en el aula, esperando que empezara la clase, cuando se abrió la puerta y entró un profesor acompañado de un chico. Aquel chico, por lo que fuera, se había quedado descolgado y en el último instante decidieron colocarlo en nuestra aula. Nada más verle, me di cuenta de que no era como los demás. Parecía inteligente y refinado, pero no era uno de esos chicos pedantes; parecía introvertido y elitista, pero sólo era un chico solitario. La verdad es que, como supe después, llevaba dos años en España y todavía no tenía ni un sólo amigo. Al terminar la clase, una clase de tanteo, como son siempre las primeras clases de curso, yo me acerqué al profesor y hablé con él sobre los conciertos del Real, su sistema de enseñanza, la Sinfonía Incompleta de Schubert y cosas parecidas. Todos los alumnos habían salido ya del aula, excepto aquel chico, quien también, por los motivos que fuera, tenía que hablar con el profesor y esperaba educadamente a una distancia razonable. Lo dejé hablando con él y, cuando salía a la calle, lo vi venir corriendo hacia mí.
—Me llamo Fernando —dijo— y, al parecer, vamos a ser compañeros de clase. ¿Me permites que te acompañe?
—Con mucho gusto —dije, un tanto azorado. Era un chico guapo y siempre me azoraban los chicos guapos—. Si no te importa… Pero yo tengo que tomar un autobús. Mi nombre es Eduardo… —añadí nerviosamente, estrechándole la mano.
—De acuerdo —dijo—. Entonces te acompañaré hasta la parada. Yo vivo cerca de aquí y voy andando.
—Muchas gracias.
Dijo que me había oído hablar con el profesor y que le habían gustado mis ideas. Durante un rato estuvimos intercambiando impresiones, comentando nuestros gustos musicales y cosas así y, cuando nos dimos cuenta, habíamos llegado a la parada. Pensé que ahora él se marcharía, pero aguardó amablemente a que viniera el autobús y luego, cuando éste abrió sus puertas y yo me dispuse a subir, me estrechó la mano efusivamente, lanzándome una mirada en la que parecía decir: «Por fin te encontré, amigo». Ya se alejaba el autobús, cuando vi que levantaba una mano en señal de despedida. Torpemente, le devolví el saludo. Me sentía extrañamente fascinado y confuso. Aquel chico tenía voz de adulto e ideas de adulto, aunque era mucho más joven que yo, acababa de conocerle un rato antes en la clase y no lograba adivinar qué pretendía de mí.
Al día siguiente acudí al conservatorio con el temor de haber sufrido un espejismo. Un chico como aquél no podía querer ser mi amigo, pensaba. Me parecía tan inteligente, tan aristocrático y tan asombrosamente culto para su edad. Sin embargo, cuando llegué a la plaza de la Ópera, allí estaba él, esperándome en la puerta del teatro Real para que entráramos juntos a clase, y, al estrechar su mano, comprendí que algo importante había ocurrido en mi vida.
A partir de aquel día siempre nos reuníamos a la entrada de clase, nos sentábamos juntos, salíamos juntos y aún nos entreteníamos una o dos horas charlando en un café próximo. Hablábamos, por hablar, de cualquier cosa, ya que todo nos motivaba e interesaba: de música, de literatura, de política, de filosofía, de historia, de ciencia, de las noticias que venían en los periódicos… Nunca conocí a nadie en mi vida que necesitara tan vehementemente como Fernando el alimento intelectual. Sin él, su vida se apagaba y su espíritu se atrofiaba. Lo mismo que otros chicos hacen deporte y ejercitan sus músculos por puro placer fisiológico, así él ejercitaba su inteligencia, su capacidad deductiva y su memoria, también por puro placer fisiológico. Pero Fernando no era uno de esos chicos repelentes que aprenden sólo para exhibir sus conocimientos. A él le guiaba simplemente una curiosidad innata y una necesidad vital de cultura. Comprendí, pues, por qué, durante dos años, no había tenido ni un sólo amigo: sencillamente no soportaba el infantilismo de los chicos de su edad. Él sólo se sentía cómodo con las personas adultas capaces de mantener conversaciones serias, personas de las que pudiera aprender algo, pero esas personas raramente se ocupan de los chicos de quince años, por lo que tampoco había tenido amigos adultos.
Muy pronto la atracción intelectual, la atracción humana que sentíamos el uno por el otro, se convirtió también en una especie de atracción física. Nos comportábamos prácticamente como amantes, prodigándonos, en cualquier sitio y circunstancia, todo tipo de atenciones y, como se suele decir, nos quitábamos la comida de la boca para dársela al otro. Cada encuentro suponía una conmoción en nuestros corazones y la experiencia de estrecharnos las manos era algo inefable. A veces estábamos tan embelesados mirándonos a los ojos que no nos dábamos cuenta de que la gente nos observaba y hacía gestos de reproche. Realmente, Fernando y yo no éramos lo que se dice dos amigos normales.
Fernando pertenecía a una familia con cierta posición económica y social. Su padre, de origen alemán, era un militar de alta graduación y había sido adjunto a la Embajada de Londres durante algunos años. Ahora servía en la Casa del Rey. Su madre tenía parte de sangre aristocrática circulando por sus venas y había heredado algunas obras de arte importantes. Eso era todo lo que yo sabía de la familia de Fernando el día en que éste me llevaba a su casa. Era una tarde en que, por algún motivo, habían suspendido las clases. Fernando me había dicho que le hablaba mucho de mí a su madre y que ella quería conocerme. Otras veces me había propuesto ya ir a su casa, pero yo me había negado con alguna excusa razonable. Ahora, que habían suspendido las clases de pronto y disponíamos de una tarde libre, no me quedaba ninguna excusa razonable.
Cuando íbamos camino de su casa yo pensaba: «Se acabó el juego. Su madre se preguntará qué hace un tipo como yo, ocho años mayor que él, con su único y adorado hijo, me creerá una especie de corruptor de menores y le prohibirá salir conmigo». Por otro lado, pensaba también en el hecho de que su padre era militar y en que efectivamente aquel chico era demasiado joven, por lo que estaba pisando un terreno muy peligroso, y si yo alimentaba algún propósito sucio con respecto a él (desde luego, lo alimentaba), ya podía ir quitándomelo de la cabeza.
La casa de Fernando ocupaba toda la planta de uno de esos edificios modernistas de finales del siglo pasado. Estaba en la zona de los Austrias y desde sus ventanas sólo se veían tejados, buhardillas, torreones y cúpulas de iglesias. Era una de esas casas grandes, con largos pasillos, techos altos, suelos de madera que sonaban a hueco cuando caminabas y paredes completamente blancas, con muchos cuadros, tantos que tenías la sensación de estar en un museo. Uno podía ver que se cuidaba y se mimaba aquella casa como se cuidaría de un anciano venerable y enfermo.
Nada más entrar en la casa y antes de ver a Teresa, Fernando me llevó directamente a su habitación, donde me mostró su colección de «cacharros viejos», como él los llamaba: un gramófono, un aparato de radio de los cincuenta, una especie de samovar, una monumental máquina de escribir Remington, y una complicada cámara fotográfica. Por supuesto, todo funcionaba y, para demostrarlo, Fernando enchufó la radio, me enseñó el manejo de la cámara fotográfica y puso un disco de Duke Ellington en el gramófono. También le encantaban los Beatles. De ellos tenía todos sus discos en versiones originales, tanto singles como elepés (¿querría darme su madre aquellos discos?). Luego estaban sus libros, un montón de tomos en rústica bien ordenados (tenían anotada con lápiz la fecha de lectura en la última página, junto con algún comentario), casi todos de autores clásicos, como Tolstoi, Dickens, Flaubert…, y muy pocos españoles. Los había en inglés, alemán y castellano. También había libros técnicos y hasta de sociología o de pedagogía. Fernando podía leer un libro de quinientas páginas en unas pocas horas. Él era así. Tenía esa facilidad. Había leído, con doce años, una enciclopedia sintetizada del saber humano, desde la primera página hasta la última, de unos veinte tomos, y otra, de otros tantos, sobre la Segunda Guerra Mundial.
Fernando me mostraba entusiasmado todas sus cosas, contento de poder compartirlas por primera vez con alguien.
Había en un rincón de la habitación (muy amplia y bien iluminada, aunque encantadoramente austera) una pieza de acero que había encargado a una tienda de recambios y que, según me dijo, correspondía al chasis de una moto que él mismo estaba montando, pieza a pieza, en su casa de Guadarrama. Me explicó algunas cosas sobre aquella moto, suponiendo, tal vez, que yo le entendía, porque para él la técnica era siempre un asunto fácil, pero yo ni le entendía ni le escuchaba; simplemente le miraba a los ojos, le miraba al pelo, le miraba a las manos y no paraba de pensar en la suerte que había tenido al conocer a un ser tan maravilloso.
Fernando me dejó solo durante un momento en su habitación y, cuando volvió, dijo que ya podíamos ir al salón. Me dirigí allí temblando, torpe e inseguro, sintiéndome culpable de algo. Afortunadamente, su madre no había llegado todavía y yo pude tranquilizarme un poco mientras Fernando me mostraba el piano y una guitarra eléctrica, con la que improvisó, con bastante estilo, algunos acordes de una canción de los Rolling Stones. Estaba yo de espaldas, contemplando una foto suya con tres o cuatro años, sentado y sonriente sobre el césped de un jardín, cuando oí de pronto una voz que decía:
—Así que tú eres Eduardo…
—Oh, sí, señora —dije volviéndome bruscamente, sin atreverme casi a mirarla; aún así noté que era alta y delgada y que tenía cierto parecido en los labios y en los ojos con su hijo—. Encantado de conocerla.
Me tendió una mano seca y enérgica, que apreté con cierto temor, al tiempo que me ofrecía la mejilla. Me sentía como Judas cuando besó a Cristo en el Huerto de los Olivos: un traidor que había ido allí a robarle el amor de su hijo.
—Fernando me ha hablado tanto de ti —dijo contemplándome con una especie de sonrisa, que yo juzgué de aprobación—. En realidad podría decir que casi no habla de otra cosa.
—A mí también me ha hablado mucho de usted —mentí.
Miré a Fernando, pero él parecía absorto en alguna cosa, ignorándonos como ignoran en las reuniones de familia los niños a los mayores. Comprendí que debía mostrarme valiente y no tratar de disimular nada, ya que disimular es afirmar y afirmar negar; así que dije: —Tiene un hijo muy especial, ¿sabe?, y me considero afortunado de ser su amigo. Fernando va muy por delante de su edad…
—Sí, lo sé.
—Los chicos de su edad no podrían hablar de nada con él y conozco a más de un adulto que tampoco.
Teresa hizo un gesto de asentimiento. Admitía la inteligencia de su hijo, admitía su preparación intelectual y todo eso, pero aún así estaba claro que para ella Fernando seguía siendo su niño. Curiosamente, en su presencia, Fernando parecía anular completamente su personalidad y convertirse en lo que ella quería que fuera.
Trajeron el té y, mientras lo tomábamos, Teresa me habló de Inglaterra y de lo que allí habían dejado, sobre todo de lo que él había dejado: el colegio, la casa, los amigos, una chica de la que estaba enamorado… Pero las circunstancias les habían obligado a trasladarse a España y su pequeño mundo se había derrumbado. El ambiente de Inglaterra, por lo visto, le era más propicio. Aquí se hallaba como pez fuera del agua y desde entonces se había negado a hacer nuevas amistades. Se aferraba a las cosas, a los libros; así que era una suerte que me hubiera conocido y el hecho de que fuera mi amigo era un síntoma de que estaba cambiando.
Aunque se hallaba presente, Fernando ni participaba en la conversación ni parecía escucharnos. Sus ojos claros se habían oscurecido de pronto y nos miraban, fríos y distantes, como los de esos niños autistas. Tal vez, pensé, estaba ante un enfermo. No siempre se enferma por una carencia de algo, sino también por un exceso de algo, y él podía estar enfermo por un exceso de inteligencia y de sensibilidad.
Terminó la breve reunión y Teresa nos dejó solos. No me hizo ninguna pregunta ni trató de indagar directa o indirectamente sobre mi vida o mi familia. Con un vistazo le había bastado para saber de qué pie cojeaba yo, qué clase de persona era, si le convenía a su hijo mi amistad o no, y enseguida decidió que sí le convenía.
A partir de entonces solíamos ir a menudo a la casa de Fernando, aunque éste y yo nos metíamos en su habitación y la mayoría de las veces no veíamos a su madre o la veíamos sólo durante un momento, al cruzarnos con ella por el pasillo o a propósito del té.
Teresa (quería que la llamara así: simplemente Teresa) parecía joven todavía, aunque vestía de forma un tanto anticuada y a mí me recordaba, por su estilo hierático y su misterioso deambular por la casa, a la terrible Mrs. Danvers, de Rebeca. Cada vez que me miraba a los ojos parecía decirme: «Soy tu aliada para que conquistes a mi hijo», pero yo no podía creer que ella realmente pensara eso (¿qué madre lo pensaría?) y su extraña amabilidad me incomodaba, aunque de algún modo me halagaba.
El padre de Fernando, a quien conocí inesperadamente una tarde y a quien temía de un modo irracional, una vez superados los prejuicios con respecto a su madre, era un hombre rubio, con gafas, muy correcto, pero también muy poco expresivo. Nacido en España, aunque hijo de exiliados alemanes, ignoro si éstos eran judíos que habían venido a España huyendo de los nazis o si, por el contrario, eran nazis que habían venido huyendo del nuevo orden constitucional alemán. Sea como fuere, lo cierto es que Fernando tenía genes alemanes en su sangre (¿judíos, arios?, qué más da) y estoy seguro de que esos genes, junto con los otros genes españoles de su madre y los pocos genes franceses del abuelo de su madre, además del hecho de que fuese hijo único, hubiese tenido una educación mixta, anglosajona y latina, y hablase varios idiomas, formaron un tremendo cóctel psicosomático, cuyo resultado fue aquel ser tan excepcional.
Había rasgos del carácter de Fernando que yo nunca pude entender. Aunque algunos conseguí entenderlos muy bien, como su concepto de la amistad. Fernando idealizaba la amistad. Hasta tal punto eso era así, que se negaba incluso a tener trato con los demás compañeros de clase, excepto conmigo, evitando las conversaciones casuales o las frases de puro compromiso con cualquier persona, ya que el hecho de dividir sus afectos era para él una forma de deslealtad. «No me gusta la frecuencia con que hablas de la mutabilidad de las cosas —me decía en una carta—. Creo que estás bajo de moral y que mi ausencia te sumerge en negros pensamientos». Para Fernando los sentimientos eran eternos e inmutables. La amista, la lealtad, la integridad eran conceptos puros. Sin embargo, yo veía que nada permanecía. Observaba la mutabilidad de las cosas. Vivía la fiebre existencialista. Un existencialista es todo lo contrario de un idealista. Aunque, en cierto modo, yo también era un idealista. Pero Fernando lo era más. Por eso intentó suicidarse varias veces. Cada vez que alguno de esos conceptos puros le fallaba, el mundo se le venía abajo y quería suicidarse.
—Está bien —dije—. Nunca he hablado a nadie de él y no sé si…
Miré a los ojos de Tino y me di cuenta de que no me estaba escuchando. Con un tono de amargura, grité:
—¡Ocho años!
—¿Qué? —preguntó él, sin mucho interés. Sin embargo, se le veía feliz, tan feliz como un niño pequeño cuando hace su primer viaje en tren, y trataba de ser amable conmigo.
Yo bebí de mi lata y le contemplé con infinita ternura. «No puede entenderme —pensé—. Somos dos mundos distintos, pero le he conocido hoy en una calle, me ha salvado de la angustia durante unas horas, se ha emborrachado conmigo y creo que le amo. Necesito amar a alguien ahora que no está Fernando».
—¡Ocho años! —repetí—. ¡Fuimos amigos durante ocho años y ahora, por una estupidez, ha muerto y… todo se ha acabado!
—Así que ocho años…
—Sí, ocho años. Pero no es lo que piensas. Ya sé que cualquiera lo pensaría, pero…
Y le conté a Tino cómo Fernando y yo nos habíamos amado sin que, no obstante, tuviéramos durante aquellos ocho años el menor contacto físico. Oh, sí, de acuerdo. La forma en que Fernando me apretaba a veces la mano… Las atenciones que me mostraba, las sonrisas, las miradas… Todo eso trascendía claramente el afán de cultura y la atracción meramente intelectual, de acuerdo. Nos amamos, sí, pero no fuimos amantes. Nunca tuvimos una experiencia sexual, a pesar de lo que pensara su madre. ¡Porque su madre hubiera querido tener un hijo homosexual, ser ella la única mujer de su vida! Pero no se puede forzar la naturaleza de las cosas. Eso lo supe muy bien desde el principio. Aunque, claro que hubiéramos podido tener relaciones sexuales, estoy seguro de ello. ¡Las tienen tantos chicos heterosexuales en alguna época de su vida! Si yo lo hubiera intentado, las habríamos tenido. Pero nunca, nunca lo intenté. Pues yo también era un idealista. No en el sentido en que lo era Fernando, pero idealista al fin y al cabo. Yo adoraba a Fernando como sólo pueden adorar los idealistas. Su amistad era para mí muy valiosa, demasiado valiosa. Aquélla era una amistad perfecta y yo no quería mancharla, no quería desvirtuarla con algo tan elemental como el sexo. Creo que me entiendes —no, no me entiende—. A veces hay cosas más importantes que el sexo. No todo puede ser sexo. El caso es que un día, no mucho antes de su muerte… un día en que yo había tomado alguna copa de más… Pues el caso es que hice un tremendo esfuerzo dialéctico y le confesé a Fernando que había estado enamorado de él. Se lo dije así, sin más, y él… él… ¿Sabes cuál fue su reacción? Bueno, como por acuerdo tácito, nosotros, que estábamos por encima de las pasiones humanas, que habitábamos en el limbo de las ideas, nunca anteriormente habíamos hablado de sexo (no, al menos, como si éste nos concerniera), así que aquel día creí haber hecho una tremenda revelación. Pero el caso es que él no se sorprendió lo más mínimo. Me dijo simplemente que ya lo sabía, que aquello que yo le contaba ahora él lo había sabido desde siempre.
—¡Ah!, ¿sí? —exclamé.
—Claro. Se te notaba demasiado —me dijo.
—¡Pues no sabes qué alivio para mí si te lo hubiera dicho entonces!
—Lo siento —me dijo—. A mí no me hubiera importado que tú y yo… Ya sabes… Pero creo que…
—Sí, ya sé. Lo hubieras hecho por mí, pero te hubieras sentido forzado.
—No, no. En absoluto. Sólo que… ¡no hubiera sabido qué hacer!
—Así que era eso —pero Tino no me oía. Ya no me oía. Había cerrado los ojos y dormía plácidamente. Sin embargo, yo continué—: Sólo se trataba de un problema técnico. «¡No hubiera sabido qué hacer!». Tiene gracia la cosa, ¿verdad? ¡Pues yo te hubiera enseñado!, pensé enojado conmigo mismo y con mi timidez.
—Tal vez fue mejor así —le dije lamentando la oportunidad perdida. Ya era demasiado tarde para intentarlo—. Nuestra amistad, la maravillosa idea que teníamos sobre la amistad… Todo eso lo hubiéramos estropeado.
Bebí un trago de cerveza, me arrellané en mi asiento y contemplé a Tino en silencio durante un buen rato. Me gustaba verlo dormir. Había algo en su rostro que me provocaba sentimientos encontrados de conmiseración y deseo. «Ya no estoy triste —pensé—, ya no. Esta tarde hice el amor con él y lo haré muchas más veces. Todo esto es una locura, pero quiero vivir y viviré».
Aún era de noche y sólo se veía una profunda oscuridad a través de la ventanilla. Estábamos solos en el vagón y el revisor ni siquiera había pasado a comprobar nuestros billetes. Tino abrió los ojos de pronto y dijo:
—Aún no me has contado por qué se suicidó tu amigo.
Cuando me desperté ya había amanecido. Tino dormía con la cabeza inclinada a un lado y una lata de cerveza vacía rodaba a sus pies. Todo me parecía ahora tan irreal: el hecho de ir sentado enfrente de aquel tipo, la soledad del vagón y hasta el paisaje húmedo y montañoso que se divisaba a través de las ventanillas. ¿Qué estaba haciendo yo allí? Sólo al cabo de unos instantes comencé a comprender…
Eran las diez de la mañana cuando, ya en Valencia, nos dirigíamos a desayunar a una cafetería. A la luz del día, Tino ya no se parecía en absoluto a Fernando, sólo un poco de perfil, lo que contribuía a hacerlo todo un poco más irreal. Ambos nos mirábamos de soslayo, sin saber qué decir. La nuestra era una situación absurda, disparatada, y yo comenzaba a lamentar los gastos extras de tan inesperada compañía. ¿Quién era aquel tipo?, me preguntaba. Todo en él me resultaba sospechoso: la manera de mirarme, la manera de pedirle las cosas al camarero o de comerse el bocadillo. Aquel chico ya no era siquiera el Tino que yo había conocido la noche anterior, sino otra persona muy distinta. Me sentía confuso y, además, tenía un terrible dolor de cabeza.
Pero todo ello, se debía —pensaba yo— a la resaca, al cansancio del viaje y al hecho de no haber dormido apenas. Después, cuando tomara un café bien caliente, recuperaría enseguida el buen ánimo y lo vería todo mucho mejor.
En el autobús de Benidorm Tino volvió a dormirse. Dejó caer esta vez su cabeza sobre mi hombro, lo que me sorprendió gratamente. Durante un rato apenas me atreví a respirar por temor a despertarle. Me gustaba el olor de su pelo, sentir éste rozándome la mejilla, y también el calor de su cuerpo, su proximidad. Nunca había tenido en mi vida contacto físico con nadie de aquel modo. Fernando jamás se había permitido conmigo nada semejante. A lo sumo, me había dado la mano cariñosamente, reteniendo la mía sólo durante unos breves segundos. El contacto físico nos parecía casi degradante. La nuestra había sido, como Fernando dijo una vez, «una relación de cerebro a cerebro». Sin embargo, como podía ver ahora, había personas que se expresaban mejor con el cuerpo que con la mente o las palabras.
Íbamos acercándonos a Benidorm y yo me preguntaba cómo iba a organizar nuestro tiempo de ocio en aquella ciudad, si Tino se cansaría o se aburriría de mí, si nuestra presencia despertaría suspicacias entre los empleados del hotel y si los dos nos sentiríamos por ello incómodos y molestos. Cualquier cosa me parecía terriblemente complicada. Pero, como no podía hacer nada de momento, opté por dejarlo todo al azar.
Poco antes de llegar a Benidorm Tino se despertó y ambos contemplábamos con curiosidad los pueblecitos blancos que íbamos dejando a nuestro paso, junto a la costa o en la falda de alguna montaña. Los naranjos, con sus frutos maduros y orondos, eran como pinceladas gruesas de color en un paisaje impresionista y las inevitables palmeras, junto a las casas de labor, de alguna manera nos evocaban ámbitos y climas tropicales. El mar, que asomaba a veces por la izquierda, tenía un azul intenso y brillante, lo mismo que el cielo, límpido y claro, de modo que se adivinaba un día espléndido, suave y luminoso, casi primaveral, en el exterior.
Atrás quedaron Calpe y el imponente peñón de Ifach. Atravesamos túneles horadados en la roca, barrancos escalonados con bancales cubiertos de almendros, olivos y naranjos. Aquél era el paisaje mediterráneo, pero tenía algo indefinidamente exótico, propio de los países del Sur. En realidad estábamos ya en el Sur. Aquella costa miraba a África. El sol era un sol mucho más perezoso y humano. Más que un astro, parecía un rostro sonriente de cabellos rubios y rizados, dibujado por una mano infantil en una pizarra o en un cuaderno escolar.
Dejamos Altea, con sus casas enjalbegadas encaramadas en lo alto de un otero, y algunos minutos después aparecieron unos altos y delgados edificios en torno a una bahía. Aquello era Benidorm. ¡Ya estábamos en Benidorm!
Cuando bajamos del autobús el día era tan caluroso que casi parecía verano. Ambos nos quitamos enseguida las cazadoras y los jerséis y bajamos por una calle en busca del mar. Estábamos deseosos de ver el mar.
Tino no hablaba. Parecía decepcionado. No era así, quizá, como se había imaginado Benidorm. Pero yo sabía que al llegar a la playa cambiaría de opinión. Una vez que se sentara en una terraza enfrente del mar y tuviera una cerveza en la mano, cambiaría de opinión. Y así fue. No dijo nada, pero le vi respirar profundamente cuando nos encaramos de pronto con la playa de Levante. En cuanto a mí, la imagen del mar me trajo una nueva sensación de libertad. Me parecía increíble que, mientras en Madrid y en Cuenca (a sólo tres o cuatro horas de coche) estaba casi nevando, aquí se hallara la gente desnuda, tumbada sobre la arena.
Nos dejamos caer literalmente sobre la primera mesa al aire libre que vimos y, cuando llegó el camarero, pedimos dos jarras de cerveza. Estábamos cansados y sedientos. También hambrientos, por lo que encargamos a continuación el menú del día, que constaba de ensalada, pescaditos fritos y paella. Después descubrimos que estábamos a gusto en aquel lugar y seguimos bebiendo más cerveza. Tino se mostraba muy expresivo conmigo. Me hablaba de sus experiencias en el colegio y en la mili, experiencias que casi siempre tenían relación con alguna pelea. Por lo visto, había hecho numerosas acampadas y sus encuentros con la naturaleza, en días de frío y sin medios para sobrevivir, habían sido habituales. En la Legión había aprendido a cazar sin armas, a hacer fuego sin cerillas, a curar heridas con las hojas de determinadas plantas y todo ese tipo de cosas. «Cuando duermo —aseguró—, siempre tengo un ojo abierto y otro cerrado». Tino tenía también una gran afición por las armas. Enumeró un montón de modelos y me explicó algunas de sus peculiaridades. Después me habló de Bruce Lee, por quien sentía una gran admiración. Se conocía de memoria su vida y sus películas. Él mismo había practicado kárate y taekwondo y había sido destacado alumno de tales artes marciales. Por si tenía dudas, me explicó algunas reglas y golpes básicos. Naturalmente, había mucha fantasía en todo lo que contaba. Sin embargo, me gustaba oírle. Me gustaba saber que era un muchacho valiente, de carácter tranquilo y magnánimo, aunque a veces frío y temerario (cuando pegaba a alguien, sabía muy bien dónde, cómo y hasta cuándo debía pegar para hacer daño, sin herir ni matar). En el Ejército, por supuesto, había tenido sus pequeños problemas de convivencia, tanto con la tropa como con los mandos. Un sargento cabrón la había tomado con él durante mucho tiempo y un cabo subnormal le había hecho montones de putadas. Pero él, de algún modo, se había vengado. Varias veces había pisado el calabozo. No obstante, siempre se había distinguido por su valentía, su sentido de la disciplina y su higiene personal. No me costaba mucho imaginarlo en formación, con el uniforme impecable, las botas relucientes, la piel del cuello atezada por el sol, la gorra ligeramente inclinada sobre la frente, el pelo corto y moreno y la mirada inescrutable, perdida en el horizonte.
Más tarde alquilamos un apartamento en un edificio próximo por un precio módico (era temporada baja), siguiendo las recomendaciones del camarero, y, nada más entrar en él, Tino se dejó caer sobre la cama y al instante se quedó dormido. Yo abrí las maletas y, cuando acabé de colocar las prendas en el armario, me tumbé en la hamaca que había en la terraza, pero no pude dormir.
Por fin estábamos instalados, pensaba satisfecho, la gente no nos miraba con suspicacia y todo transcurría con normalidad. Mis temores, por lo visto, habían sido infundados. Por otro lado, Tino no parecía aburrirse conmigo. Siempre teníamos algo de qué hablar. Hice recuento de mi situación y comprobé con asombro que, desde la entrevista que había tenido con el señor Tavira hasta aquel mismo momento, habían pasado sólo dos días. Por supuesto, la aventura me estaba resultando un poco cara, pero eso no me preocupaba. Tenía algunos ahorros y, de momento, podía permitirme ese lujo. ¿Qué importaba el dinero? ¿Para qué servía sino para gastarlo?
Pronto comenzó a oscurecer y sentí frío en la terraza. Pasé al interior y me tumbé en la cama, tratando de no hacer ruido para no despertar a Tino. Intenté leer con la claridad que aún llegaba del exterior, pero al cabo de un rato no podía distinguir las letras. Aparté el libro a un lado y contemplé a Tino. Estaba abrazado a una almohada y parecía dormir tranquilo. Ninguna preocupación, ninguna pesadilla le atormentaban. Sólo los adolescentes, sólo los seres libres de prejuicios y de responsabilidades, pensé, podían dormir así.
Poco después yo también me quedé dormido. Cuando desperté, ya era de noche. No obstante, las luces de la playa, la luna y las estrellas, proyectaban sobre la habitación retazos de claridad. Me asomé a través de la puerta cristalera y sólo vi una franja de arena iluminada por las farolas y un fondo oscuro, detrás del cual se adivinaba el mar. El mar. Me traía tantas resonancias literarias, tantas imágenes románticas de evasión y libertad. Y ahora estaba yo allí, enfrente de él, escuchando el murmullo de las olas, contemplando sus tenebrosas aguas desde aquella habitación, junto a un desconocido con el que me había tropezado la tarde anterior en una calle de Cuenca. Cosas así sólo ocurrían en las películas o en las novelas, películas o novelas de escaso valor artístico, a no ser que el argumento se complicara y terminaran en drama. Aquello era imposible saber cómo iba a terminar. Yo no quería que terminara nunca. Tenía una semana por delante y eso me parecía un tiempo ilimitado. Cada minuto, cada segundo encerraban para mí más felicidad que meses y años de mi solitario pasado. No estaba acostumbrado a la felicidad y no sabía qué hacer con ella. Tenía miedo de echarla a perder con mi torpeza.
Estaba cubriendo a Tino con una manta, cuando éste abrió los ojos de pronto y me miró, al principio con sorpresa, como si no me reconociera, y luego con una sonrisa voluptuosa, mientras se desperezaba, estirando brazos y piernas. Instintivamente comencé a acariciarle. Lo hacía con indecisión, temiendo ser rechazado, pero luego, cuando me di cuenta de que mis caricias eran bien recibidas, vehementemente y con furor.
—¿Dónde quieres que vayamos a cenar? —le pregunté a Tino mientras miraba con preocupación la avenida solitaria—. ¿Te apetece un restaurante italiano? ¿Comida china? ¿Comida española? ¿Una hamburguesa quizá?
—Mejor, el restaurante italiano —dijo Tino, sin mucho entusiasmo—. ¿Dónde está el ambiente aquí? No hay nadie.
—Tranquilo —le calmé—. Después de cenar iremos a esa zona que nos ha indicado el portero. Por cierto —intenté bromear—, ¿sabías que tienes estilo italiano?
—¿Qué quieres decir?
—Ya sabes: el modo de vestir, el pelo, los rasgos físicos y todo eso.
—¿Ese amigo tuyo que se suicidó también tenía estilo italiano?
—No. Él tenía más bien estilo británico.
—Entonces no nos parecemos tanto.
—No, creo que no —dije yo mirándole de soslayo—. En realidad, creo que no os parecéis en nada.
Más tarde, nos hallábamos en el interior de un pub con la música a todo volumen, bebiendo al gollete de nuestras botellas de cerveza e intentando jugar una partida de billar, mientras unos cuantos turistas británicos gritaban y daban saltos a nuestro alrededor. Después de la partida de billar (que ganó Tino), nos dirigimos a un pub que había enfrente, llamado The Hippodrome, y que resultó ser una discoteca. La noche avanzaba y Tino y yo nos comportábamos como dos viejos amigos que disfrutan de unas merecidas vacaciones en Benidorm. En The Hippodrome unos cuantos marines negros americanos (había, por lo visto, un barco de la Séptima Flota anclado en la bahía) bailaban rap en el centro de la pista y la gente aplaudía y coreaba sus acrobacias. A duras penas nos abríamos paso hacia la barra del fondo, cuando de pronto tropecé con alguien y, como nos hallábamos en terreno internacional, dije:
—Excusez moi.
—Voilà quelqu´un qui parle français! —oí que comentaba un chico alto y delgado a su compañera, una joven con el pelo corto y rubio, probablemente teñido. Me sonrieron y sonreí.
—Porquoi pas? —pregunté.
—Ah, pero tú eres español, ¿verdad? —intervino la chica. Hablaba bastante bien el castellano, aunque con un ligero acento alemán u holandés.
—¿En qué lo has notado?
—Tú también has notado que yo no soy española, ¿verdad?
—Sí, sí —respondí un tanto aturdido. Aquella conversación con alguien que no conocía de nada me resultaba un tanto chocante. En dos días no paraba de improvisar amistades con desconocidos.
El camarero se acercó en aquel momento, preguntó qué íbamos a tomar y Tino y yo pedimos, como siempre, dos cervezas.
—Oye —me dijo de pronto, en voz baja, la chica del pelo rubio teñido—, ¿podrías pagarme una consumición? Estoy sin blanca, ¿sabes? He perdido el monedero o me lo han robado, no sé… Te lo devolveré mañana, si vienes por aquí, por supuesto.
—De acuerdo —dije—. ¿Qué quieres tomar?
—No sé. Algo que no sea cerveza… Un vodka con naranja, por favor.
—¿Tu amigo no toma nada?
El chico aceptó una cerveza. Parecía tímido y sonreía forzadamente.
—Él no habla español ni tampoco inglés —explicó la chica—. No entiende nada ni habla con nadie en su idioma más que conmigo, por eso se ha alegrado de oírte hablar en francés.
Resultó que eran belgas, él valón y ella flamenca de madre sueca (o sueca de padre flamenco). El chico había ido a pasar las vacaciones de Navidad a Benidorm con unos amigos, pero al final no había querido regresar a su país y ahora estaba sin dinero, buscando trabajo. Ella, por su parte, vivía desde hacía varios años en la cala de Finestrat, donde sus padres tenían un negocio relacionado con anuncios luminosos o algo parecido. Se llamaba Astrid. El nombre de él era Jacques.
—Tanto gusto —dije—. Eduardo, Tino…
Tino estaba un tanto retraído y saludó por pura obligación. Astrid, sin embargo, se las ingenió para iniciar una conversación con él. Le gustaba y de ello me di cuenta enseguida. Yo, mientras tanto, intercambié con Jacques algunas frases de cortesía. Cuando me di cuenta, Tino y Astrid se habían ido a bailar. Los perdí de vista durante un rato y luego los volví a localizar en un extremo de la pista. En cierto modo, me alegraba de que Tino se divirtiera con ella, pero el miedo a perderlo me tenía intranquilo. Jacques me contaba que era pastelero. Tenía veintidós años y llevaba unos cuatro viviendo fuera de su casa. Le gustaba la independencia, pero durante una semana había estado enfermo y nadie había ido a visitarlo.
—En España la familia vive más unida —comentó—. Los hijos se quedan con los padres hasta que se casan. En Bélgica a los dieciocho años te tienes que ir o, si no, te echan. No existe ese concepto que hay aquí de la familia.
—Sí, pero no te fíes de las apariencias —le dije yo—. Aquí todos viven juntos, es verdad, pero no se aman los unos a los otros; se soportan, se utilizan o incluso se odian. Antes los padres explotaban a los hijos y ahora los hijos explotan a los padres. La unión familiar se mantiene por conveniencia, por costumbre, pero no por cariño o solidaridad. Hay mucha hipocresía en el concepto latino de la familia.
—En cualquier caso, es mejor que en mi país —insistió Jacques. Después se lamentó de no hablar español y de haber gastado demasiado rápido todo su dinero. Astrid le había ayudado mucho buscándole alojamiento (compartía apartamento con otros chicos, también extranjeros) y un trabajo como repartidor de propaganda. De momento, sobrevivía con eso, aunque sólo le daba para comer hamburguesas, pero él quería un trabajo de verdad: pastelero, panadero o camarero; cualquier cosa antes que repartidor de propaganda.
Jacques parecía un buen chico y me gustaba hablar con él, pero yo estaba preocupado y no paraba de mirar hacia el fondo, en busca de Tino. Le vi hablando con Astrid en un rincón de la pista. Ambos daban la sensación de traerse algo entre manos. Los estuve observando durante un rato y luego, de pronto, desaparecieron de mi vista. Jacques decía que estaba encantado de poder hablar francés conmigo. Todo el mundo ahora estudiaba inglés. Él, sin embargo, no hablaba ni una palabra de ese idioma. Nunca había sido buen estudiante de inglés ni de nada. ¿Cómo era que yo hablaba francés?
—Lo aprendí de pequeño en un colegio bilingüe —dije. Miré hacia la pista y vi a Astrid, pero no a Tino—. Mis padres querían que hiciera la carrera diplomática. También me obligaron a estudiar inglés, aunque lo hablo un poco peor.
Jacques dijo que estaba estudiando español. Sabía decir «Hola, ¿qué tal?», «Buenos días» y «Hasta mañana».
—Tu amiga es bastante simpática —dije—. Me cae bien.
—Está un poco loca —dijo Jacques en español.
—¡Ah!, ¿sí? —reí—. Yo también estoy bastante loco. ¿Quieres otra cerveza?
Jacques aceptó, aunque dijo que no quería aprovecharse de mí. Yo trataba de mantenerme interesado en la conversación, pero cada vez me sentía más preocupado por Tino. Pensaba que se había ido para siempre y que no lo volvería a ver nunca más. Cada vez que desaparecía de mi vista, aunque sólo fuera durante unos breves segundos, pensaba que no volvería a verlo nunca más. Astrid pasó junto a nosotros sin detenerse. Realmente era una chica rara. Jacques seguía hablándome, pero yo ya no lo escuchaba. ¿Dónde estaba Tino? ¿Dónde se había metido?, me preguntaba lleno de angustia.
—Lo peor —oí que decía Jacques— es que le gusta demasiado esnifar. Todo el dinero que consigue se lo gasta en coca. A mí no me gusta nada la droga. Prefiero beber —dijo levantando su vaso.
—Es una pena —dije yo haciendo conjeturas—. Parece una chica tan agradable.
—Lo es. A mí me ha ayudado mucho. Pero cuando uno se droga, ya no sabe lo que hace. ¿Tu amigo también esnifa cocaína?
Casi di un salto al oír eso.
—No —negué—. ¿Por qué lo dices?
—Bueno, pensé que los dos habrían estado esnifando.
—No lo sé —dije alarmado—. No lo creo, pero no lo sé.
—Ella estaba buscando y lo mismo tu amigo…
—Mi amigo no lleva dinero.
—No importa. Lleva ella.
—¿Dinero? Pero si me ha pedido que le pagara la bebida porque no tenía…
—¿Te ha pedido que le pagaras la bebida?
—Sí. Dijo que perdió el monedero, que se lo robaron o algo parecido.
Jacques no pudo evitar una sonrisa.
—Pues yo sé que llevaba dinero. A no ser que se lo haya gastado todo en la coca, claro.
—Tino no esnifa cocaína. Yo no lo he visto al menos.
—Mucha gente esnifa —dijo Jacques, como si quisiera quitarle importancia al asunto—. Tal vez no hace mucho daño de vez en cuando, pero si se convierte en costumbre…
—¿Crees que mi amigo puede ser un drogadicto? ¿Tiene pinta de eso?
—No, no, en absoluto. Pero ya sabes que hoy en día casi todos los jóvenes…
—Te confesaré una cosa —dije de pronto, en tono confidencial—. En realidad, no lo conozco apenas. Nos conocimos ayer en una calle de Cuenca y no sé nada de él. Te digo esto porque me inspiras confianza. Sinceramente, ¿crees que él puede ser un drogadicto? No lo soportaría. Aunque tal vez ya sea demasiado tarde.
—Ella trató de ocultármelo a mí los primeros días —dijo Jacques, después de algunos segundos durante los cuales trataba de recomponer sus ideas sobre mí y yo me arrepentía ya de lo dicho—, pero al final eso siempre se nota. No te preocupes —me animó—. Seguro que él no es ningún cocainómano. Puede que esnife de vez en cuando, si le invita alguien, como todos… Pero lo peor sería la heroína. Eso nunca tiene remedio.
Observé cómo miraba a Astrid, mientras ésta hablaba con un marine americano. Sospeché que Jacques estaba enamorado de ella y que no era correspondido.
—A pesar de todo, me gusta Astrid —dije—. Me gusta la gente que se acerca a mí de esa forma, aunque sea para pedirme dinero. Yo soy tan tímido que nunca haría nada semejante. Sería capaz de morirme de hambre antes que pedir nada a los demás. ¡Y no pierdo la timidez ni con una copa de más!
—Pues ella se aprovecha de la gente como tú —dijo Jacques con un tono de amargura en la voz—. Eso que ha hecho contigo lo suele hacer casi todos los días con mucha gente. También lo hizo conmigo.
—¿La conociste así?
—Más o menos. ¿Sólo te ha pedido que le pagaras la bebida?
—Sí. Dicen que los drogadictos… Bueno, no sé si ella es exactamente una drogadicta… Pues dicen que saben mentir muy bien y que acaban creyéndose sus propias mentiras.
Jacques asintió con la cabeza y se quedó callado durante unos segundos.
—Supongo que encontrarás trabajo en Benidorm —dije tratando de animarle—. Debe de haber aquí muchas pastelerías y el idioma no creo que sea un obstáculo. Basta con que sepas, de momento, lo esencial. Sabes decir «Buenos días» y «Hola, ¿qué tal?», las frases más amables de nuestro idioma. Con eso te sobra.
—También sé decir algunas palabras malas —dijo, recuperando de pronto el buen humor—. Son las que se aprenden más deprisa —iba a enumerar unas cuantas cuando de pronto exclamó—: ¡Mira, ahí viene tu amigo!
No esperaba ver a Tino en aquel momento y creí que iba a estallar de alegría. ¿Qué sería de mí cuando, al final de las vacaciones, tuviéramos que separarnos? No podía ni imaginarlo. No quise preguntarle dónde se había metido durante tanto tiempo. Quedaba disculpado de cualquier cosa por el simple hecho de haber regresado.
—¿Qué vas a tomar? —le pregunté.
—Nada. Vámonos a otro sitio.
—O.K. —dije apurando mi vaso de cerveza.
—¿Vendrás por aquí mañana? —me preguntó Jacques—. Me gustaría seguir hablando contigo.
—Claro. A mí también.
—Estaré aquí a la misma hora.
—De acuerdo. A la misma hora —deslicé en su mano, al estrecharla, un billete de dos mil pesetas. Jacques me miró sorprendido. No estaba seguro de aceptarlo—. Tómate algo —dije—. La noche es muy larga.
—Gracias —le oí decir en español cuando me alejaba.
Ya en la calle, Tino me informó que estaba sin tabaco, de modo que pasé a un bar y compré un paquete de cigarrillos rubios americanos. Escruté su rostro mientras le entregaba el paquete y me pareció malhumorado. Le pregunté qué le pasaba y me dijo que nada. Caminamos en silencio durante unos minutos, en dirección a Joker´s, un local del que nos habían hablado.
—No tenías que haber ido tú a comprar el tabaco —dijo con un tono de voz que no le conocía—. Todo el mundo se va dando cuenta de que lo pagas todo y es un mosqueo.
—Tienes razón —dije—. Lo siento.
—Deberías darme algún dinero para que yo pague también de vez en cuando. Así nadie pensará nada.
—Lo siento, Fernando, yo…
—¡No me llames Fernando! —gritó.
—Lo siento. Fernando es ese amigo mío del que te hablé… Quería decir Tino. Lo siento.
—Sé que Fernando era ese amigo tuyo. Ya me lo has contado, pero yo me llamo Tino. No me gusta que me confundan de nombre.
—Lo siento —insistí de nuevo. No quería que se enfadara. No podía verlo enfadado.
Tino soltó un largo suspiro.
—Y tampoco me gusta que me mires tanto —dijo.
—Lo siento. Trato de evitarlo, pero…
—Puedes mirarme todo lo que quieras cuando no haya nadie, puedes mirarme la polla todo el día si te da la gana, pero no delante de la gente. No me gusta que se den cuenta y hagan comentarios.
—Trataré de no mirarte en público —dije—. Lo intentaré, Tino, pero… Creo que me estoy enamorando de ti. Yo…
—Tampoco es preciso que no me mires —dijo condescendiente—. Puedes mirarme, pero como se miran dos amigos normales. ¿Sabes cómo te digo? No como me miras tú.
—Lo siento —dije con voz suplicante—. No te enfades, por favor.
—Tienes que aprender muchas cosas todavía —sentenció.
—Es verdad. Tengo treinta años —treinta y uno, pero deliberadamente me quité uno— y, sin embargo, no tengo mucha experiencia. Mi amigo Fernando y yo…
—Está bien. No me cuentes más cosas de tu amigo. Me has conocido a mí ahora, ¿no?
De pronto me di cuenta de que estaba celoso. Le molestaba que hubiese amado a otro antes que a él y eso me gustaba. Al final de la calle, en una esquina, vi el letrero de Joker´s y le entregué un billete de cinco mil pesetas.
—Toma —le dije—, paga tú ahora las consumiciones.
Regresamos al apartamento muy tarde, bastante borrachos. Para entonces, tanto Tino como yo habíamos olvidado ya el pasado enfado. No parábamos de reír. Todo lo que hacíamos o decíamos, el hecho mismo de quitarnos la ropa, nos provocaba constantes carcajadas. Finalmente tuve que ayudar a Tino a desnudarse, pues había caído sobre su cama y no podía moverse. No acertaba a desenredar los cordones de sus botas. Yo lo conseguí después de un rato y luego tuve que pelear con sus pantalones. Tino, mientras tanto, parecía divertirse viéndome desnudarle, sin hacer el menor esfuerzo por colaborar. Cuando acabé con él, empecé conmigo. Después me senté a su lado en la cama. Destapé dos latas de cerveza y bebimos.
—Eres maravilloso —le dije a Tino acariciándole—. Eres la experiencia más maravillosa que me ha ocurrido en la vida —le besé en la frente, le besé en las manos, le besé en el ombligo—. Pero sé —añadí apretando fuertemente una de sus manos— que me harás mucho daño. Sólo te pido que no seas demasiado cruel, que tengas piedad de mí, por favor.
Tino sonrió sardónicamente.
—Me gustas. Me gustas tanto que tengo miedo de mí mismo —dije besando sus manos en una especie de arrebato.
—¿Qué te pasa a ti ahora? —dijo Tino mirándome con suspicacia—. ¿Por qué dices todas esas cosas?
—Nada. No me pasa nada. Pero tengo un presentimiento. Sé que me harás muy feliz, pero también que me harás mucho daño. Es sólo un presentimiento.
Tino volvió a sonreír de aquel modo suyo tan particular, entre cínico y condescendiente. Debía pensar, quizá, que yo era un tipo bastante ridículo.
—Me hace daño tanta belleza —dije acariciando con veneración sus cabellos.
—A ti todo te hace daño, por lo que veo.
Aquella noche le hice a Tino un montón de promesas. Le juré que siempre lo querría. Le prometí que su vida sería cómoda y agradable, sin dificultades económicas ni nada parecido, si se quedaba conmigo. En realidad, mis medios eran muy limitados, pero yo estaba seguro de que no tendría problemas con el dinero. De un modo o de otro, siempre podría conseguirlo. ¿Cómo algo tan vulgar como el dinero iba a impedirme ser feliz? A todas aquellas propuestas, sin embargo, Tino respondió, un tanto molesto, diciéndome que él era un hombre libre, que no le gustaba estar atado a nadie ni hacer planes sobre su futuro.
A la mañana siguiente, mientras Tino dormía, trajeron el televisor que habíamos encargado al portero y ordené que lo colocaran despacio, para no despertarle.
Eran las tres de la tarde. Yo había leído y releído las cartas de Fernando, además de algunos capítulos del libro de Maugham, y Tino seguía durmiendo. Yo ni siquiera había desayunado. Ya era la hora del almuerzo y tenía hambre, pero no quería comer nada hasta que Tino se despertara, así que seguía tumbado al sol en la terraza y me asomaba de vez en cuando al interior para contemplarle. Una de aquellas veces reparé de pronto en sus prendas y, sin poder reprimir la curiosidad, me las llevé al cuarto de baño para examinarlas. No había nada en sus bolsillos. Nada, salvo una cartera dentro de la cual hallé unas cuantas tarjetas, recortes de papel y hasta algún posavasos con direcciones y números de teléfonos anotados por diversas manos, al parecer de distintas ciudades, según los prefijos, además de la foto de un niño (que supuse sería el propio Tino) y un poco de calderilla. ¿Dónde estaba el resto de las cinco mil pesetas que le había dado la noche anterior? Tino sólo me había invitado una vez. Las demás consumiciones las había pagado yo y él no había hecho nada por impedirlo. Busqué en las demás prendas y no encontré nada. ¿Habría comprado Tino cocaína y la habría esnifado en alguna de aquellas ocasiones en que me había dicho que iba al baño? Todo eran de pronto dudas y temores. Había tantas cosas de Tino que me desconcertaban. Le oí moverse en la cama y pensé que se había levantado, pero cuando regresé a la alcoba aparentemente seguía durmiendo. Metí la cartera en el bolsillo, lo dejé todo tal como estaba y volví a la terraza. Estuve allí leyendo y tomando el sol hasta que Tino se despertó, una hora más tarde. Se alegró mucho cuando vio la televisión. Rápidamente se incorporó sobre la cama, cogió el mando a distancia y estuvo haciendo zapping hasta que se decidió por una serie de policías y ladrones.
—¿Cuándo vamos a comer? —le pregunté al cabo de un rato.
—¿Comer? Yo no tengo hambre —dijo—. Pero trae unos bocadillos, si quieres.
—Entonces —dije tímidamente—, ¿no vamos a salir? ¿No te apetece dar una vuelta?
—¿Para qué? Aquí estamos mucho más cómodos.
Al parecer, después de aquella serie ponían otra que también quería ver.
—No te va a dar el sol en todo el día —le regañé cariñosamente—. ¡Y estás en Benidorm!
—¿Para qué quiero que me dé el sol? A mí me gusta la noche, no el día.
—Está bien —asentí—. ¿De qué quieres el bocadillo? —Tino estaba tan absorto, pendiente de la pantalla, que ni siquiera me había oído. Repetí la pregunta y añadí—: ¡Todavía no conozco tus gustos!
—¡Bah! ¡Sorpréndeme! Me gusta cualquier cosa —ya me iba, cuando gritó—: ¡Si es carne, mejor, y que sea poco hecha!
Bajé corriendo a la cafetería donde habíamos comido el día anterior y encargué varios bocadillos, bebidas y tabaco. Mientras esperaba, me fui poniendo cada vez más nervioso. ¿No le gustaba el día a Tino, como él mismo decía, o simplemente se ocultaba para evitar ser visto? ¿Y qué había pasado con el dinero? ¿Lo tendría guardado en otro sitio o se lo habría gastado en cocaína? Esto último no quería ni pensarlo. Por otro lado, ¿no aprovecharía mi ausencia para robarme las cosas de valor y marcharse? Dinero no había dejado mucho, tal vez unas quince mil pesetas, pero estaba la tarjeta Visa y Tino podía haberse aprendido mi número de memoria, ya que me había acompañado un par de veces al cajero automático. ¿Quién iba a querer comerse un bocadillo pudiendo ir a un buen restaurante? ¡Claro! ¿Cómo no se me había ocurrido pensarlo antes? ¡Todo era una estratagema para quedarse solo y ejecutar su plan! También podía ocurrir que Tino no tuviera la intención de robarme y que, no obstante, al ver el dinero o la tarjeta… Dice el refrán que no hay que tentar al diablo. No paraba de hacer todo tipo de conjeturas y especulaciones, cada vez más negativas y alarmantes. En cualquier caso, a mí no me importaba perder un poco de dinero, sino perderlo a él. Volví al apartamento con el corazón en un puño. Cuando me acerqué a la puerta se oía la televisión, pero Tino podía haberla dejado encendida para despistar. Metí la llave dentro de la cerradura y, después de unos instantes de duda, la giré y abrí la puerta. Me temía algo horrible, así que la dejé abierta, de par en par, por si tenía que salir corriendo. Avancé lentamente por el pasillo y, al llegar al fondo, cerré los ojos. Sabía que Tino se había ido para siempre, pero todavía no quería creerlo. No quería ver su cama vacía y el montón de cosas destrozadas por el suelo… Abrí los ojos, miré hacia la cama y… allí estaba Tino, tal como lo había dejado, con la almohada detrás de la espalda y un cigarrillo en la mano, viendo la televisión. Puse los bocadillos sobre la mesilla de noche y lo miré durante unos instantes, incrédulo. Él ni siquiera parecía haberse percatado de mi presencia. Sonreía por algo que estaba ocurriendo en la pantalla. Yo necesitaba un trago, así que abrí con urgencia desesperada una lata de cerveza.
—¿No hay para mí? —preguntó Tino de pronto, mirándome con curiosidad—. ¿Qué te pasa? Te has dejado la puerta abierta.
Aquella noche dimos un paseo por el pueblo, no muy largo, ya que a Tino no le apetecía demasiado andar, cenamos en un restaurante chino, jugamos dos partidas de billar en un centro de juegos recreativos y regresamos de nuevo, por la playa de Levante, a la zona donde habíamos estado la noche anterior. Era aún muy temprano y no había demasiada gente en los locales que visitábamos, por lo que Tino me propuso volver al apartamento con unas cuantas latas de cerveza y terminar allí la noche viendo la televisión. La idea era estupenda, pero me acordé de la cita con Jacques en The Hippodrome y se lo comenté a Tino.
—¿Qué pasa? ¿Es que te lo quieres ligar? —me espetó.
Yo me quedé sorprendido, sin saber cómo reaccionar.
—Como le prometí que iríamos… —dije al fin.
—Yo no le prometí nada. Ve tú, si quieres.
—No, no. Si no quieres ir tú, tampoco iré yo.
—Ya me di cuenta anoche de que te gustaba. Todo el mundo se dio cuenta. ¡Ni siquiera pudiste disimularlo!
—Sólo trataba de ser amable con él —dije, conciliador—. El chico no hablaba español y, como te habías ido con Astrid y me dejaste solo…
—¡Claro que te dejé solo! ¿No pensarás que voy a estar todo el día pegado a ti?
—No es eso —me defendí—. No estoy echándote en cara que me dejaras solo. Entiendo que no estés todo el día pegado a mí. Sólo quería decir que si hablé con él fue porque…
—¡No me chilles! —gritó Tino de pronto, parándose en medio de la calzada. A continuación echó a andar en dirección a la playa. Yo le seguí, inseguro, lleno de confusión.
—Tino —dije con voz temblorosa, cuando estuve a su lado y vi que no había nadie a nuestro alrededor—, ese chico, Jacques, no me interesa en absoluto, de verdad. A mí sólo me gustas tú. Ya tenías que haberte dado cuenta de que estoy loco por ti.
Al oír aquello, el rostro de Tino se relajó. Sin embargo, siguió andando durante un rato sin mirarme ni hablarme. Luego le perdí de vista al subir las escaleras del edificio donde estábamos alojados. Yo me entretuve comprando bebidas y chucherías en el bar y a continuación corrí detrás de él. Cuando entré en el apartamento lo hallé en calzoncillos, tumbado sobre la cama, con la luz apagada, viendo la televisión. Dejé las cosas sobre la mesilla de noche y me senté, vestido, sobre mi cama. Ponían una película de terror, una de esas películas donde un maníaco se va cargando estúpidamente a un grupo de adolescentes que están alojados en una cabaña, y los dos la veíamos en silencio, dándole de vez en cuando pequeños sorbos a nuestras latas de cerveza. Más tarde, en un intermedio, me acerqué a él y comencé a acariciarle.
—Te quiero, te quiero —murmuré.
—¡Déjame! —dijo él, rechazándome bruscamente.
Yo me alejé, confuso y humillado, a un rincón.
—Lo siento —dije—. No quería molestarte.
—¡Déjame ver la película!, ¿vale?
—De acuerdo, de acuerdo.
—Ahora no me apetece —dijo Tino, al cabo de un rato, como si quisiera disculparse—. Más tarde.
A la mañana siguiente nos despertamos temprano y, después de desayunar huevos con bacon en nuestra cafetería habitual, Tino propuso que diéramos un paseo por la playa, lo que me sorprendió gratamente.
Convertimos el paseo, en realidad, en una especie de excursión, ya que llegamos andando hasta la cala de Finestrat, a unos cuatro o cinco kilómetros de distancia, más allá de la playa de Poniente. Íbamos por la arena, caminando al borde casi del agua, alejándonos cada vez más del pueblo, sin saber exactamente hacia dónde nos dirigíamos ni cuándo íbamos a parar. Supongo que a Tino debía recordarle aquello alguna prueba de resistencia del Ejército, ya que ni siquiera quiso que nos detuviéramos a descansar. Hasta que llegamos a aquella pequeña playa, sudorosos y sedientos, y decidimos quedarnos allí. Había varios restaurantes y ambos fuimos a ocupar la primera mesa libre que vimos en uno de ellos. Después de comer tomamos café y licores en un bar próximo, una especie de gruta engastada en la roca, con una pequeña terracita en la que había sólo tres mesas. Nos atendió una chica con el pelo teñido de azul, vestida con una provocativa minifalda, a la que Tino, sin embargo, no prestó demasiada atención, ocupado como estaba en contarme sus experiencias en el Ejército, algunos combates famosos de Bruce Lee, las virtudes o los defectos de ciertos modelos de armas de fuego y, de paso, algunas tácticas de supervivencia.
Luego la tarde comenzó a decaer y decidimos regresar, caminando esta vez por la acera. Llegamos de noche al apartamento y ya no quisimos salir. Después de la ducha, estuvimos viendo una película de la Segunda Guerra Mundial y acabamos haciendo el amor en la secuencia final, cuando las tropas llegaban a París. Pedimos una pizza por teléfono, comenzamos a ver otra película y, de nuevo, la acabamos haciendo el amor. Nos quedamos dormidos con la televisión puesta. Eran las cinco de la mañana cuando me percaté de ello y me levanté a apagarla.
Al día siguiente nos fuimos de tiendas y obsequié a Tino con varias prendas, un walkman, un reloj, unas gafas, varias cintas de música y un montón de cosas más. Quería tenerlo contento, quería evitar cualquier tipo de fricción entre nosotros durante el resto de las vacaciones y lo conseguí, ya que Tino no volvió a enfadarse conmigo por ningún motivo.
Los días se fueron sucediendo, pues, tranquilos y felices, de la manera más anárquica, sin ningún programa de diversión preestablecido. A veces nos emborrachábamos a las once de la mañana, sentados al sol en la terraza de un bar, y a veces nos pasábamos todo el día sin tomar alcohol hasta las doce de la noche, cuando hacíamos nuestra excursión nocturna por los pubs. Unas veces íbamos a restaurantes caros y otras comíamos pizzas o bocadillos sobre la cama. Jugábamos mucho al billar, en los pubs o en los centros de juegos recreativos, jugábamos al mini-golf y también con las máquinas tragaperras, conversábamos poco, aunque nos reíamos mucho, y ya de madrugada, cuando regresábamos al apartamento, peleábamos fieramente con nuestras prendas hasta quedar tirados por el suelo, agotados y desnudos, donde finalmente hacíamos el amor. Fueron días estupendos, días maravillosos, los mejores días de mi vida. Todo el mundo tiene derecho siquiera a una semana de felicidad y aquélla fue la mía, sin lugar a dudas.
Cuando partíamos para Madrid, hice algunos cálculos y comprobé que había gastado más del cuádruple de lo que había presupuestado. Pero qué importaba el dinero. Iba a tener demasiado tiempo para ahorrar y aburrirme, ahora que Tino y yo debíamos separarnos.
—Me doy cuenta de que no sé apenas nada de ti —le dije a Tino, con cierta osadía, cuando nos aproximábamos a Cuenca—. Hemos pasado una semana juntos y ni siquiera te conozco.
—¿Qué quieres saber de mí? —me preguntó bruscamente.
—No sé. Quiero decir que…
—¿Qué pasa? ¿Crees que te oculto algo?
—No, no —dije yo, arrepentido ya de mi osadía.
—No me gusta que me hagan preguntas —dijo él, sin reprimir su irritación—. Lo sabes muy bien y tú…
—Bueno, yo…
—… tú haces demasiadas preguntas.
—En realidad yo sólo quería conocerte. Dicen que conocer es…
—¿Conocerme? ¿Para qué? Si me conocieras de verdad, seguro que saldrías corriendo y no querrías volver a verme nunca más en tu vida.
—¿Tan grave es la cosa?
—Mejor, vamos a dejarlo —dijo Tino con un suspiro.
—No me importa lo que hayas sido en el pasado, sino lo que quieras ser a partir de ahora —dije magnánimo.
Tino permaneció callado, eludiendo mi mirada.
—En todo caso —continué—, tienes mi número de teléfono y estaré esperando tu llamada.
—De acuerdo —concedió Tino—. Si te empeñas, tal vez te llame un día de estos.
Con los ojos cubiertos por las gafas oscuras y ese rictus tan característico de él en los labios, su rostro expresa un gran misterio. Unas veces creo detectar una mueca de burla y otras una insinuación de amenaza. Nada tranquilizador, en todo caso. Sea como fuere, no puedo mirar demasiado tiempo esa foto (una foto que se hizo en la estación de Valencia el día del regreso, la única que tengo de él) sin sentir un escalofrío y, ¿por qué no decirlo?, una extraña fascinación, ya que comprendo al mirarle por qué entonces le amé tanto y por qué hoy, a pesar de lo que ocurrió después, aún le sigo amando.