88

Guardia Nacional del Ejército de Pensilvania

Compañía Acorazada D, 1-103RD

El teniente coronel Dietrich dejó el walkie-talkie sobre la mesa y se quedó mirándolo durante cinco segundos largos. Al otro lado de la mesa, frente a él, el capitán Rice permanecía en pie, en silencio. No quería entrometerse en ese momento. Veía las venas fogosas de ira colorear la piel de su coronel. Los labios de su oficial al mando eran como el tajo de un cuchillo afilado. Las aletas de su nariz volaban amplia y acusadoramente, igual que las de un toro.

Preferiría haber sido invisible. Rice esperaba que Dietrich barriera de golpe todo lo que había en la mesa o que lanzara el walkie-talkie a la luna. Pero el coronel siguió sin decir ni hacer nada mientras los segundos seguían pasando y deshojándose uno a uno.

Dietrich se acercó a la ventana y contempló la tormenta.

—El viento está cediendo —dijo con un tono de voz sereno y en calma que sorprendió a Rice, que había sido testigo de la conversación entre él y la poli loca de Stebbins.

—Sí, señor —confirmó Rice—. Según el servicio meteorológico, ya ha pasado lo peor. El frente de la tormenta se dirige al norte desde el este. Los vientos han amainado hasta…

—¿Cuándo podremos mandar a unos cuantos pájaros? —preguntó Dietrich.

En lugar de responder directamente, Rice hizo una llamada telefónica, habló con otro capitán, estuvo un rato escuchando y finalmente colgó.

—En cuanto los vientos amainen otros veinticinco kilómetros por hora más, señor. Seguimos por encima del límite de seguridad.

Dietrich asintió. Entrelazó las manos a la espalda y siguió mirando por la ventana.

—Las intenciones de esa poli son buenas —añadió en voz baja—, pero ella no comprende todo lo que está en juego.

Rice se aclaró la garganta. Muy discretamente.

—No, señor. Está totalmente descolgada. Probablemente debido al estrés… o a los síntomas de la infección.

—Probablemente —convino Dietrich con frialdad.

—¿Cuáles son sus órdenes, señor?

Dietrich estuvo callado durante casi veinte segundos. Rice esperó. Entonces el coronel se giró hacia él.

—El ruido atrae a esas cosas, ¿estoy en lo cierto?

—¿A los infectados? Sí, señor, eso es lo nos han dicho los nuestros, los que están sobre el terreno.

Dietrich asintió.

—Pues entonces esto es lo que vamos a hacer.

Rice escuchó en silencio. El plan de Dietrich era tan sólido como brutal.

Mientras salía a toda prisa del despacho para poner las cosas en marcha, Rice ofreció una plegaria silenciosa por la gente de Stebbins.