Auditorio
Trout se puso en contacto con Cabra.
—Te mando un montón de material —le dijo—. Súbelo a la red.
—Muy bien, pero estamos haciendo esto muy despacio, Billy.
—¿Qué quieres decir?
—Me refiero a la forma en la que estás rodando, por partes. Ya sabes, «Aquí, en directo desde el apocalipsis…». Esa es la clave. Deberíamos hacer un solo vídeo largo, todo en directo. No necesitamos retocar ni editar nada. No tenemos que esperar a la hora de la retransmisión, chico. Esto es directo, crudo e inmediato, así que empieza con el reality show.
—¿Pero crees que alguien va a verlo?
—Billy, lo está viendo todo Cristo. El mundo entero lo está viendo. Lo que no sé es de cuánto tiempo disponemos antes de que los federales me encuentren y me cierren el quiosco. Estoy mandándolo a través de un buen montón de servidores, pero antes o después me localizarán.
—Entonces pasemos al directo.
Trout comenzó a hacer entrevistas en el auditorio. Todo el mundo estaba paralizado del susto, e incluso había personas absolutamente histéricas de miedo y de pena. Trout se imaginó el tipo de cosas que habrían visto. Familiares a los que los zombis habían hecho pedazos; amigos y compañeros de colegio, arrastrados por la fuerza fuera de los autobuses escolares; profesores masacrados mientras intentaban proteger a los niños. O, como sugería mucha gente en voz baja, profesores y padres tan ensimismados en su propio miedo y preocupación que simplemente huían y dejaban al resto de inocentes a merced de su suerte. Algunas personas, tanto niños como adultos, se mostraban tan terriblemente excitados y nerviosos, tan rebosantes de esperanza que hablaban de una percepción fracturada de la realidad. Trout creía que esos serían los primeros que se desmoronarían en cuanto una sola cosa fuera mal.
Una niña pequeña se quedó mirando la cámara sin comprender y preguntó por su mamá. La llamó utilizando esa única palabra, una y otra vez. Trout era consciente de que la escena era oro puro, pero al mismo tiempo sabía que le estaba rompiendo el corazón. Sabía que el rostro de esa niña pequeña lo perseguiría en sueños el resto de su vida… si es que le quedaba vida que vivir.
Pero siguió adelante con las entrevistas.
Nadie actuaba para la cámara ni pretendía llamar la atención; nadie se inventaba un cuento simplemente porque era para la televisión. Aquellas personas estaban demasiado inquietas, demasiado doloridas como para mostrarse artificiosas, y Trout era consciente de que le resultaría evidente a cualquiera que lo viera. Solo una persona con el corazón tan muerto como los zombis podría no conmoverse ante el vídeo.
Resultó descorazonador que fueran tan pocos los adultos que lograran mostrar cierta mesura, dignidad y coraje mientras rodaban el vídeo. En cambio, muchos niños desplegaron una valentía tan genuina que prácticamente rozaba el heroísmo. En concreto una niña de once años, Bailey, había reunido en una esquina a otros niños más pequeños para contarles cuentos y entretenerlos. No obstante, Trout había visto un bate de béisbol roto y lleno de sangre en pie, contra su asiento. Habría apostado cualquier cosa a que allí había una historia, y esperaba tener la oportunidad de ver cómo la contaba la niña.
Un chico de sexto curso que era como una mole, y a quien la pubertad le había pegado tan fuerte que parecía haberlo arrollado como si se tratara de un tren, llevaba puestas todas las espinilleras y todas las hombreras del gimnasio encima de la ropa de calle, además de un casco de aluminio de béisbol. Trout lo entrevistó. Se llamaba Bryan, y le contó que un par de muertos lo habían perseguido hasta el gimnasio y que allí se había encontrado con cinco chicas escondidas en la jaula de metal grande donde se guardaba el material de deporte. Bryan había corrido a la jaula, y una vez allí se había puesto encima todo lo que había encontrado y había vuelto a salir con un bate de béisbol. Para atacar a los zombis. Era una historia tan increíble que, por un momento, Trout dudó de su veracidad. Pero las cinco chicas sentadas a su lado no dejaban de lanzarle miradas de adoración.
Trout hizo todas las entrevistas cortas que pudo. Algunas eran historias de combate y victoria, otras de escapadas por los pelos. Sin embargo la mayoría eran de terror y de pérdida. En el caso de los niños casi siempre se trataba de un abandono o bien por cobardía o, más frecuentemente, porque los padres y los profesores habían muerto durante la lucha. Sin embargo, desde el punto de vista de un niño muerto de miedo, la historia venía a ser la misma. Y eso le recordó a Dez. Ella tenía más o menos la misma edad que esos chicos cuando sus padres murieron, y aunque como adulta sabía que la muerte estaba más allá de la voluntad, Dez seguía todavía atrapada en esa sensación de abandono.
Trout estaba entrevistando a una bibliotecaria a la que había rescatado una animadora cuando de pronto todo el auditorio se quedó en silencio.
Trout habló por el micrófono:
—Estamos oyendo disparos. Suena como si… sí, viene de arriba. Son los agentes Desdemona Fox y J. T. Hammond. Han salido a cazar a los últimos infectados para proteger el interior del edificio y asegurarse de que estamos a salvo.
Trout hizo una pausa y dirigió el micrófono hacia el techo. Los disparos continuaron. Deseaba sentirse tan seguro y confiado como parecía ante la cámara, pero lo cierto era que no estaba tan convencido de qué pasaba arriba. No obstante, él tenía que transmitir el mensaje de que el edificio estaba bajo control.
—Los disparos han cesado —dijo Trout, que dirigió la cámara hacia los ochocientos rostros del auditorio que miraban para arriba con los ojos muy abiertos y con una expresión que era una mezcla de esperanza y de horror.
El silencio se mantuvo durante un rato muy largo, y de pronto todo el edificio comenzó a temblar.
—¡Helicópteros! —gritó uno de los hombres de la parte de atrás—. ¡Ha llegado el Ejército!
El auditorio se llenó entonces de gritos de felicidad. Trout se quedó mirándolos a todos con los ojos desorbitados, pero entonces cayó en la cuenta de que llevaban allí encerrados mucho más tiempo que él, así que no habían sido testigos de la crueldad con la que la Guardia Nacional trataba a los civiles.
—Escuchen esto —dijo por el micrófono—. La gente aquí grita de felicidad porque oyen helicópteros. Están convencidos de que los militares han venido a rescatarlos. Yo también compartía esa esperanza antes de atravesar toda la zona de cuarentena. Y llámenme loco si quieren, amigos, pero todavía espero que los chicos de los cascos blancos vengan a salvarnos a todos, porque me encantaría poder contarles un final feliz.
Trout inclinó el micrófono hacia arriba y se quedó esperando como todos los demás, musitando entre dientes «Vamos, venga… vamos», mientras el ruido de los rotores de los helicópteros se iba acercando.
Pero entonces las ametralladoras de los helicópteros abrieron fuego.
La ovación entusiasta se transformó al instante en un coro de gritos estridentes, y las ventanas comenzaron a estallar, provocando una tormenta de cristales relucientes en el interior del auditorio. Los trozos de cristal volaron por encima de la masa de gente, produciendo cortes y desgarros a su paso. Los niños se escondieron debajo de los asientos y los adultos trataron de protegerlos con sus propios cuerpos. Pero las balas pasaban rozando por encima de la multitud como un enjambre de avispones furiosos.
Billy Trout se ocultó detrás del piano que utilizaban para las fiestas del colegio. Las balas extrajeron una melodía enloquecida e inconexa al fustigar las teclas del instrumento. Pero a pesar del caos reinante a su alrededor, Trout apretó los botones de grabar y de enviar y dirigió la cámara hacia las ventanas.