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Escuela elemental de Stebbins

—¿Ha terminado todo por fin?

La voz de Dez sonó débilmente, como el murmullo de una garganta ronca.

Fuera seguía tronando el zumbido de los rotores, pero en su cabeza oía un trueno todavía peor, al ritmo con el que la sangre iba bombeando en su cerebro. Rodó, ayudándose de manos y de pies, y los cristales del pelo y de la ropa fueron cayendo al suelo. Se quedó ahí, incapaz de moverse, sintiendo cómo los sucesos de ese día ardían en sus huesos, en sus músculos doloridos, en cada nervio electrizado.

J. T. Hammond se irguió lentamente, apoyándose en la pared y dejando un rastro de fibras de ropa desgarradas y huellas de manos y rodillas. Se agarró al alféizar de la ventana y se puso en pie.

Los dos Black Hawks se apartaron del edificio. Los muertos se apiñaban unos con otros justo debajo de ellos. El sonido de los disparos y la voz de los altavoces los habían sacado de todos los rincones del aparcamiento. Miles de manos blancas como el hueso se elevaban hacia arriba, hacia los pájaros, y miles de bocas gemían y mordían el aire.

Al mismo tiempo que los dos primeros Black Hawk se apartaban dejando un rastro de humo de ametralladoras, los otros dos helicópteros sobrevolaron el aparcamiento por encima de la multitud de muertos vivientes.

Los gritos de los muertos se intensificaron bajo la fría llovizna de la medianoche.

—¿Ha terminado todo? —volvió a preguntar Dez.

—No —negó él.

Las metralletas se giraron y apuntaron a las ventanas.

Entonces oyeron un ruido metálico detrás de ellos. Dez y J. T. se giraron y miraron para abajo. Era el walkie-talkie.

—… ente Desdemona Fox, por favor, responda. Agente Desdemona Fox, por favor, responda…

La llamada se repetía una y otra vez. Dez no reconoció la voz.

—Bueno —comentó Dez—, ¿no es un asco de lo más interesante?

J. T. soltó una carcajada. Se giró, se dejó caer en el suelo y se sentó con la espalda apoyada en la pared.

Dez se puso en pie trabajosamente y se acercó titubeante hasta el walkie-talkie, que yacía en medio de los cascotes. Se inclinó con un gemido, lo recogió y apretó el botón de hablar.

—Aquí Fox.

—¿Desdemona Fox?

—No, Michael J. Fox, gilipollas.

—Por favor, verifique el número de su placa y los cuatro últimos dígitos de su número de la Seguridad Social.

Tras unos instantes de vacilación, Dez obedeció.

La voz contestó:

—Confirmado. Gracias, agente Fox. Por favor, no cierre la comunicación.

—¿Es un truco? —preguntó J. T.

Dez no respondió.

Entonces habló otra voz, una que Dez no había oído antes.

—¿Agente Fox?

—Aquí Fox, sí. ¿Quién es?

—Soy el general de división Simeon Zetter, a cargo del Ejército de la Guardia Nacional de Pensilvania.

Un día antes, Dez se había quedado tan perpleja que no habría podido articular palabra. Pero muchas cosas habían cambiado desde entonces.

—¿Qué puedo hacer por usted, general?

—¿Está el señor Trout con usted?

—Está en el edificio, sí. ¿Por qué?

—Sus vídeos han suscitado bastante atención.

—Era la idea, general. Y tenemos más, listos para emitir.

—No me cabe la menor duda. Sin embargo, antes de que los retransmitan, quiero que ustedes dos me escuchen —dijo Zetter—. Voy a ser sincero con ustedes, y quiero apelar a su integridad y a su patriotismo.

—Ahórrese el discurso de reclutamiento —soltó Dez—. Nosotros hemos estado jugando limpio. Ustedes no, joder.

—Dez… —advirtió J. T. en voz baja.

Zetter continuó:

—Comprendo su posición, agente Fox. Y dudo que mis disculpas tengan mucho peso en este momento.

—No, mucho no.

—Acaban de ponerme al mando táctico de esta situación.

—¿Qué le ha pasado a Dietrich?

—Ha sido relevado del servicio, agente Fox. Le hablo en nombre del presidente de los Estados Unidos, de quien obedezco órdenes directas.

—Yo no voté por él —contestó Dez, simplemente para fastidiar un poco más.

—No por eso deja de ser su presidente, y mi jefe —afirmó Zetter—. Le doy mi palabra, si es que usted todavía cree en ella, de que estamos dispuestos a escuchar lo que tenga que decir.

—Con eso no me basta, general —contraatacó Dez—. Cuando miro por la ventana, no veo más que un montón de armas. Y de no haber colgado esos vídeos, ahora mismo estaríamos muertos.

—Cierto —convino el general—, estarían muertos. Y no voy a disculparme por ello. Nos enfrentamos a una crisis, cuya naturaleza nos ha obligado a tomar decisiones muy duras.

—¿Como la de masacrar a un pueblo entero?

El general hizo una pausa muy corta, pero Dez se dio cuenta.

—Sí —confirmó el general—. Por horrible, trágico y lamentable que le parezca. La enfermedad infecciosa que se ha extendido por Stebbins no tiene parangón con ninguna otra en la faz de la tierra. Y aunque lo que voy a decirle ahora le parezca duro, estoy convencido de que el huracán ha sido un regalo de Dios, porque sin duda sin él la plaga se habría propagado mucho más deprisa. Y no se trata de un comentario fatuo, agente Fox, ni tan cruel como pueda parecer.

—Me juego lo que quiera a que ahora mismo todos nos sentimos verdaderamente conmovidos por su preocupación.

—El presidente quiere garantizarle que se hará todo lo necesario para llevar a los responsables de este desastre ante la justicia.

—Eso no le servirá de gran cosa a la gente de Stebbins, general. Ni sirve de mucho tampoco para los niños que quedan en este colegio. Quiero saber qué es lo que va a hacer para resolver la situación.

—Lo cierto es que la mejor forma y la más segura de proteger todo el condado de Stebbins sería regarlo de bombas termobáricas. Fue el plan que se aprobó antes de que ustedes colgaran el segundo vídeo.

—¿Y para eso han traído aquí los Apaches?

—Sí.

—¿Y entonces, ahora qué?

—Ahora todo ha cambiado. El país entero ha elevado un grito de protesta. Todo el mundo habla de Stebbins. Las comunicaciones de la Casa Blanca han estado completamente bloqueadas durante dos horas. Nadie habla de otra cosa.

—Entonces… ¿significa eso que van a llevarse sus armas infernales de aquí?

—Estamos discutiendo acerca del modo de hacerlo —afirmó Zetter—. Pero necesito saber que usted comprende la seriedad de la situación.

—Estamos atrapados en un colegio rodeado de zombis, general. Sí, nos damos perfecta cuenta de la situación.

—Entonces dígame, si usted estuviera en mi lugar, sabiendo lo que sabe acerca de la infección, ¿qué haría?

—Buen intento —contestó Dez—, pero yo no soy general. Ni científica. Y tampoco soy el presidente. Nosotros solo queremos que solucionen esto.

—No podemos. Lo mejor que podemos hacer es erradicar la infección. O esperar a que se erradique. La opción termobárica tiene un porcentaje estimado de éxito del noventa y tres por ciento.

—¿Y qué posibilidades hay con la cuarentena?

—Para ser francos, de un cincuenta por ciento como mucho. Yo mismo le he advertido al presidente de que es una alternativa que no merece la pena. Y puedo respaldar esa opinión. Si una sola persona infectada rompe la cuarentena, entonces lo más probable es que nos enfrentemos a una plaga apocalíptica. Y he elegido las palabras con total precisión, agente Fox. Sería un apocalipsis biológico.

—Vale —contestó Dez, tensa—. Y entonces, ¿qué estamos haciendo aquí, hablando usted y yo? Si miro por la ventana, sigo viendo misiles y ametralladoras.

—Mis chicos dicen que la puerta trasera del colegio ha estado abierta durante un lapso de tiempo importante, y me informan de que han oído tiros procedentes del interior. Eso me sugiere que todavía hay gente infectada dentro.

—Ya nos hemos ocupado nosotros de los muertos vivientes —declaró Dez.

—¿Y qué hay de los mordiscos y de las exposiciones a esa sangre negra? ¿Sabe usted de qué le hablo?

—Sí.

—Cualquiera que haya estado en contacto con esa sangre o que haya recibido un mordisco estará probablemente infectado, incluso aunque ahora mismo no de señales de ello.

—Tenemos algunas víctimas de mordiscos, pero están encerrados en clases bajo cuarentena. Las personas que hay en el auditorio no están infectadas.

—Con eso no me basta, agente Fox. Si quiere usted que la ayudemos, entonces tendrá que ayudarnos primero usted a nosotros. No puede quedar ni una sola persona infectada en el edificio. Ni tan siquiera un solo caso dudoso. Ni uno. ¿Está claro eso?

Dez miró a J. T., que estaba sentado con la cabeza apoyada sobre las manos.

—¡Por Cristo! —exclamó J. T.—, está hablando de niños, de amigos nuestros, de…

—J. T. —susurró Dez—, ¿tenemos alguna otra alternativa?

J. T. sacudió la cabeza y contestó:

—Me matas, Dez, no puedo.

—Haremos lo que sea necesario —contestó Dez por el walkie-talkie.

—Saquen a los infectados del edificio —ordenó el general.

—¿Va a ponerlos usted en cuarentena? ¿Va a llevarlos a una instalación médica segura?

Zetter hizo una pausa antes de contestar:

—Lo lamento, agente Fox, pero no es posible. No con esta infección.

Dez cerró los ojos.

—¿Y nosotros? —siguió preguntando Dez con voz ronca.

—Se quedarán en cuarentena durante un período de tiempo indefinido. Estamos tratando de determinar el alcance del ciclo vital del parásito fuera de un anfitrión en términos absolutos. Eso significa que desde ahora ustedes forman una comunidad. Les enviaremos comida, armas, suministros médicos, trajes de protección contra materiales peligrosos y otro tipo de materiales por vía aérea. Ninguno de mis soldados entrará en el edificio. Cualquiera que abandone el edificio antes de que termine el período de cuarentena será ejecutado. Sin excepciones. Y esa orden procede del presidente de los Estados Unidos, agente Fox.

—¿Y el resto del condado? Puede que quede gente por ahí que… puede que haya bolsas de resistencia, ¿no?

El general suspiró.

—Agente Fox… no queda ni rastro del resto del condado. Ya no.

Dez estuvo a punto de tirar el walkie-talkie por la ventana. Pero finalmente se acercó a J. T. y se sentó junto a él.

—De acuerdo —contestó por fin por el micrófono—. Pues al infierno vosotros también.