Starbucks, Bordentown
Cabra contemplaba la tormenta. El cielo nocturno seguía todavía negro, pero la lluvia había cesado y no quedaba más que una llovizna suave. Podía ver las líneas de luz blanca y roja de los faros delanteros y traseros de los coches que circulaban por la autopista. Se preguntó cuántos de aquellos conductores sabrían lo que estaba ocurriendo.
Probablemente a esas alturas ya todos.
La noticia estaba en todas partes. Era casi lo único de lo que se hablaba en ese momento; copaba todos los servicios informativos. Cabra sospechaba que la mitad de aquellas luces blancas de vehículos que llegaban pertenecían a periodistas que trataban de capturar la noticia fresca todavía y en vivo, en Stebbins. De hecho, había visto llegar furgonetas de la ABC, de la CBS y de la CNN.
Echó un vistazo a las noticias de la red. La Fox había sido la primera en entresacar la palabra «zombi» del arsenal de información de la entrevista a Volker. «Plaga de zombis en Pensilvania», era el titular. Cabra resopló. Sonaba a sátira de la SNL. Pero no tenía ninguna gracia.
Miró el reloj del portátil. Diez minutos para la una. No habían transcurrido ni siquiera veinticuatro horas desde que todo había comenzado. Y sin embargo parecía como si hubiera pasado un año.
De pronto surgió una noticia nueva, con relación a la historia, en la que se anunciaba que el presidente se dirigiría a la nación a las tres de la madrugada. Cabra se preguntó si le echaría la culpa a la administración anterior o a los fantasmas de la CIA, apegados todavía a los tiempos de gloria de la Guerra Fría. ¿O se nombraría el capitán del barco y se adueñaría de los parabienes? De un modo u otro, muchas cosas iban a cambiar.
Dio un sorbo de café y se preguntó cuándo lo llamaría Billy. En el último mensaje le decía que estaban a punto de sacar a las personas infectadas fuera del colegio. Pero desde entonces… Nada.
Unos cuantos faros se encendieron por un segundo cuando un vehículo salió de la carretera y entró en un aparcamiento. Cabra echó un vistazo. Se trataba de un Cube verde metalizado. Muy feo. Del mismo color y año de fabricación que el coche que había aparcado en el jardín delantero de la casa de la tía Selma. Entonces se acordó de esa visita y de cómo había comenzado todo.
Su mente se quedó paralizada cuando el conductor abrió la puerta y salió del vehículo.
Era un hombre alto. Iba con el pecho al descubierto a pesar del frío.
Se trataba de un hombre sonriente, con un tatuaje de un ojo negro en cada uno de los pechos.
Cabra quiso gritar, pero estaba mudo y no podía articular palabra. Quiso correr, pero estaba paralizado.
El hombre dio unos cuantos pasos con movimientos extraños entre el coche y la puerta abierta; era como si tuviera tiesas las articulaciones de las rodillas y de las caderas.
Cabra tenía los dedos sobre el teclado. Los movió casi sin pensar, comenzó a presionar teclas sin dejar de mirar al hombre de pecho desnudo que abría la puerta del Starbucks y entraba. Los pocos clientes que había en la cafetería se volvieron para mirarlo. La camarera alzó la vista del macchiato al caramelo que estaba preparando. Vio el pecho desnudo y los dos tatuajes. Vio la sangre coagulada y la sonrisa malévola.
El hombre se quedó en el dintel de la puerta, bloqueando la salida. Sonriendo con los dientes cubiertos de sangre.
Los dedos de Cabra escribieron siete palabras.
La camarera gritó.
Cabra introdujo las direcciones de la oficina de prensa y de las listas de servidores en la barra de direcciones.
Los clientes comenzaron a gritar.
Cabra apretó el botón de enviar.
Y después gritó él también.
Bordentown. Homer Gibbon. Cuarentena violada.
Está aquí.