No es mi propósito contar aquí la historia de Fernando. Su vida y su persona sólo a mí me interesan. Sin embargo, ¿cómo ignorar que su muerte y tal vez su recuerdo fueron la causa, siquiera tangencial, de los hechos que me han llevado a escribir este libro? Resumiré diciendo que la muerte de mi amigo me dejó trastornado y que la vida en Madrid se me hizo de pronto insoportable. Sólo deseaba alejarme de la ciudad, al menos por unos días, pero era incapaz de hacer cosas tales como preparar una maleta o reservar un billete. Finalmente decidí pedir unos días de vacaciones en la gestoría donde trabajaba. Estábamos con la declaración del IVA del cuarto trimestre y las fiestas de Navidad aún quedaban cerca, por lo que el señor Tavira, cuando oyó mi petición, me miró con incredulidad.
—¿Está usted de broma o qué le pasa? —me dijo. Casi siempre era amable conmigo, pero últimamente una úlcera de estómago le había agriado el carácter.
—Si no me da esos días —dije yo sin titubear—, iré al médico y le traeré la baja. No estoy bien, señor Tavira. Necesito unas vacaciones.
—¿Que no está bien? ¿Pues qué le pasa? —me escrutó, como solía hacerlo, un poco de reojo—. Sí, ahora que lo dice, veo que tiene mala cara. ¡Pero yo tampoco estoy bien —tronó— y me aguanto!
Permanecí callado, sin mirarle. No podía olvidar que yo era un inútil, que estaba allí sólo por la influencia de mi tío (un abogado amigo suyo) y que no tenía derecho a ser petulante.
—¿Qué voy a hacer? ¿A quién voy a poner en su lugar? —se quejó.
—Sólo le pido unos días. Aún me debe varios días de vacaciones. Además, las alegaciones a Hacienda no hay que presentarlas hasta el veinte del mes que viene. Cuando vuelva…
—¡Está bien! ¡Tómese una semana! ¡Cuando vuelva tendrá que hacer horas extraordinarias!
¡Pobre señor Tavira! Estaba tan enfermo (a más de uno oí rumorear que tenía cáncer) y le vi tan impotente ante mi insistencia, que de pronto sentí lástima por él y casi deseé quedarme. ¡Mejor hubiera sido! Pero lo cierto es que tomé las vacaciones. Lo difícil ahora era elegir el lugar. Pensé en alguna ciudad del Norte (Oviedo, quizá, o Santander), pero el frío en Madrid era espantoso y supuse que allí la cosa estaría aún peor, así que opté (después de leer el parte meteorológico) por Benidorm.
La forma más directa de ir a Benidorm, para quien no tiene coche, consiste en tomar un autobús de línea que realiza el trayecto en unas seis horas por la autovía del Mediterráneo. Pero yo no quería viajar en autobús. Cuando vas en autobús no crees que viajas; simplemente te desplazas de un lado para otro. Más que el lugar de destino, me interesaba el viaje en sí. Miré el mapa de ferrocarriles y tracé algunos itinerarios alternativos, con varias escalas, que al final me llevaran a Benidorm o a algún lugar próximo. El que más me sedujo y el que tenía mayores posibilidades fue el itinerario Madrid-Cuenca-Valencia-Benidorm. Ya había estado alguna vez en Valencia, pero no en Cuenca, y pensé que podía pasar una o dos noches en aquella ciudad. Fernando y yo siempre habíamos querido ir a Cuenca, de donde al parecer era algún antepasado suyo, y nunca habíamos tenido la oportunidad de hacer aquel viaje. Ahora lo haría yo solo. Hasta Valencia iría en tren y luego tomaría un autobús que me llevara desde allí a Benidorm. No me esperaba nadie en ningún sitio y sabía que iba a tener bastante tiempo para aburrirme, así que tampoco tenía tanta prisa por llegar.
Cuenca era una ciudad completamente desconocida para mí, aunque había oído hablar de las Casas Colgadas, de la Ciudad Encantada y de todos esos sitios de postal. Suponía que debía ser un lugar pequeño, de ambiente provinciano y un tanto rústico. Llamé a la estación de Atocha y me informé del horario de trenes. Salían varios a lo largo del día con destino a Cuenca, uno cada dos o tres horas, así que me lo tomé con calma. Iría a la estación después de desayunar y cogería, al azar, el primer tren disponible.
Era sábado, treinta de enero (¡bien me acuerdo!), y parecía que estuviese a punto de nevar. No había apenas gente circulando por las calles y la estación de Atocha ofrecía un patético y desolado aspecto. Había salido ya el tren de las 9,45, así que me entretuve en la cafetería leyendo un periódico y tomé el de las 12,15. Me acomodé en un vagón que estaba prácticamente vacío. Sólo había, al otro lado del pasillo, una pareja joven (que supuse de novios o de recién casados), una mujer de mi edad y, en un rincón, un hombre mayor.
«Cada vez me queda menos libertad personal. He tenido graves disputas por esta causa con mis padres. Ellos me dominan económicamente. Han amenazado con echarme de casa si sigo viéndola. Pero sin casa y sin dinero yo no soy nadie y de esto se aprovechan…».
Dejé de leer la carta y miré a través de la ventanilla. Era el momento de analizar la vida de Fernando, de desentrañar su significado más profundo. También era el momento de replantearme mi propia vida, de analizar quién era o quién había sido. Tenía treinta y un años, había conocido a Fernando ocho años antes y tenía la sensación de haberme alejado peligrosamente de la realidad durante todo ese tiempo.
«Vosotros dos sois los dos polos de mi vida —decía Fernando en otra carta, me había echado unas cuantas al bolsillo—. Lo veo claro ahora. Sois lo único que tengo. El resto del mundo es vil y traicionero. La vida sigue igual de difícil que antes, pero tengo a alguien a mi lado que me ayuda como nadie en tu ausencia. He tenido muchos líos y los pocos ratos libres los paso con mi amor. Aunque no lo creas, ella te sustituye, pero no te quita el puesto; es sólo un honroso sustituto. He vuelto a mi camino. He encontrado la paz interior. Te tengo más presente que nunca, pues tú eres quien yo más amo junto con ella. Espero que no creas que te escribo por compromiso. Echo de menos nuestras conversaciones. En cierto modo, me consuelo hablando con mi chica, pero no es igual. Me distrae constantemente su belleza y su encanto y no puedo hablar. Me gusta sentirme perdido en mis sentimientos. El caos de sensaciones es algo alucinante y la cantidad de cosas e imágenes que ella me sugiere inmensa. Por eso echo de menos nuestras conversaciones tan analíticas y tan interesantes. Esto no quiere decir que yo no hable así con ella, pero es menos frecuente por los motivos dichos anteriormente».
Después de tanto tiempo, estas cartas me parecían ahora más apasionadas, más desgarradas, más inocentes, pero también más tristes. Había en ellas más ideas y sentimientos que noticias: «Te abrazo tan fuerte como te puedas imaginar», decía al final de una carta. Y en otra: «Tú estás aquí, aunque no te vea. Tu presencia va conmigo…». Y en otra: «Ven porque tú y yo hemos compartido tristeza, desesperación y por una vez compartiremos amor».
La última carta que saqué de mi bolsillo estaba escrita por su madre. Volví a releerla, aunque sabía muy bien lo que decía. Decía que Fernando había cogido la pistola de su padre, pistola que éste tenía escondida en algún lugar supuestamente secreto, un lugar que sólo ella y su marido conocían, y se había disparado delante de Sandra, en la puerta de su casa.
La carta no entraba en más detalles. Decía simplemente que le habían ingresado en un hospital, todavía consciente, y que había muerto a las pocas horas. No me había avisado antes porque (me pedía disculpas por ello) ni siquiera se había acordado de mí. Durante algunos días no había sido capaz de reaccionar y, aún ahora, estaba en cama con medicación y hacía un esfuerzo para informarme de lo ocurrido, dado el afecto que nos había unido a mí y a su hijo. «Sé todo lo que hubo entre Fernando y tú. Lo he sabido siempre», aseguraba —¡ay!, me lamenté, y Fernando decía que escondía bien mis cartas—, aunque no me culpaba de ello, sino más bien lo contrario: «Quién sabe si eso —subrayaba la palabra— no hubiera sido mejor para él. La relación con esa chica de alguna forma acabó por destruirle».
Deseaba verme, pero me pedía que no la llamara por teléfono, ya que no atendía las llamadas. Tanto su marido como ella continuaban en la urbanización de Guadarrama, donde habían ocurrido los hechos. A ambos les agradaría que fuera a visitarles. Verme a mí sería casi como verle a él. Por otro lado, quería entregarme algunas cosas que, «en cierto modo», me pertenecían. Después de donar sus órganos le habían incinerado. Ella, sin embargo, no estaba segura de que el hecho de que hubiera algunas partes vivas de él por ahí le sirviera de consuelo. Su único hijo había muerto y ya nada ni nadie podría reemplazarle.
Decía algunas cosas más, pero no continué. Volví a empezar la carta desde el principio. ¡Fernando muerto, Fernando muerto!, me repetía constantemente, incapaz de creerlo. ¡Si le había visto dos semanas antes! ¡Si hacía tan sólo diez días que había hablado con él por teléfono! ¡No podía ser!
Antes de partir intenté escribir una respuesta a su madre. Pero no podía pasar de «Estimada amiga Teresa» o de «Querida amiga Teresa». De alguna forma, la culpaba a ella del suicidio. Siempre había sido una madre posesiva, una de esas madres que tienen fijación enfermiza por su hijo. No podía olvidar todo el daño que le había hecho a Fernando, no podía olvidar el chantaje emocional, económico y moral al que le había sometido, ni la de veces que le había inducido a romper sus relaciones con las eventuales chicas que conocía. Quería decirle todo eso a Teresa, quería culparla de las cosas que tanto daño le habían hecho a su hijo, pero, a fin de cuentas, eso ya no servía de nada y me parecía una crueldad. Así que acabé escribiéndole una carta convencional en la que le decía todo lo que ella esperaba oír de mí. Prometí ir a verla, pero no tenía la menor intención de hacerlo. Fernando ya no existía y ver a su madre tampoco era para mí un consuelo. No tenía excesiva curiosidad por conocer los detalles (si se había disparado en el corazón o en la cabeza, etcétera). Por otro lado, todas aquellas cosas que quería darme ¿qué podían ser sino fotos, cartas, discos, libros y cosas así? Podía prescindir de ello. Ya tenía suficientes fotos de Fernando, también sus cartas, las que me había enviado durante las vacaciones de Navidad o de verano, y las mías no me interesaban. No soy fetichista ni nada parecido y la muerte de mi amigo, inesperada y absurda, me había decepcionado. ¿Por qué no había recurrido a mí?, me preguntaba. Tal vez yo podría haberla evitado.
Eran las tres de la tarde cuando el tren me dejó en Cuenca. Nada más salir de la estación deambulé por calles grises y solitarias en busca de una pensión o un restaurante, que no encontraba. Allí hacía todavía más frío que en Madrid y un viento desesperado aullaba en las esquinas. Prácticamente todos los locales que veía estaban cerrados y, ante el temor de no hallar dónde comer, me dije: «Primero el restaurante y luego la habitación». De pronto, en una bocacalle, vi un letrero cuadrado con los colores rojo, verde y amarillo. Era un restaurante chino, no manchego o castellano, como hubiera deseado. Sin embargo, me dirigí hacia allí.
Sólo había dos o tres mesas ocupadas y pensé que estarían cerrando, ya que era bastante tarde, pero un camarero me dijo que tenía tiempo suficiente para comer.
Dejé mi bolsa de viaje debajo de la mesa, me quité la bufanda, desabroché los botones de mi chaqueta y me senté. La mesa era demasiado grande para mí solo. Se hallaba justo en medio del salón y yo me sentía incómodo. Pero ya era demasiado tarde para cambiar.
De pronto observé que, en una mesa próxima, se hallaba la pareja de novios o de recién casados que había venido desde Madrid en el mismo vagón que yo: un chico y una chica un tanto convencionales, quienes miraban un mapa y hojeaban un folleto turístico de la ciudad. Noté que ellos también me habían reconocido a mí e instintivamente aparté la vista. Me molestaba que supieran que estaba solo y que era un turista. Les oía hablar en susurros, reír a veces, y, aunque sabía que tenían cosas mejores que hacer que pensar en mí, me sentía observado e incómodo, no sólo por ellos, sino por el camarero, el cual se mostraba demasiado solícito para mi gusto, casi servil. Así que, cuando me trajo el chop suey, comencé a tragar deprisa y, sin disfrutar apenas de la comida, sin tomar postre, té o café, pagué y salí a la calle.
Muy cerca de allí encontré un hostal llamado La Macarena. La propietaria, una mujer alta y delgada, vestida de negro, tenía su propia vivienda en la primera planta, mientras que los huéspedes ocupaban las habitaciones de la segunda. Pagué dos noches por adelantado y, después de firmar una ficha y recibir una llave extra que correspondía a la puerta de la calle, me condujo a mi habitación. Ésta era muy pequeña y en ella apenas había sitio para la cama, un armario, una silla, un lavabo y una mesilla de noche. Pero yo la prefería así, ya que me parecía más acogedora que una grande.
Miré dentro del armario (no había nada), en el cajón de la mesilla de noche (tampoco había nada). Abrí el grifo del lavabo, dejé correr un momento el agua y luego lo cerré… Finalmente atisbé a través de las cortinas de la puerta cristalera que daba a un pequeño balcón. Tres muchachos pasaban en aquel momento por la acera de enfrente. Caminaban deprisa, bromeaban y reían. Estuve observándolos hasta que se perdieron de vista y luego dejé caer la cortina con una punzada de dolor.
La calefacción no funcionaba, naturalmente, así que me tumbé sobre la cama con la chaqueta puesta y traté de leer un libro de Somerset Maugham que había comprado adrede para el viaje. Pero no podía leer. Volví a intentarlo de nuevo. A duras penas conseguí avanzar unas cuantas páginas.
Todos tenemos alguna vez un día malo, uno de esos días terribles en que descubres de pronto que tu vida es un error de principio a fin, uno de esos días en que incluso lamentas haber nacido, aunque no por ello te plantees el suicidio (entre otras cosas, porque ni siquiera eso tendría sentido). Y aquél era para mí uno de esos días malos. Estaba en una habitación de hotel de una ciudad desconocida, una habitación de hotel al que por azar acababa de llegar, y sabía que nadie iría a buscarme, que nadie me llamaría por teléfono, que nadie golpearía mi puerta. No obstante, escuchaba los ruidos que provenían de las habitaciones contiguas, en las que había personas acompañadas: sus risas, sus voces, sus jadeos al hacer el amor, o veía furtivamente, desde la ventana, a la gente que pasaba por la calle, gente que ignoraba que yo existía. ¿Qué hacía yo allí?, me preguntaba. ¿Qué sentido tenía aquel viaje? ¿Qué sentido tenía mi vida? Fernando había muerto. Eso ya no tenía remedio. Mis padres también habían muerto. Sólo tenía una hermana y un hermano mayores que yo, ya casados, a los que apenas veía. Nadie me echaba de menos en ningún sitio, me dije y tuve por primera vez conciencia de ello. Yo no podía huir de la soledad porque la soledad estaba dentro de mí. ¿Qué más me daba un sitio u otro? ¿Qué me importaban Cuenca, Benidorm o Madrid? ¿Y por qué ir a una ciudad como Benidorm donde, al parecer, el único propósito de la gente era emborracharse y divertirse?
Dejé el libro a un lado y busqué en el bolsillo de mi chaqueta, al azar, una carta de Fernando:
«No he visto a Silvia apenas porque nuestras vacaciones no coincidieron y mis padres no las quisieron cambiar —¿qué estaba yo haciendo entonces? Era verano, agosto. La dirección de Madrid. No había salido de Madrid aquel verano—. También he discutido mucho con ellos a causa de ella. Siguen sin aceptarla porque dicen que no es de mi clase. Hemos pasado los dos una dura prueba. Como ves, esto es terrible, pero yo lucho contra ellos. Me han quitado la libertad y la confianza. Cada vez estoy peor. Tú eres libre —sí, yo era libre, pero no sabía qué hacer con mi libertad—, pero nosotros estamos atados por unas cadenas muy fuertes. Mis padres han vuelto a amenazarme con echarme de casa. Sólo espero acabar pronto los estudios y ser libre para casarme con ella. Tú no sabes la fuerza y la confianza que ella me infunde. Me ha dado confianza en mí mismo. Me ha dado fuerza para liberarme de la influencia (según ella, maligna) de mi madre y ser yo mismo siempre y en todo lugar».
Sí, recordaba aquella carta. Recordaba los comentarios un tanto irónicos que yo había hecho a propósito de la nueva versión de Romeo y Julieta. ¿Podía ocurrir algo así hoy en día? Yo casi lo dudaba. El amor, en todo caso, si era lo suficientemente fuerte, acabaría por triunfar. Recordaba el día en que Fernando nos reunió a Silvia y a mí en una calle céntrica, después de varios intentos infructuosos a lo largo de un año, y su decisión, súbita e inesperada, de cogernos a ambos de la mano y llevarnos, él en medio de los dos, por la acera de una larga avenida, ante las miradas curiosas de la gente. Recordaba muy bien la presión de su mano y su sonrisa de satisfacción, mientras yo miraba con timidez y un gesto de disculpa a Silvia. ¡Aquél era el Fernando que yo quería recordar!
Silvia era una de esas chicas (tan raras hoy en día) que apenas se preocupan por el pelo o por la ropa. Aunque parecía siempre ausente, en realidad estaba muy pendiente de lo que ocurría a su alrededor y, cuando hablaba, sabía muy bien lo que decía, aunque no estuviese informada sobre el tema. Era una de esas personas que tienen esa especie de sabiduría natural. Ahora mismo podía verla, como aquella tarde, sentada en el suelo de un parque, podía verla comiendo cosas con los dedos y chupándoselos con absoluta fruición. ¿Seguiría jugando con perros desconocidos y haciendo todo ese tipo de cosas? Silvia era instinto y naturaleza. Fernando, sin embargo, era sensibilidad e inteligencia. Pero había una extraña armonía entre los dos y realmente daba gusto verlos juntos porque hacían una magnífica pareja.
«He pasado la Nochevieja con Silvia. Sus padres me invitaron a cenar en el restaurante y fue estupendo. Más tarde estuvimos en su casa y en la madrugada del uno de enero ella dejó de ser virgen. Nunca sentí nada igual. Se entiende espiritualmente… —Fernando todo lo veía siempre espiritualmente—. Yo desearía que encontraras una chica sólo para que sintieras lo mismo que yo sentí entonces».
Sí, aquélla había sido una bonita historia de amor. Pero luego, como siempre ocurre, algunas cosas lo estropearon todo. Por ejemplo, la noticia del embarazo de Silvia, el burdo intento por parte de sus padres de casarlos y la presión psicológica, por parte de ella, que veía con muy buenos ojos aquel matrimonio, algo para lo que Fernando, obviamente, no estaba preparado. «¿Qué voy a hacer si me caso? —se preguntaba (me preguntaba) en otra de sus cartas—. Mis padres amenazan con desheredarme. ¡Tendría que abandonar la universidad y ponerme a trabajar de camarero en el restaurante de ella!».
«Ser padre no implica ser marido», le dije yo.
«Cierto —aceptó él—: Ser padre no implica ser marido. Yo la quiero y reconoceré al niño cuando nazca, pero no puedo casarme. Sin embargo, eso es algo que Silvia no entiende. Ella cree que la abandono cuando más me necesita, cree que soy desaprensivo, egoísta y no sé cuántas cosas más. La solución, como sugieres, es que mantengamos nuestra relación como hasta ahora y que nos casemos cuando yo tenga independencia económica. Sin duda es la mejor solución, pero ésa es una solución que no parece gustar a nadie: ni a Silvia ni a sus padres ni, por supuesto, a los míos, quienes sencillamente quieren que ella aborte y se olvide de mí».
Poco a poco se fueron descubriendo intereses mezquinos en aquel embarazo, algo que Fernando no podía entender ni aceptar. Se sucedieron las disputas y las broncas. Hasta que un día, por algún motivo, rompieron las relaciones. Fernando fue entonces a su casa, abrió la espita del gas e intentó suicidarse. Su madre lo descubrió a tiempo y lo llevó a un hospital. Poco después, Silvia (que ignoraba el intento de suicidio) envió a Fernando una carta de reconciliación aceptando todas sus condiciones. Pero esa carta jamás llegó a sus manos. Teresa le dijo a Fernando que Silvia había abortado, después preparó un largo viaje por el extranjero y se ocupó de que no volvieran a verse nunca más.
«En este momento —me escribía Fernando desde Brighton— no estoy ni bien ni mal. Estoy solo, como tú, esperando que empiece el curso para reiniciar la vida rutinaria y monótona. No creo en nadie, ya no. Tú dirás que cambiaré, pero ni cambiaré ni quiero cambiar. Tengo miedo de enamorarme, pero estoy tranquilo. No me interesa nadie. Algo me falta y no quiero saber qué es. He roto con todo y es una nueva época de mi vida la que se acerca. Hay que estar preparado. No sé lo que me espera. Me falta amor. Sí, eso es. Pero me aguanto. También tengo un gran amigo y me falta…».
Las cinco de la tarde. Tenía que salir a echar un vistazo a la ciudad antes de que se hiciera de noche. Previamente había estado estudiando el plano de Cuenca en un viejo libro de mi padre titulado Ciudades pintorescas y, aunque no era un plano actual, sabía dónde estaba ubicado y hacia dónde debía dirigirme. Llegué en primer lugar al río Huécar, lo bordeé durante un rato por una senda de la izquierda y luego me detuve en algún lugar próximo al puente de San Pablo. El frío era muy intenso, casi insoportable, y un viento furibundo hostigaba las ramas de los árboles. No había nadie más que yo merodeando por allí y no me moví hasta que vi venir a unos chicos en bicicleta. Entonces retrocedí y comencé a subir las empinadas callejuelas que conducen a la parte alta de la ciudad. Me detenía, para tomar aliento, en cada rincón o en cada encrucijada e iba de sorpresa en sorpresa: la hoz del Júcar, a la izquierda, con sus casas enganchadas al borde de las rocas, las recoletas plazas, los pasadizos laberínticos que no conducían a ninguna parte o el abigarrado paisaje urbano que se divisaba desde cualquier atalaya. Todo me sobrecogía y me fascinaba.
Finalmente llegué a la plaza mayor, en la que había un montón de turistas, por lo que pasé de largo, en espera de una ocasión mejor. Me aventuré, detrás de la catedral, por callejones adyacentes. Fui a parar, esta vez por arriba, al puente de San Pablo, que crucé de un extremo a otro. También había allí bastantes turistas, así que regresé a la plaza Mayor, donde me tropecé con el chico y la chica que habían venido en el mismo vagón que yo. Agaché la cabeza y me alejé furtivamente, en sentido contrario, temiendo que me vieran. Desde lejos les eché un rápido vistazo. Se habían plantado enfrente de la catedral y no paraban de hacerse fotos el uno al otro, buscando el mejor (peor) ángulo. Luego les vi pedir a alguien que les hicieran una foto juntos y eso era más de lo que yo podía soportar. Ya estaba preguntándome hacia dónde dirigir mis pasos para no coincidir con ellos, cuando les vi venir directamente hacia mí. Herido y acosado, me metí en un bar.
Era éste un local pequeño donde había tres o cuatro mesas y todas ellas estaban ocupadas, por lo que busqué sitio en una esquina de la barra. En el otro extremo había un aparato de televisión y todos los clientes, la mayoría de ellos turistas de fin de semana, miraban los anuncios publicitarios con boba circunspección. Obviamente la gente estaba aburrida de dar vueltas de un lado para otro, de ver monumentos y de hacerse fotos. Comprendí de pronto que la tarde se iba a hacer muy larga. Más o menos, ya había hecho un recorrido general por la ciudad y ahora todo lo demás sería repetir e ir y venir por los mismos sitios u otros parecidos. Cuenca era una ciudad hermosa, demasiado hermosa para visitarla solo, y yo me sentía abrumado con tanta belleza. No podía regresar al hostal, ya que era muy temprano, ni cenar, porque acababa de comer un par de horas antes, pero tampoco quería seguir dando vueltas sin rumbo ni, por supuesto, permanecer mucho tiempo en aquel bar, donde no soportaba la presencia de aquellos rostros bobos viendo la televisión. No había decidido aún qué hacer, cuando el camarero recogió mi taza; así que pagué y me marché.
Una lenta, cárdena oscuridad iba adueñándose de la ciudad cuando salí a la calle. Quería dar otro paseo y recorrer los lugares que todavía no había visto. La ciudad era pequeña, o eso parecía; sin embargo, tenía tantas inesperadas perspectivas, tantos rincones perdidos en los distintos niveles en que estaba construida, tantas terrazas que miraban al Júcar o al Huécar, tantas señales pintorescas en balcones, fachadas o tejados, según se mirara hacia arriba o hacia abajo, que tuve la sensación de que no había hecho más que empezar. Pero no daba un paso sin encontrarme con el tipo que va filmándolo todo con su cámara de vídeo o con ese otro que lleva un mapa en la mano y trata de ubicarse a cada paso. A aquella hora de la tarde, fatalmente, la ciudad parecía tomada por los turistas, lo que me fastidiaba sobremanera. Sin embargo, como sospeché enseguida, casi todos los turistas se concentraban en los mismos sitios, por lo que sólo tuve que desviarme un poco de los puntos convencionales para perderlos de vista.
Remonté por la calle de San Pedro, haciendo desvíos por los pasajes que surgían a izquierda y a derecha, deteniéndome en improvisadas atalayas para contemplar las hoces del Júcar o del Huécar. Al final de la calle había un viejo castillo en ruinas y, aunque la ciudad acababa allí, continué andando a lo largo de la montaña, primero por el sendero de la izquierda, y luego por el sendero, más escarpado y sinuoso, de la derecha, donde me detuve a contemplar la panorámica de la ciudad. Casas y rocas, ciudad y montaña; hasta tal punto la ciudad se había mimetizado en el medio orográfico que era difícil saber dónde empezaba una y dónde terminaba otra.
Permanecí allí un buen rato, pero el frío, la soledad, la oscuridad e incluso la belleza de aquellos parajes acabaron por saturar mi corazón de tristeza y decidí regresar.
Fue entonces, al bajar por la calle de San Pedro, cuando lo vi. Tal vez lo había visto un momento antes, pues inconscientemente lo iba siguiendo: la misma estatura, la misma ropa, el mismo pelo, incluso la misma forma de andar. Sólo necesitaba verle el rostro para estar seguro de que era él, de que era Fernando.
De pronto se detuvo en una esquina para pedirle un cigarrillo a un anciano y yo refrené el paso para no adelantarle. Afortunadamente estábamos algo distanciados y él no me podía ver. «Ni siquiera tiene dinero para tabaco», pensé. Luego vi que se giraba para proteger la llama del viento y al contemplar su rostro de perfil me quedé petrificado: ¡Era él, lo era, era Fernando!
Me quedé quieto, en medio de la acera, mirándole fijamente y, cuando se puso en marcha, avancé detrás de él. Poco después cambié de acera para verle de soslayo y entonces, como si hubiese adivinado mis intenciones, me lanzó una mirada que me dejó fulminado. Aquella mirada poco tenía que ver con Fernando, me dije, así que más me valía evitarla. Quise acelerar el paso y perderle de vista, pero algo en mí me impelía a seguirle. Durante un momento tuve la sensación de que todas las personas que circulaban próximas a nosotros por la calle (unas cinco o seis) se daban cuenta de lo que ocurría. Él no me había vuelto a mirar y yo caminaba procurando mantenerme distanciado, aparentando indiferencia. Pero era evidente que ambos estábamos pendientes el uno del otro.
Llegamos a la plaza Mayor y la atravesamos paralelamente, con la naturalidad con que lo harían dos personas que, sin conocerse de nada ni tener interés la una por la otra, coinciden en un itinerario urbano. Durante unos instantes evité mirarle e incluso traté de convencerme a mí mismo de que realmente todo aquello era una casualidad y habíamos coincidido en un itinerario urbano. Pero no podía engañarme a mí mismo: aquel encuentro estaba marcado ya por la fatalidad. Después de cruzar los arcos del ayuntamiento, comenzamos a descender por Alfonso VIII y, aunque yo había procurado rezagarme, hubo una ocasión en que los dos coincidimos en el mismo punto de la calzada (había obras en su acera y un coche aparcado en la mía) y casi nos rozamos. En aquel momento íbamos solos por la calle y la situación se hacía cada vez más obvia. De pronto comencé a reflexionar. Me dije a mí mismo que estaba jugando a un juego muy peligroso. Yo no conocía a aquel tipo y, si insistía en seguirle, lo más probable era que tuviera una sorpresa desagradable. ¿Qué estaba haciendo? ¿Qué locura era aquélla? Di la vuelta y regresé sobre mis pasos.
Pero un momento después ya estaba arrepentido de mi decisión y buscaba a aquel chico desesperadamente por el laberinto de calles. No obstante, por más vueltas que di, no lo encontré; así que, aburrido y cansado, me metí en un bar. Pedí una cerveza, eché un vistazo a mi alrededor y… ¡allí estaba de nuevo la pareja del vagón, sonriendo y bebiendo la bebida local, el resoli! De modo que pagué y me marché despavorido a otro lugar. ¿Es que no iban a dejar de restregarme su felicidad por las narices?
Eran las siete, sólo las siete, pero ya casi se había hecho de noche y yo había visto suficientes cosas por aquel día. Pensé que debía cenar algo y regresar al hostal. No era una perspectiva muy interesante, pero estaba cansado y no quería seguir dando vueltas de un lado para otro. Aparte de monumentos, también había en Cuenca un montón de pubs y discotecas, pero yo me conocía muy bien a mí mismo y sabía que no iba a ser capaz de ir solo a esos sitios.
Subí por Joaquín María Ayala, un callejón torcido y estrecho, en busca de un restaurante y, aunque pronto descubrí que por allí no iba a encontrar ninguno, el sitio me pareció tan interesante (los turistas de la cámara de vídeo y el plano, al parecer, no llegaban hasta allí) que continué andando. En la pequeña plaza de la Merced me detuve a contemplar las viejas y sombrías casonas de piedra, aspiré emocionado el aliento arcano de los siglos y luego continué por un callejón oscuro hasta el Reloj de Mangana, donde unos cuantos chicos fumaban hachís y bebían cerveza de unas botellas de litro, junto a un horrible monumento dedicado a la Constitución. Los chicos ni siquiera me miraron y yo seguí de largo hasta el otro extremo de la explanada, donde me detuve a contemplar la hoz del Júcar y la panorámica de la ciudad. ¡Qué estupidez, pensaba al recordar la muerte de Fernando, qué estupidez!
Regresé por Santa María muy despacio, contemplando sin prisas cada rincón y cada casa. En la plaza de la Merced, recoleta e íntima, me detuve por segunda vez durante algunos minutos. Hubiera permanecido allí por tiempo indefinido, consolándome con nostalgias y recuerdos, pero oí pasos al fondo de la calle y eché a andar.
Fue entonces, al llegar a un recodo, cuando lo vi. Tuve la intención de desviar la vista, pero lo miré. También quise seguir andando, pero creo que me detuve, al menos durante unos segundos. Entonces supe que iba a ocurrir algo. De pronto vi que se acercaba. Yo llevaba las manos dentro de los bolsillos y apreté los dedos con tanta fuerza que me clavé las uñas en la carne.
—¿Tienes un cigarrillo? —oí que me decía.
—No. Lo siento. No fumo —me disculpé torpemente.
Los dos nos quedamos en silencio, mirándonos dubitativos. El azar, pensé, lo había puesto de nuevo delante de mí y ahora, estúpidamente, lo iba a dejar escapar. Me armé de valor y pronuncié la frase más atrevida que he pronunciado en toda mi vida:
—Si quieres… —murmuré—, puedo invitarte a tomar una copa…
No había relación entre lo que él me había pedido y lo que yo le ofrecía, así que esperé que rechazara mi invitación. Pero, para mi sorpresa, aceptó con bastante naturalidad.
—De acuerdo —dijo—. ¿Por qué no?
Yo no estaba preparado para oír aquello y no supe qué decir.
—¿Conoces algún sitio interesante por aquí? —pregunté al fin.
Él se quedó pensativo un momento y luego dijo:
—Sí. El Alazán.
Caminamos hacia la plaza Mayor y después nos metimos por un pasaje estrecho y oscuro por donde no venía nadie. «Ya está —pensé—. Ahora me sacará una navaja y me pedirá que le entregue todo el dinero que tengo». Pero no ocurrió nada de eso y unos minutos después ambos nos hallábamos cómodamente sentados, con una cerveza en la mano, en el interior de un pub.