De pronto tuve la sospecha: ¿Y si era un drogadicto? Ante todo, tenía que cerciorarme de que no lo era. Si lo era, debía tratar de quitármelo de encima lo antes posible. Necesitaba compañía, necesitaba una aventura, pero no a cualquier precio.
Estábamos sentados ante una mesa baja de madera, en un local con moqueta y antiguos grabados de caballos irlandeses. El camarero, un hombre de mediana edad, muy ceremonioso, nos acababa de traer dos cervezas acompañadas de un plato con canapés variados, y ahora venía el inevitable momento de la conversación. Comenzamos, como era de rigor, por los nombres («Mi nombre es Justino —dijo él—, pero todo el mundo me llama Tino») y las frases del tipo: «¿De dónde eres?» o «¿Qué años tienes?». Él era de Valladolid y tenía diecinueve años. Recordé entonces que estaba sin tabaco, así que me acerqué a la barra, compré un paquete de cigarrillos rubios americanos y se lo entregué. Pensé que me lo agradecería efusivamente, pero me dio las gracias en voz baja y sin mirarme. El camarero nos había estado observando y yo me di cuenta demasiado tarde de mi torpeza. No sabía cómo arreglarlo y durante unos instantes ni siquiera me atreví a hablar, pero Tino resolvió la situación admirablemente encendiendo un cigarrillo y sonriéndome, mientras expulsaba el humo con total y absoluta delectación. Era como si hubiera dicho: «Tranquilo, ¿qué más te da el camarero? Aquí estoy yo, a tu lado, y eso es lo que importa».
Con sus botas del Ejército bien betunadas, el pelo moreno y brillante, el flequillo cayéndole graciosamente a la derecha, las prendas (vaqueros, jersey gris y cazadora de cuero negro) tan nuevas que parecían compradas recientemente en unos grandes almacenes, las manos grandes y viriles, aunque suaves y sin callosidades, y en general ese aspecto del que acaba de salir de la ducha un momento antes, era difícil creer que aquel chico fuese una especie de vagabundo, tal como yo había imaginado al verle pedir el cigarrillo al anciano. Ahora ya no sabía qué pensar. Por otro lado, no podía negar que el muchacho hacía esfuerzos por comportarse. Ambos nos mirábamos con forzada simpatía, con rara camaradería, como tratando de disimular cualquier síntoma de prevención o de desconfianza en el otro. La situación era bastante absurda y los dos intentábamos torpemente que no lo pareciera. No había mucha gente en el pub y noté que el camarero seguía mirándonos. Desde luego, no me extrañaba nada que nos mirara, ya que Tino y yo formábamos una curiosa pareja, y no sólo por la diferencia de edad. Cualquiera que nos observara detenidamente podría hacer fáciles conjeturas sobre nosotros. No obstante, me preguntaba por qué un chico como aquél me había llevado a un sitio semejante, un sitio para personas maduras, demasiado caro, demasiado serio y donde ponían música de jazz. Fuera como fuese, me parecía estupendo que hubiera elegido aquel lugar y no otro. No me importaba que nos mirara el camarero y creo que tampoco le importaba a él. De haberle importado realmente, pensé, no me habría llevado allí. Canalizada a través de mis preguntas, la conversación transcurría de un modo un tanto abrupto. Tino hacía cuatro meses que había regresado de Ronda, donde había cumplido el servicio militar en la Legión, me dijo. Él tampoco era de Cuenca. Estaba de paso con un hermano suyo. Se habían detenido a visitar a unos tíos y al día siguiente regresarían a Valladolid. Pero a él le aburrían los rollos familiares, así que había salido a dar una vuelta. Por mi parte, le conté que me había tomado una semana de vacaciones y que aquélla era mi primera visita a Cuenca. Aclaré que hacía el viaje en compañía de un primo (un ex legionario y demás…, no era cosa de fiarse), con el que tenía previsto reunirme un poco más tarde. Teníamos el propósito de quedarnos un par de días en Cuenca y luego continuar el viaje hasta Benidorm.
—¡Benidorm! —exclamó.
—Sí. ¿No has estado nunca allí? —pregunté.
Dijo que no, pero que le encantaría ir. Imaginaba un paisaje bastante exótico: playas doradas con chicas en top less tomando el sol, palmeras, coches descapotables, chiringuitos y cosas así. Prácticamente el Caribe. Yo traté de reforzar aquella imagen para mantenerle interesado en la conversación. Vi que nuestros vasos estaban casi vacíos y, ante el temor de que se aburriera y quisiera marcharse, pedí dos cervezas más. Luego, de pronto, nos quedamos callados. Ni él ni yo sabíamos de qué hablar. El silencio se estaba haciendo opresivo, cuando caí en la cuenta de su parecido con Fernando, así que le hablé de él durante un rato. Me preguntó por qué se había suicidado y yo no supe qué responder. En realidad no quería responder nada. No me gustaba hablar de la muerte de Fernando.
—Es una larga historia… —dije levantando mi vaso de cerveza—. Mejor, brindemos por el presente —bebí un buen trago de cerveza y añadí—: Brindemos por este encuentro.
—¡Brindemos! —dijo él con una sonrisa.
Le conté entonces lo mal que lo había pasado los últimos días y el deseo que tenía de divertirme. De momento, lo estaba pasando bastante bien. Conocerle a él había sido lo mejor que me había ocurrido aquella tarde.
Bebimos. El alcohol comenzó a animarnos y pronto perdimos la timidez. Casi nos comportábamos ya como dos viejos amigos. Poco a poco, El Alazán se había ido llenando de gente. El camarero ya no nos miraba. Ni siquiera tenía tiempo para atendernos cuando decidimos tomar la tercera cerveza. Así que nos fuimos a un bar mucho más informal, donde ponían música heavy a todo volumen. Para entonces yo tenía ya la seguridad de que Tino no era un drogadicto. Eso se nota siempre en los ojos o en la forma de hablar, me decía, y yo no había detectado ninguna cosa extraña en los ojos de Tino o en su forma de hablar. De modo que, una vez superados todos mis temores, decidí ser sincero con él y le confesé que le había mentido al hablarle de mi primo. En realidad, le dije, no había ningún primo. Yo estaba solo en Cuenca y nadie me esperaba. ¿Qué le parecía venir a cenar conmigo? Él, a su vez, también me confesó que me había mentido: no era de Valladolid ni estaba de viaje con su hermano, como me había dicho al principio. Ambos habíamos mentido. Nos reímos. Él era de Cuenca. Vivía allí. Su padre era un electricista muy conocido y respetado en la ciudad. Tenía varios hermanos mayores y menores que él. Eran una familia numerosa, pero el dinero no faltaba en casa. Él no trabajaba, de momento. Había sido camarero en un pub durante algunas semanas, pero no quería volver a ser camarero. Podía trabajar de electricista con su padre, igual que hacían algunos de sus hermanos, pero no congeniaba con su padre. Ambos siempre estaban discutiendo. Hoy mismo habían tenido bronca y por eso había salido de su casa sin un puto duro en los bolsillos. Además, prefería buscarse la vida por su cuenta, no depender de nadie. Sí, lo de la Legión era cierto. De acuerdo, podíamos ir a cenar juntos. ¿Conocía yo el morteruelo? Pero antes quería que fuéramos a una discoteca, donde solía reunirse con sus amigos los sábados, para proponerles que se encontraran más tarde. Dije que me parecía bien y nos marchamos para allá en un taxi.
Durante el trayecto yo no paraba de preguntarme quién era aquel chico, si podía creerme o no todo lo que me decía y por qué se había convertido en mi amigo de un modo tan fácil. De acuerdo, a veces podía uno improvisar amistades con desconocidos (¿quién no ha iniciado una conversación con un desconocido en un bar o en una parada de autobús?), a veces podía uno tener un día malo, uno de esos días en que te encuentras solo, triste y aburrido y si, además, no tienes dinero y casualmente das con alguien que te invita a tomar una copa, no le vas a rechazar. Pero ¿era éste el caso? ¿Se había producido nuestro encuentro por casualidad?
Ya en la discoteca, yo me quedé tomando una cerveza en la barra mientras Tino se perdía por la parte del fondo, en busca de sus amigos. Le vi durante un rato charlar con varios chicos, cerca de la pista, y luego dirigirse hasta otro sitio, donde habló con otros dos, mientras me miraban —o eso creía yo— de un modo un tanto extraño. Finalmente Tino regresó diciendo que estaba preparado para la cena, así que salimos de la discoteca, cogimos otro taxi y nos dirigimos a un restaurante del casco antiguo que él mismo me recomendó. Era éste uno de esos restaurantes donde suele haber calabazas, ristras de ajos colgadas del techo, sillas toscas de madera con asientos de anea, manteles de cuadros azules con fondo blanco y cosas parecidas, uno de esos sitios, en fin, donde uno piensa a primera vista que tienen que dar bien de comer. ¡Y, efectivamente, daban bien de comer!
Nada más sentarnos a la mesa, comenzaron a llegar los camareros, muy solícitos, a ofrecernos las especialidades de la casa, los platos típicos de la región y todas esas cosas que se ofrecen siempre a los turistas que van por ahí ostentando el deseo de gastar su dinero. Lamentablemente Tino y yo estábamos bastante bebidos y no pudimos comer casi nada, sólo un poco de sopa castellana y algunas tapas, además del famoso morteruelo, que no me gustó nada, aunque aseguré lo contrario. Ambos preferíamos beber el vino rojo de la tierra que nos habían recomendado y hablar.
De pronto Tino me preguntó si estaba casado y a qué me dedicaba, lo que me dejó un tanto confuso. No, no estaba casado, le dije. Por otro lado, no era millonario, si era eso lo que quería saber. Me ganaba la vida como empleado de una gestoría. Mi vida era aburrida, o al menos lo había sido hasta el momento de conocerle a él. Sonrió. Me di cuenta entonces de lo guapo que era y comprendí que si seguíamos juntos algunas horas más acabaría enamorándome de él.
Surgió de nuevo el tema de Benidorm y, al verle tan interesado, le pregunté si le gustaría acompañarme. Por supuesto, no se lo dije en serio ni esperaba que aceptase, pero, para mi sorpresa, aceptó sin titubear.
—De acuerdo —dijo—, pero vámonos esta misma noche.
—¿Estás seguro? ¿Y tus padres?
—No pasa nada. Cuando lleguemos allí, les llamaré por teléfono.
—¿Así de sencillo?
—Así de sencillo.
—Yo pensaba quedarme aquí un par de días viendo esto. ¿Por qué no te lo piensas mejor y te vienes entonces?
—Esto puedes verlo en otro momento —dijo—. ¡Vámonos esta noche!
¿Quién era realmente aquel chico y por qué estaba dispuesto a largarse con un tipo al que había conocido apenas dos horas antes?, me preguntaba. ¿Acaso huía de algo o de alguien? Si no era así, ¿por qué tenía tanta prisa por marcharse?
La idea de ir juntos a Benidorm era disparatada, maravillosamente disparatada, pero, a pesar de mis dudas, lo cierto es que no podía negarme. Necesitaba compañía (no quedaban tan lejos las patéticas horas de la tarde), necesitaba una aventura y allí la tenía. Nunca, durante el resto de mi vida, me iba a encontrar con una oportunidad semejante.
—Las cosas se hacen cuando se piensan —dijo Tino viéndome dudar—. Si no nos vamos esta noche, mañana no sé lo que haré.
—¿A qué hora sale el tren para Valencia? —pregunté.
—Más o menos, a las seis. Sé que hay uno a las seis o a las seis y media.
—Vamos a pasarnos toda la noche en vela —dije mirando a Tino con un estremecimiento—. Nunca he visto amanecer en un tren —añadí sondeando su mirada. Yo daba muchas cosas por supuestas, pero ¿sabría él…? Cogí mi copa de vino y la levanté. Tino también cogió la suya y la levantó. Sí, lo sabía, lo sabía perfectamente—. Brindemos —dije—, brindemos por ese viaje.
—Brindemos —dijo Tino con una deliciosa sonrisa.
Con el impulso, parte del vino cayó sobre el mantel. Llamé al camarero y le pedí otra botella de vino.
—No se preocupe —dijo éste, dirigiendo una insidiosa mirada a Tino. Probablemente ya había hecho las inevitables conjeturas sobre nosotros—. Cuando se vierte vino es porque hay un motivo de alegría.
La idea inicial, sugerida por Tino, había sido seguir bebiendo después de la cena en pubs y discotecas hasta las cinco o así; entonces iríamos a recoger mis cosas al hostal e inmediatamente nos marcharíamos a la estación a tomar el tren. No obstante, era poco más de la una cuando Tino me propuso ir a mi habitación.
—Tengo una habitación individual —le advertí—. Y una sola cama.
—No importa —dijo él.
Nos dirigíamos al hostal por aquellas calles oscuras cuando comencé a replanteármelo todo: ¿Y si se trataba de una estratagema para engañarme y robarme? ¿Y si se había confabulado con sus amigos de la discoteca y me estaban esperando en algún sitio? ¿Cómo había sido tan confiado? Aquel chico me la iba a jugar más tarde o más temprano, eso estaba claro. Pero ¿qué podía hacer ya a esas alturas? «De acuerdo —me dije resignado—, me arriesgaré. Que sea lo que Dios quiera».
Cuando llegamos al hostal los dedos me temblaban y a duras penas conseguí meter la llave y girarla dentro de la cerradura. Esperaba un golpe en mi cabeza o algo parecido. Sin embargo, abrí la puerta y no ocurrió nada. Subimos las escaleras en silencio hasta el segundo piso y de nuevo, al meter la llave en la cerradura de mi habitación, los dedos me temblaron. Tampoco ocurrió nada y, cuando me di cuenta, ambos nos hallábamos dentro, mirándonos como dos desconocidos. Yo me sentía particularmente torpe, sin saber qué decir o qué hacer. Me ausenté un momento con la excusa del baño y, cuando regresé, Tino se había metido en la cama. Sus prendas yacían de cualquier manera sobre una silla. No me atrevía a mirarlo, tampoco podía sentarme, ya que no sabía dónde hacerlo. Fue uno de los peores momentos de mi vida. Finalmente me senté en la cama, a sus pies, mirando hacia la pared. Mi mano, a través de las mantas, rozaba una de sus piernas.
No sé cómo ocurrió, pero poco a poco el roce se convirtió en caricia. Estaba bebido; si no, no me hubiera atrevido. No obstante, me sentía inseguro. Miré hacia Tino en busca de ayuda, pero él parecía ausente. Tenía la mirada extraviada, el pelo alborotado y en los labios una extraña sonrisa. Cada vez me parecía más guapo. Mi mano siguió avanzando temerariamente por su pierna. De pronto Tino hizo un movimiento brusco y yo me aparté. Entonces vi que levantaba las mantas y dejaba al descubierto su cuerpo desnudo. Yo me quedé paralizado por la sorpresa, incapaz de mirarle y mucho menos de tocarle.
—¿Qué te pasa? —me preguntó—. ¿Por qué estás ahí?
—Nada —balbucí—. Yo…
—Te gusta mi cuerpo, ¿verdad? —dijo contemplándose a sí mismo con autocomplacencia.
—Me gustas tú —dije acercándome a él tímidamente. A continuación le cogí una mano y se la besé.
Tino me miró divertido y condescendiente. Desde su pedestal narcisista parecía perdonarme la vida por ser infinitamente más viejo y más feo que él.
Más tarde nos hallábamos de nuevo en una discoteca. Yo bebiendo solo en la barra y Tino, rodeado de sus amigos, en algún rincón cerca de la pista. De vez en cuando, sin embargo, Tino venía a beber de su vaso, que había dejado junto al mío, me decía alguna palabra, encendía un cigarrillo y regresaba a continuación con sus amigos. Pero luego, inesperadamente, Tino desapareció. Lo estuve aguardando durante un rato y finalmente, alarmado por su ausencia, decidí buscarlo al fondo de la discoteca. No estaba. Había desaparecido. Esperé media hora más en la barra, al cabo de la cual volví a reiniciar la búsqueda por la pista, los rincones más apartados y los servicios. Pero Tino seguía sin dar señales de vida. Entonces decidí regresar al hostal y asumir el hecho de que me había abandonado. Tendría que hacer el viaje a Benidorm yo solo. Tal vez fuese mejor así, pensé, aunque me sentía bastante desilusionado. Di una tercera vuelta por la discoteca, que resultó tan infructuosa como las otras dos, y salí a la calle. Por supuesto, ya no tomaría el tren de las seis. Tenía que volver a mi antiguo plan: dos días en Cuenca y el resto en Benidorm. Aunque maldita la falta que me hacía quedarme allí o irme a Benidorm. Ya me daba igual estar en un sitio o en otro.
Al salir a la calle, la noche fría y oscura me asustó. Estaba demasiado bebido y no conseguía orientarme. No recordaba dónde me hallaba ni hacia dónde debía dirigirme para llegar al hostal. Crucé la calzada y avancé en dirección a una plaza con un pequeño jardín, que de pronto creí reconocer. Entonces oí que alguien me llamaba. Era él. Estaba en una esquina con dos o tres chicos, a quienes abandonó para acercarse a mí.
—¿Qué pasa? ¿Por qué te vas? —me preguntó mirándome fijamente a los ojos.
Yo me quedé paralizado en medio de la calzada, incapaz de hablar. Me alegraba de verlo. Me alegraba tanto de verlo que no conseguía articular palabra. Él se daba cuenta de ello y sonreía.
—Espérame dentro —dijo.
—De acuerdo.
—Vuelvo enseguida —añadió.
Regresé a la discoteca y pedí otra cerveza. Tino tardó un buen rato en volver, pero yo ya no me preocupaba. Sabía que haríamos juntos el viaje a Benidorm.
Cuando regresó, se sentó a mi lado en la barra. Yo llamé al camarero y pedí otra cerveza para él. Era estupendo estar allí juntos, bebiendo como dos viejos amigos. Tino parecía querer disculparse por la larga ausencia de antes, pero no decía nada sobre eso. Sabía que su presencia era para mí más que suficiente.
Aunque era muy prematuro, comprendí que me estaba enamorando de él. Tal vez las cosas hubieran sido distintas si no hubiera habido ninguna experiencia sexual entre los dos, pero después de aquello los sentimientos que se habían despertado dentro de mí eran demasiado profundos.
Quién fuese Tino no era una pregunta que yo me planteara a un nivel consciente, y menos aquella noche. Tino era Tino. Estaba allí conmigo y eso era bastante. ¿Qué importaba si era bisexual y necesitaba esporádicas aventuras con personas de su mismo sexo, si era un narcisista en busca de un adorador incondicional o si se trataba simplemente de un prostituto? Tal vez era todas esas cosas juntas. Pues, aún así, yo estaba dispuesto a aceptarlo. El hecho de que Tino me hubiera sorprendido en la calle, el hecho de que se pareciera a Fernando, el hecho de que se hubiera prestado a viajar conmigo sin conocerme de nada, en cierto modo, le daban derecho a todo. Nadie, que yo recordara, había venido a socorrerme en ninguna circunstancia de mi vida tan oportunamente como él y yo me sentía agradecido.
El azar parecía haber dispuesto las cosas de forma que yo pudiera encontrarme con Tino y eso era algo que no podía dejar de admirar. Pues, efectivamente, tuve que ir aquel día a Cuenca y no otro, tuve que elegir un determinado tren y no otro, quedarme en el hostal a reposar el tiempo que fuera, pero ni un minuto más ni un minuto menos, dar todas aquellas vueltas por la ciudad y luego caminar por la calle de San Pedro justamente cuando Tino pasaba por allí y le pedía el cigarrillo a aquel anciano (tal vez, de no haberle pedido el cigarrillo al anciano, yo no me habría fijado en él). Por supuesto, yo podía haber ido a Cuenca cualquier otro día o aquel mismo día en otro tren y haber coincidido con Tino en otra calle, pero probablemente no le habría visto con los mismos ojos. Aparte de que él, en otra circunstancia, podía haber estado acompañado, tener suficiente dinero en los bolsillos, no sentirse predispuesto hacia mí, etcétera, de modo que el hecho de conocerle había sido una extraña casualidad. Fuera como fuese, el caso era que yo había salido solo de Madrid aquella mañana y que ahora estaba acompañado.
Algo en mi interior me decía que Tino podía hacerme mucho daño, pero a veces tenía uno que arriesgarse. La vida no iba a ser siempre rutina y seguridad. También podía ser una aventura inesperada en cualquier esquina.
Cuando quisimos darnos cuenta, era ya la hora de marcharnos, así que fuimos a recoger mis cosas a La Macarena y luego nos dirigimos a la estación de ferrocarril. Una vez allí, tuvimos que esperar un buen rato a que abrieran la ventanilla para sacar los billetes y luego a que entrara el tren en la vía. Cuando, por fin, éste se ponía en marcha, sólo viajaban, además de nosotros, unas cinco o seis personas, que se dispersaron por los diversos vagones. Tino y yo íbamos solos en nuestro vagón. Yo me sentía feliz; pero, aún así, no podía dejar de preguntarme si no había cometido una locura, si todo aquello no sería un profundo e irreparable error.