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Escuela elemental de Stebbins

J. T. Hammond permaneció en pie, de espaldas a la fila de víctimas, sujetando la escopeta con las dos manos. No dejaba de disparar. Apenas tenía que apuntar, porque había muchos zombis y estaban todos muy juntos. Vació el cargador y después utilizó el arma como porra para seguir matando a todos los que pudo hasta que comenzó a dolerle el brazo. Entonces dejó caer la escopeta y sacó la Glock. Le quedaba un cargador entero.

Dudaba acerca de si utilizar las balas para matar a los heridos, pero entonces notó que el silbido de las aspas de los helicópteros cambiaba, que el ruido se intensificaba y acercaba, y comprendió qué iba a ocurrir. Lo único que tenía que hacer era mantener a los monstruos lejos de los niños hasta entonces. Pronto acabaría todo, muy pronto. Y sería rápido.

Cogió la pistola con ambas manos y disparó.

Y disparó.

Y disparó.

Un muerto se le acercó por la izquierda. J. T. se dio la vuelta y vio que era Doc Hartnup. Casi sonrió.

—Lo siento, Doc —dijo J. T., y disparó.

Doc Hartnup vio a J. T. luchando por sobrevivir. Habría dado cualquier cosa por ayudar a ese hombre, por salvar aunque solo fuera una vida. No compensaría con eso todas las vidas que había arrebatado, pero al menos le proporcionaría un instante de gracia. No obstante no tenía ningún control sobre su cuerpo, que se acercaba al agente con pasos torpes. Movía las piernas deprisa, acuciado por una voracidad enloquecida.

Alargó las manos blancas hacia J. T., dispuesto a agarrarlo, a destrozarlo, a arrancarle toda la carne fresca.

Y entonces J. T. se giró hacia él y alzó la pistola.

Hartnup contempló el interior del cañón de la pistola negra automática. No parecía tener fondo, era de un negro eterno.

—Lo siento, Doc —dijo J. T. Hammond.

Entonces se produjo un momento de un blanco intenso, más brillante que el sol. Y luego todo se puso negro. Hartnup sintió que su cuerpo se derrumbaba.

Pero luego sintió otra cosa. Se sintió a sí mismo caer dentro del cuerpo hueco. Se sintió moverse. Se vio arrastrado a un pozo de oscuridad. Sintió miedo y trató de oponer resistencia, pero era como si lo arrastraran a un pozo negro de gravedad. Cayó y siguió cayendo, y mientras se hundía sintió cómo las conexiones de su cuerpo secuestrado se cortaban y se bloqueaban, sintió como si el andamiaje que lo sostuviera en pie dentro del caparazón hueco de su cuerpo se resquebrajara.

No sintió el cuerpo del hombre hueco.

No sintió nada. Ni hambre, ni dolor. Nada.

Y pronto dejaría también de pensar.

Mientras su cuerpo se desplomaba sobre el suelo encharcado de sangre, Doc Hartnup cayó al pozo negro de la muerte y desapareció por completo.

J. T. Hammond seguía en pie entre los niños con la pistola humeante entre las manos, la corredera echada hacia atrás y el arma descargada. Las luces de vigilancia barrían el mar de zombis y formaban un círculo ardiente alrededor de él. Alzó los brazos a los lados y dejó caer la Glock. Los muertos vivientes se apiñaron a su lado como un enjambre.

Pero los Black Hawks abrieron fuego.

Aquellas balas pesadas rasgaron en pedazos a los zombis, perforaron carne y quebraron huesos. Muchos se echaron atrás y cayeron al suelo. Muchos cráneos estallaron y muchas extremidades se separaron de los troncos.

El presidente de los Estados Unidos estaba sentado en la sala de operaciones de la Casa Blanca con su personal de confianza y con Scott Blair, el consejero de Seguridad Nacional. Contemplaban la masacre que se estaba llevando a cabo con los infectados.

—¿Qué hemos hecho? —preguntó el presidente con un murmullo.

Blair se quitó las gafas y se restregó la cara.

—Hemos hecho lo correcto, señor presidente.

El presidente sacudió la cabeza y lo negó.

—No, no hemos hecho lo correcto.

Dez y Trout estaban acurrucados en el suelo, en el interior del colegio, abrazándose el uno al otro mientras las balas martilleaban las paredes como gotas de granizo helado. Las ráfagas parecían durar una eternidad. El dolor, el estruendo y la muerte eran casi lo único que importaba. El bombardeo comenzó a comerse las paredes y a salpicarles cascotes.

Y de pronto… silencio.

El polvo del enlucido de las paredes seguía cayéndoles en las cabezas a pesar de que el ruido de las aspas de los helicópteros se fue debilitando hasta desaparecer.

—Ya ha terminado todo —susurró Trout. Le acarició el pelo, la besó en la cabeza y lloró con ella—. Yo jamás te abandonaré, Dez. Jamás.

Dez alzó la cabeza lentamente. Tenía la cara sucia, en sus mejillas se dibujaban los surcos de las lágrimas, y sus ojos estaban inundados de dolor y de pena. Alzó los dedos temblorosos hacia el rostro de Trout. Tocó sus mejillas, su oreja, su boca.

—Lo sé —dijo Dez.

Dez lo rodeó con los brazos y lo apretó con fuerza. Trout se dejó estrujar, la atrajo aún más hacia sí. Se aferraron el uno al otro y lloraron hasta hacer desaparecer todo el horrible mundo a su alrededor.