Escuela elemental de Stebbins
El Black Hawk se quedó planeando en el aire como una pesadilla, y la ametralladora surgió como un dragón que escupiera cientos de balas sobre la planta superior del colegio. Un segundo helicóptero avanzó con una lentitud monstruosa hasta la esquina opuesta del edificio, y a su paso fue disparando hacia la fila de ventanas de las que salía luz. Abajo los muertos vivientes gemían y alzaban las manos deseosas hacia el cielo, como si quisieran tirar de las máquinas hacia abajo para abrirlas y comerse la carne que había dentro. Pero volaban demasiado alto y no podían alcanzarlas, así que la intensidad de sus lamentos creció hasta convertirse en gritos horribles.
—¡Aquí Billy Trout, informando en directo desde el apocalipsis! —gritó Trout—. No sé si pueden ustedes oírme, pero nos están atacando. Por favor, si alguien puede oírme, ¡ayúdenos!
Trout giró el imperdible que le sujetaba el micrófono a la solapa para que se oyera su voz por encima del estruendo de gritos y disparos y continuó:
—Le hemos rogado al gobierno que nos ayude, ¡y miren cómo responde!
Dez estaba agachada y hecha un ovillo, protegiéndose la cabeza con los brazos y las manos. Todo su cuerpo sangraba por docenas de cortes. Cerraba los ojos con fuerza y abría la boca para emitir un grito continuo y desgarrado que le salía de lo más hondo. J. T. Hammond estaba a tres metros y medio de ella en una postura similar, tratando de encogerse al máximo. Y también gritaba.
Este no es un ataque de una organización terrorista. Ni tampoco son los infectados de los que les he estado hablando.
Billy hizo una toma panorámica de los helicópteros que planeaban en el exterior y de los cañones de las ametralladoras que inundaban el aire de fuego y de muerte.
Es un helicóptero Black Hawk UH-60. Forma parte del destacamento de la Guardia Nacional enviado para contener el brote infeccioso de Stebbins. Pero no están disparando a los infectados. Donde yo estoy no hay infectados. Me encuentro en el auditorio de la escuela elemental de Stebbins, que sirve como escuela elemental para toda la región. Aquí, en el auditorio, casi todos son niños. Hay también profesores y algunos vecinos de Stebbins, que han venido porque las autoridades les dijeron que este era el refugio de emergencia del condado. Lo repito: las personas que hay aquí no están infectadas. Son en su mayoría niños y personas a las que se ha traído aquí por tratarse del refugio oficial.
La señora Madison se bajó reptando del escenario y entró en el estudio de sonido. Las balas no podrían alcanzarla allí, así que comenzó a llamar a la gente con la mano, niños y adultos, para que la siguieran. Sin embargo era arriesgado. Había que atravesar el escenario, convertido en terreno de nadie. Unos cuantos lo intentaron. Pero no todos lo consiguieron.
Podía ver a Billy Trout agachado junto al piano desde la cabina. Sabía lo que estaba haciendo e incluso oía algunos fragmentos de lo que decía. Entonces vio el micrófono grande con su pedestal plateado, el que utilizaban cuando la pianista cantaba con los niños. Los cables yacían esparcidos como serpientes por el escenario, pero los enchufes seguían conectados en sus lugares correspondientes en la mesa de sonido. Sabía que el auditorio formaba parte de los servicios de emergencia instalados en el colegio. El generador de reserva que permitía mantener las luces encendidas también daba corriente al equipo de emergencia más básico. Incluyendo el sistema de megafonía.
La señora Madison encendió una fila de interruptores y conectó el micrófono tirado en el suelo al sistema de megafonía. Luego subió el volumen a tope. De pronto la voz de Billy Trout resonó como un trueno por todos los altavoces instalados en el interior y el exterior del colegio. Al oírlo, Trout sonrió, alargó la mano hasta el micrófono y se lo acercó a los labios.
El culto al secretismo y la obsesión de los militares por poseer las armas de destrucción más letales nos han colocado a todos hoy en esta situación. Han muerto más de seis mil personas. Asesinadas. Casi toda la población del condado de Stebbins. Víctimas del terrorismo tanto como lo fueron las casi tres mil personas que murieron en las torres gemelas o las doscientas sesenta y seis que fallecieron en los aviones secuestrados el 11-S. O como las ciento veinticinco personas que murieron en el Pentágono ese mismo día. O las miles de personas asesinadas en Iraq y Afganistán. Pero lo que hace de este hecho una tragedia mayor, más imperdonable, es que a la gente de Stebbins no la ha matado ni Al-Qaeda, ni los talibanes. En el condado de Stebbins no opera ninguna célula terrorista. A esta gente la ha asesinado el gobierno de los Estados Unidos, porque algunas personas creen que es mejor matar a un inocente que admitir un error.
En el otro extremo del auditorio, los niños, profesores, padres y refugiados seguían agachados bajo los asientos, gritando y llorando muertos de miedo y de confusión. La luz de la esperanza había desaparecido de los ojos de muchos de ellos, pero no barrida por una herida mortal, sino al tratar de comprender lo que estaba sucediendo. Primero los atacaban y masacraban a los infectados, y después, los que se suponía que tenían que rescatarlos, el Ejército, transformaba su refugio en un campo de batalla de sangre y cristales rotos.
No podemos permitir que América se convierta en una nación de estúpidos y esclavos. No podemos permitir que nuestro gobierno sirva solo a sus propios intereses a costa de la gente. Apelo a todo verdadero americano, a todo patriota, ya sea de izquierdas o de derechas, a que se ponga en pie y grite: «¡Paren esto!».
Al otro lado de la verja, cientos de soldados de la Guardia Nacional esperaban a que los helicópteros terminaran su trabajo, listos para comenzar con la segunda fase de limpieza. Entre ellos estaba el sargento Polk, que escuchaba las atronadoras palabras que salían de los altavoces instalados en el exterior del colegio. Se estaba fumando un cigarrillo, encendido con la colilla del que se acababa de terminar. A sus pies había más colillas amontonadas.
Uno de los hombres de su pelotón soltó una risita alegre y preguntó:
—¿Estáis oyendo toda esa cháchara?
Polk se giró hacia él.
—¿Qué ocurre, sargento? —siguió preguntando el mismo soldado.
Polk señaló con la cabeza hacia el colegio.
—Yo no firmé para esta mierda.
—¡Vaya, hombre!, pero ¿qué te ha hecho la puta poli esa? ¿Ahora vas a ponerte en plan maricón con nosotros?
Polk le dio una calada al cigarrillo, retuvo el humo en los pulmones y luego lo exhaló lentamente. Y de repente, saltó del vehículo y echó a caminar hacia la valla.
—¡Eh! —gritó el soldado—, ¡Polkie!, ¿qué demonios estás haciendo?
—Rebelarme.
—¿Para qué?
Polk se giró antes de contestar:
—Ahí dentro hay gente viva. ¿Es que no has estado escuchando?
Polk se giró de nuevo y siguió caminando.
Un teniente salió corriendo detrás de él.
—Sargento Polk, vuelve inmediatamente detrás de la línea de defensa.
Polk se giró una tercera vez.
—¡Esto no está bien! Se supone que hemos venido aquí a ayudar.
—No podemos ayudar a esa gente —gruñó el teniente.
—¡Pero si ni siquiera lo hemos intentado!
Polk llegó a la línea de vehículos Humvee aparcados y se subió a uno.
—Sargento, te ordeno que depongas tu actitud.
Pero Polk encendió el motor.
El teniente alargó un brazo en dirección a Polk.
—Sargento, depón tu actitud y baja de ahí o tendré que dispararte.
Polk retiró el pie del freno y dejó que el Humvee se desplazara hacia delante. El teniente corrió para interponerse entre él y la verja, y un montón de soldados de la Guardia se unieron a él. A su alrededor rugían las aspas de los helicópteros, el trueno de las ametralladoras y el sonido de la voz amplificada de Billy Trout. Polk apretó suavemente el acelerador y el Humvee comenzó a avanzar hacia la verja.
Algunos soldados alzaron las armas y apuntaron al vehículo, pero muchos otros no dejaban de mirar alternativamente al sargento y al teniente.
A estas alturas todos los servicios de noticias más importantes del país habrán recibido ya el fichero completo en el que se cuenta cómo comenzó esta plaga, incluyendo la confesión íntegra del doctor Herman Volker. Ya no quedan secretos que defender. Vais a asesinarnos, y no va a ser sino un acto de venganza. Y todo el mundo lo sabrá.
Polk detuvo el vehículo y sacó la cabeza por la ventana.
—O abres la verja y te echas atrás, o cuidado con el culo, porque voy a pasar por encima de él.
—Sargento, con todas estas tonterías no vas más que directo al infierno. Baja de ahí antes de que te baje yo.
Pero Polk volvió a pisar el acelerador.
Un único soldado se separó de la tropa y echó a caminar en dirección al Humvee. El teniente le gritó a él también, pero el soldado alzó un puño y extendió el dedo corazón. Se dio la vuelta y siguió caminando hacia atrás con el rifle en la mano y el cañón apuntando hacia el suelo.
—El sargento tiene razón, colegas. Esto es una mierda. No está bien.
El teniente desvió el cañón de la pistola para apuntar al segundo soldado.
—Tira el arma y apártate.
—Señor, declino respetuosamente obedecer esa orden.
—¿Con qué base, joder? —chilló el teniente con la cara roja de ira.
—Con la base de que yo me alisté para proteger a mi país y a mis conciudadanos americanos. ¿Es que no has estado escuchando lo que ha dicho el periodista? Tienen pruebas de que todo esto lo empezamos nosotros. Puede que fuera un error o puede que alguien se volviera loco y lo soltara, pero fuimos nosotros los que empezamos. ¿Cómo es posible que matar americanos sea la respuesta militar correcta a algo así?
—Eso no es un asunto sobre el que tú debas decidir.
El soldado sujetó el arma en vertical, apoyada en el brazo izquierdo, y contestó:
—Ahora sí.
—¡Joder!, ¡es cierto! —dijo otro hombre más.
El teniente se giró horrorizado para comprobar cómo el tercer hombre salía de las filas y se unía a Polk. Luego un cuarto. Después cinco más. Y otros diez.
… así que, por favor, detened esta masacre. Dejad de matar. Salvad a los niños del condado de Stebbins. Estamos aquí. Estamos vivos. Necesitamos vuestra ayuda. Por favor…
Mientras el teniente permanecía en pie, apuntando con la pistola con el brazo extendido, al menos la mitad de sus hombres desertaron. Abandonaron la zona en la que estaban aparcados los vehículos y se unieron a Polk. Formaron una fila desigual alrededor del Humvee. Otros soldados se apresuraron a correr a la verja para ver qué estaba ocurriendo.
Otro oficial, el capitán Rice, se aproximó al teniente y se quedó en pie junto a él.
—Eddy —le dijo en voz baja—, estás a punto de cometer el mayor error de tu vida, y te garantizo que, pase lo que pase hoy, va a ser el último error de tu carrera profesional.
—¡Están desertando en un momento de crisis!
—Esa no es la forma correcta de verlo —contestó Rice—. Pero dime, hijo… ¿alguna vez has oído hablar del general George Custer?
El capitán Rice bajó el cañón del arma del teniente, se giró y se unió a los rebeldes.
Y entonces los disparos cesaron. Las aspas de los helicópteros siguieron esparciendo el humo de los cañones de las armas como si se tratara de niebla en medio de la lluvia. Los helicópteros, tanto los dos primeros como los que se habían quedado planeando sobre el aparcamiento, siguieron volando con un ruido atronador en el cielo. Pero al menos la locura de los disparos había terminado súbitamente.
De los marcos de las ventanas seguían cayendo trozos de cristales que producían un tintineo.
Los muertos seguían gimiendo en el aparcamiento.
Los heridos del auditorio siguieron gritando.
Billy Trout salió a tientas de debajo del piano desvencijado y se sacudió el pelo de cristales. Se cortó la mano, pero ni siquiera se dio cuenta. Se quedó contemplando el desastre a su alrededor. Todo el mundo parecía estar herido, pero nadie muerto. Frunció el ceño, tratando de comprender lo que había ocurrido. Podía ver el Black Hawk planeando fuera con la ametralladora apuntando todavía hacia el colegio.
Se preguntó por qué habrían dejado de disparar.