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Escuela elemental de Stebbins

Billy Trout estaba cubierto de sangre. En parte era de él, aunque la mayoría era de los niños del auditorio. Tras el cese de los disparos, él y otros adultos habían salido en manada de sus escondrijos y habían sacado a los niños de debajo de los asientos. Los habían llevado al escenario, a los vestuarios y a los camerinos de la zona de atrás. Había sido un momento en el que los gritos histéricos habrían resultado mucho más naturales que los rostros demacrados y las expresiones vacías en los ojos infantiles. Trout había visto antes escenas parecidas, la mayoría de las veces en los reportajes y en las fotos de los niños de Iraq, Afganistán, Somalia, Chechenia, o en cualquier otro lugar del globo en el que se hubiera cebado la guerra. Eran las miradas vacías en los rostros deslucidos de niños que habían padecido emocional y psicológicamente el azote del miedo, del horror, de la traición y del abandono por parte de aquellos que supuestamente tenían que protegerlos.

El único consuelo, y no era grande, consistía en que no había habido muertos. A pesar de las múltiples heridas de todos, de las cuales solo algunas eran serias, no había muertos. Para Trout se trataba de un milagro un tanto ambiguo.

Todavía oía los helicópteros fuera, y se preguntó por qué habrían dejado de disparar.

La cámara seguía sobre la banqueta al borde del escenario, grabando y enviando las imágenes. Las escenas de los niños cubiertos de sangre, saliendo de los agujeros en los que se habían escondido, no necesitaban comentario. Además, de todos modos, estaba demasiado ocupado.

Recordó la diatriba que había soltado durante el ataque. Quizá se hubiera mostrado excesivamente expresivo, un tanto pasado de rosca. Aunque por otro lado la situación también era extrema.

Entonces se oyeron golpes en la puerta y todo el mundo se quedó helado. Los profesores que tenían armas se acercaron apresuradamente con una mueca de impotencia y de ira. Trout también se aproximó. Si se trataba de otro ataque, entonces todo el equipo de Stebbins estaba dispuesto a marcar unos cuantos tantos.

Volvieron a sonar más golpes. Tres, luego dos, y luego otra vez tres.

—¡Es Dez! —exclamó Trout, que se abrió paso entre los profesores armados.

Abrió los pestillos y la puerta.

Dez Fox y J. T. Hammond estaban en pie, temblorosos, cubiertos de sangre y tan repletos de heridas como las personas del auditorio. A pesar de no tener ni permiso ni derecho y de no haber sido invitado, Trout tomó a Dez en sus brazos y la estrechó con fuerza. Por un momento ella se puso rígida y quiso rechazarlo, pero luego se abrazaron y sintieron el temblor de los sollozos el uno en el cuerpo del otro.

—¡Dios, Dez! —susurró Trout, besándole el pelo.

Los profesores bajaron las armas. Trout soltó lentamente a Dez, aunque de mala gana. Pero ella no se alejó mucho, cosa de la que se alegró.

J. T. permaneció en pie en el pasillo, solo y apartado, con el arma en las manos cubiertas de sangre. La expresión de su rostro era indescriptible. Era una mezcla de la tristeza más profunda y de la conciencia de los horrores más espantosos.

—Hemos tenido noticias de la Guardia Nacional —dijo él—. Han llamado a Dez por el walkie-talkie. Nos han ofrecido un trato.

La gente se apiñó en la puerta para escuchar.

—¿Qué tipo de trato? —preguntó Trout, dubitativo.

—Uno bastante horrible —dijo Dez en voz baja—, pero es todo lo que vamos a conseguir.

Trout observó sus ojos mientras ella contemplaba el mar de rostros. La mayoría de los niños pequeños estaban en el escenario, pero había adolescentes y bebés en brazos de los adultos que, casi con toda seguridad, los habían salvado de las cosas en las que se habían convertido sus padres.

—Cuéntanos —dijo la señora Madison.

Dez se lo contó todo.

Y entonces fue cuando comenzaron los llantos. La dolorosa noticia dio por fin rienda suelta a las emociones acumuladas tras el ataque de los helicópteros.

—¿Cuántas víctimas de mordiscos tenemos? —preguntó Dez.

La señora Madison sacudió la cabeza y se negó a contestar.

Uno de los profesores puso la mano sobre el hombro de la directora, dirigió la vista hacia Dez y contestó:

—Quince adultos. Y tres… tres niños.

Dez se derrumbó, hundida, pero Trout la sujetó.

—No podéis sacar a los niños ahí fuera —insistió la señora Madison—. Es inhumano.

—Es una infección —dijo entonces J. T. con tal dureza que todos callaron—. Si las personas infectadas se quedan aquí, enfermarán y morirán, y luego se reanimarán. No podríamos salvarlos ni siquiera aunque los tuviéramos encerrados. Lo único que podemos hacer es decidir si morirán lentamente, paciendo un dolor terrible, o… más deprisa.

La voz de J. T. se quebró al final de la frase, pero sus palabras quedaron suspendidas en el aire.

La señora Madison se giró hacia el profesor que tenía la mano sobre su hombro, enterró la cabeza en él y lloró. Todos se quedaron en pie, contemplando cómo su espalda se sacudía con el llanto.

J. T., Dez y Trout se dispusieron a cumplir con su deber. Pidieron voluntarios, pero nadie se presentó. Ni siquiera uno.

Cerraron las puertas del auditorio y se dirigieron por el pasillo hacia la clase en la que estaban aislados y encerrados los infectados. Trout pensó que aquello era como recorrer la última milla desde la celda hasta la sala de ejecución. Era igual de definitivo, igual de terminante, y conllevaba el mismo pavor desconocido y tremendo.

Sin embargo, lo que dijo en voz alta fue:

—Después de todo lo que ha ocurrido, casi nos hemos olvidado de la forma en que todo esto comenzó.

—¿Te refieres a Volker? —preguntó J. T.

—No, a Homer Gibbon. Volker dijo que él sería diferente del resto de las personas infectadas, que conservaría cierto control consciente sobre su cuerpo. Me pregunto… me pregunto si sería posible que hubiera escapado. ¿Será por él por lo que la infección se ha extendido tan deprisa? ¿Acaso anda por ahí, sembrando la infección como una especie de Johnny Appleseed monstruoso?

J. T. no dijo nada.

Dez sacudió la cabeza y contestó:

—Si anda por ahí, entonces la Guardia Nacional tendrá que capturarlo.

—Ahora mismo es difícil decidir cuál de esos monstruos es peor —comentó entonces J. T. en voz baja—. Si Gibbon, Volker, o la gente del gobierno que permitió que los científicos trabajaran en ese tal Lucifer. Son todos unos monstruos.

Dez asintió, y Trout estuvo absolutamente de acuerdo.

Las víctimas de los mordiscos estaban en una clase, los enfermos por la mucosidad negra en otra.

—Billy, tú abre la puerta y quédate detrás de nosotros —dijo Dez—. Tenemos que entrar preparados y apuntando con las armas, por si acaso alguno de ellos se ha transformado.

—¿Crees que será más fácil si se han transformado? —preguntó Trout sin dejar de mirar a Dez.

J. T. y Dez contestaron al mismo tiempo:

—Sí.

Pero ninguno de ellos se había transformado. Seguían todos allí, vivos todavía, aunque terriblemente enfermos. Más que sentados estaban derrumbados sobre las sillas, con las cabezas apoyadas en los pupitres; otros yacían en el suelo, cubiertos con abrigos o con lo que hubieran encontrado para taparse y mantenerse calientes.

Trout observó la clase y luego miró a J. T. y a Dez.

—Esto va a ser un infierno.

—Hace tiempo que vivimos en el infierno —dijo J. T., que se arrodilló junto a Greg Schauer, amigo suyo y dueño de una librería pequeña en Stebbins. Le tocó el hombro y lo sacudió suavemente—. Eh, amigo… eh, Greg…

Schauer abrió los ojos, somnoliento, como si llevara durmiendo una noche entera. Su expresión era vaga e inconexa.

—¿J. T.? ¿Qué ocurre?

—Vamos, Greg —dijo J. T. mientras lo levantaba por las axilas y lo ponía en pie—. Ha llegado la hora de marcharnos.

Schauer lo miró adormilado.

—¿Marcharnos?, ¿adónde?

—Fuera, nos están esperando.

—¿Quién?

—La Guardia Nacional.

—¡Ya era hora de que llegara la caballería! —comentó Schauer con una sonrisa débil.

J. T. se enjugó las lágrimas y contestó:

—Sí, por fin han llegado los chicos buenos a ocuparse de nosotros.

J. T. le lanzó una mirada asesina de odio a Dez. En realidad no se la dirigía a ella en particular, y Dez lo sabía. Simplemente expresaba algo que no sabía cómo describir, y ella compartía ese sentimiento con la misma intensidad.

Los chicos buenos.

Aquellas palabras sonaban a maldición, sonaban como un puñetazo o una broma de mal gusto.

Ayudaron a los enfermos a ponerse en pie, uno a uno. Dez sacó los dos últimos pares de guantes de polietileno del compartimento de su cinturón, le tendió unos a Trout y se puso ella otros en las manos llenas de heridas.

No hubo problemas, los enfermos no opusieron resistencia. Todos estaban demasiado enfermos y asustados, y los que todavía tenían la energía suficiente como para luchar se dejaron guiar, creyendo que por fin iban a rescatarlos y a recibir ayuda médica, a pesar de que nadie se lo había dicho expresamente. Lo único que habían oído era el comentario cínico de J. T.

Los chicos buenos iban a ocuparse de ellos.

Tras salir todos al pasillo, Dez agarró el picaporte de la puerta de la segunda clase. Era la clase en la que estaban encerrados los niños. Trout dio un paso adelante y le apartó la mano.

—No, yo lo haré.

El hecho de que Trout comprendiera cómo se sentía significaba mucho para Dez. Ella esbozó una sonrisa entre las lágrimas, pero rechazó el ofrecimiento y abrió la puerta.

Se trataba de niños muy pequeños. Había dos chicos en edad de guardería y una niña que parecía del segundo curso. Pero los tres estaban condenados. Ninguno de esos niños volvería jamás al colegio. Nunca aprenderían, nunca jugarían, nunca crecerían. Se les recordaría siempre como a niños, si es que quedaba alguien entre los supervivientes que los conociera.

A pesar del riesgo de infección, Trout se inclinó y cogió a uno de los niños en brazos. El chico estaba al borde del coma por la fiebre, pero seguía con los ojos abiertos. Miró a Dez con una expresión de desesperación, y ella asintió.

El niño sabía lo que le ocurría, dedujo Dez.

J. T. recogió al otro chico y lo acunó en sus brazos fuertes. Tenía un mordisco en el brazo que ya se estaba infectando.

—Tenemos que hacer esto deprisa —dijo J. T.

Dez se acercó a la niña. Ardía como las brasas, pero abrió los ojos en el momento en el que Dez la tomó en brazos.

—¿Por fin nos vamos a casa? —preguntó la niña.

Dez rompió a sollozar y por un momento se quedó paralizada, apretando a la niña contra su pecho con una expresión de abatimiento en el rostro.

—Sí —le susurró a la niña—. Sí, preciosa, por fin vamos a casa.

Salió de la clase la primera y avanzó por el pasillo. J. T. y Trout esperaron a que los adultos infectados la siguieran con paso renqueante, y después cerraron la procesión de los muertos.

Llegaron a la escalera y bajaron por la torre helada que ya no formaba parte ni del castillo del caballero, ni del palacio resplandeciente de la princesa, ni de la guarida del mago. En aquel momento no era más que piedra fría, piedra sin vida como la de las paredes de una cripta.

Se detuvieron ante la puerta trasera del colegio. Dez se desenganchó el walkie-talkie del cinturón sin soltar a la niña y apretó el botón para hablar.

—Estamos a punto de sacar a las víctimas. Tres de las personas que salimos ahora no estamos infectadas. Somos dos policías y un civil con camisa azul y pantalones caqui. No disparen.

—Recibido —dijo una voz que no era la de Zetter.

—Tampoco queremos que la gente infectada de ahí fuera nos ataque. ¿Podéis atraerlos y llevároslos lejos de la puerta para que podamos salir?

—Sí, señora. ¡Ya lo habéis oído!

—¿Señora? —preguntó Trout en dirección a Dez con una sonrisa—. A mí me amenazaste con dispararme en la rodilla si alguna vez te llamaba eso.

—Y la amenaza sigue en pie, así que no te confundas.

De pronto comenzó a sonar una sirena en el exterior. Y luego otra, y otra. Dez se inclinó sobre la puerta para escuchar. El sonido comenzó a desvanecerse; se alejaba.

—Usan las sirenas para apartarlos —concluyó Dez.

—Es la primera cosa inteligente que se les ocurre —contestó J. T., asintiendo con un gesto de aprobación.

Tras unos minutos, el walkie-talkie emitió un zumbido.

—La puerta está despejada, agente Fox —dijo una voz—. No tienen mucho tiempo, así que dense prisa.

J. T. presionó la barra y abrió la puerta. Fuera había cuerpos destrozados. Miró con actitud vigilante a su alrededor, en busca de movimiento. Pero no vio nada.

—Despejado.

Salió fuera y sujetó la puerta mientras salían los adultos infectados. Trout y Dez salieron los últimos, con los niños todavía en brazos. Los soldados habían encendido más bengalas, pero estaban en el extremo más alejado del aparcamiento. Las furgonetas con las sirenas estaban aparcadas al otro lado de la verja.

—¿Vienen a ayudarnos? —preguntó una de las víctimas de los mordiscos.

—Sí, vienen a ayudarnos —dijo Dez.

Se detestaba a sí misma por mentir. Les pidió a los heridos que se sentaran en el suelo junto a la pared. Algunos se quedaron dormidos al instante; otros miraban con ojos inexpresivos hacia las luces resplandecientes de las bengalas en el cielo.

Por un momento, Dez, Trout y J. T. fueron los únicos que quedaron en pie, cada uno de ellos con un niño moribundo en los brazos. La escena era horrible y surrealista. Se miraron los unos a los otros, paralizados, incapaces de dar el paso siguiente, más horrible todavía. Pero entonces se percataron de cierto movimiento.

—Ya vienen —dijo J. T., atisbando entre las sombras.

—¿La Guardia? —preguntó Dez con un último brillo de esperanza en los ojos.

—No.

Oyeron gemidos. Por una razón o por otra, atraídos por alguna faceta inexplicable de su voracidad, algunos de los muertos se habían quedado cerca en lugar de seguir a las bengalas y a las sirenas. Y en ese instante se acercaban a rastras hacia los vivos en pie junto a la puerta.

—Tenemos que irnos —dijo Trout.

—Ahora mismo —convino J. T.

J. T. le dio un beso en la mejilla al niño pequeño y lo dejó en el suelo entre dos de los enfermos dormidos. Trout suspiró entrecortadamente e hizo lo mismo.

—Vamos, Dez… —murmuró J. T.

Pero Dez se dio la vuelta y se alejó un paso, como si quisiera proteger a la niña de él.

—Por favor, compañera.

—Dez…

—¡No puedo!

—Dámela a mí, preciosa. Yo me ocuparé de ella. Tú no te preocupes —dijo entonces J. T.

Permitir que J. T. le arrancara a la niña dormida de los brazos supuso para Dez un esfuerzo que acabó con toda la energía que le quedaba. Dez sacudió la cabeza en señal de rechazo. Odiaba a J. T., odiaba al mundo entero, lo odiaba todo.

—Es mejor que vayáis dentro —advirtió J. T.

Algunos zombis estaban ya muy cerca. A unos veinte pasos.

Trout corrió a la puerta.

—¡Dez, J. T., vamos! Tenemos que entrar. No podemos dejar la puerta abierta.

Dez retrocedió en dirección a la puerta, se alejó de la niña a la que no tenía más remedio que abandonar. Trout la cogió de la mano, y ella le devolvió el apretón con una fuerza tal que le dolió. Trout tiró de ella en dirección a la puerta justo en el momento en el que el primer muerto entraba bajo el haz de luz pálido de las luces de emergencia.

—¡Vamos, deprisa, J. T.! —gritó Trout.

Pero el policía enorme no se movió. Sostuvo a la niña pequeña con ternura, le acarició el pelo y le murmuró algo al oído.

—¡J. T.! —gritó Dez—. ¡Tenemos que cerrar la puerta!

—Sí —sonrió J. T., mirándola—. Cerradla.

Esperaron a que él se diera prisa, pero J. T. siguió sin moverse.

—¿J. T.? —preguntó Dez en voz baja, asustada—. ¿Qué ocurre?

J. T. besó a la niña en la frente y la dejó en el suelo con los otros. Luego se enderezó y les enseñó la muñeca. La tenía repleta de arañazos de los cristales.

—¿Qué? —siguió preguntando Dez.

Y entonces lo vio.

Una herida semicircular, hecha de perforaciones pequeñas.

Dez lloriqueó y dijo algo. Hizo una pregunta.

—¿Cuándo?

—Arriba, cuando me atacaron todos esos bastardos. Uno de ellos me mordió. No vi cuál. Tampoco importa. Lo hecho, hecho está.

—¡No! —gritó Dez, consciente por fin de lo que eso significaba.

Trout no pudo hacer otra cosa que sujetarla. Ella luchó ferozmente e incluso le dio un puñetazo. El golpe le hizo balancearse a los lados, pero Trout no la soltó. Jamás la soltaría. Nunca.

—¡No! —gritó Dez—. ¡Tú no!

Los muertos se acercaban a J. T. Él sacó el arma. Las luces de las bengalas en el extremo opuesto del aparcamiento comenzaron a desvanecerse.

—Vete, preciosa —dijo J. T.

—De ningún modo, compañero —gritó ella sin dejar de luchar con Trout, pegándole, haciéndole daño—. Hemos estado juntos en esto, y nos iremos juntos a la mierda.

—Esta vez no —dijo J. T. Lo dijo con una sonrisa. Trout lo comprendió, por mucho que Dez no pudiera siquiera ver el gesto. J. T. estaba en paz con su decisión—. Voy a mantener a esos bastardos lejos de estos niños todo el tiempo que pueda. Pero para eso necesito que os vayáis. Necesito que le digáis a la Guardia Nacional que ya pueden hacer lo que tienen que hacer. Pero que se aseguren de que lo hacen bien. Tienen que limpiarlos a todos. A todos.

La idea estaba clara, solo que era horrible.

—¡J. T., no me dejes ahora!

—Jamás te dejaré, pequeña —negó él, sacudiendo la cabeza—. No te abandono. Y ahora… adelante. Hay niños dentro que te necesitan. No puedes abandonarlos.

Esa era la clave.

Dez se dejó caer sobre Trout, y él la llevó dentro y la sostuvo con fuerza mientras se cerraba la puerta.

Oyeron la primera ráfaga de disparos. Trout no oyó la segunda porque Dez no dejaba de gritar.