87

Colegio elemental de Stebbins

J. T. se restregó la mejilla y sonrió.

—Yo no te abandoné, niña. Hicieron falta seis policías estatales para evitar que corriera a tu lado cuando te golpeaste la cabeza y caíste al suelo —dijo J. T., que se tocó la cara magullada y añadió—: Y no fueron muy amables, la verdad. Me dieron una buena paliza. Oficiosamente, claro.

—Espera, espera un momento —intervino Trout—. ¿Por qué os peleasteis con la policía estatal?

—Creían que habíamos salido de excursión a matar gente —contestó J. T., que inmediatamente le relató la cadena de sucesos que comenzaron en el tanatorio de Hartnup.

—Doc está ahí fuera —aseguró Trout— Es uno de ellos.

—Lo sé. Lo he visto desde la ventana del piso de arriba, pero no conseguí un buen ángulo —dijo J. T., que pareció triste—. En cualquier caso la policía estatal se llevó a Dez en un coche y a mí en otro, y esa fue la última vez que nos vimos.

J. T. miró a Dez, que asintió y lo confirmó:

—Sí, ya lo sé.

Dez les contó lo que le había pasado a ella y cómo había muerto el agente Saunders. Luego les explicó lo de los hombres de la Guardia y la pelea en el cámping hasta el encuentro con Trout.

—A nosotros la Guardia nos ordenó que nos retiráramos. De camino a la comisaría, el policía estatal recibió la orden de salir de Stebbins. Todos ellos tenían que salir. De inmediato, sin hacer preguntas. Pero no fue eso lo que pasó.

—Me lo imagino —comentó Trout.

J. T. suspiró y continuó:

—Se trataba de una emboscada. Supongo que no querían que hubiera nadie armado e infectado por el pueblo, pero la verdad es que ya tenían decidido que estábamos todos infectados. Yo iba en el asiento de atrás del Cruiser cuando un Humvee abrió fuego contra nosotros. Nos estrellamos, y los del Humvee se largaron. El policía que iba conmigo quedó muy mal herido. Se las apañó para abrir la rejilla que separaba el asiento de atrás y quitarme las esposas, pero para entonces los muertos ya se nos estaban echando encima. No pude hacer otra cosa que intentar escapar. Ojalá hubiera podido ayudar a ese poli, pero se estaba muriendo. Dos disparos. En el pecho. Me largué de allí y fui a la comisaría, pero era un completo caos —contó J. T. con una tristeza que le empañó los ojos—. Tuve que… que… ocuparme de Flower.

—¡Oh, mierda, colega! —exclamó Dez, tocándole el hombro.

—Lo siento —dijo Trout.

J. T. asintió y añadió:

—Eso ha sido casi lo peor de todo lo que me ha ocurrido hoy.

—¿Casi? —preguntó Trout.

—Sí… lo peor venía cada vez que pensaba que mi chica había desaparecido.

—¡Oh, gracias, papi! —exclamó Dez con una sonrisa forzada—. Pero volví del baile y llegué a casa sin que nadie me molestara.

Todos esbozaron la misma sonrisa forzada y escueta.

—Después de la comisaría decidí venir aquí. Pero ya entonces estaba todo hecho un desastre. Un par de cosas de esas atacaron a los chicos de enseñanza media al ir a subirse a los autobuses para venir. Cuando llegaron aquí, la infección se había extendido sin control. Y a partir de entonces todo fue de mal en peor.

Trout observó la serie de puertas contraincendios cerradas detrás de J. T.

—¿Cuál es la situación aquí?

—Uno de los padres salió por esa puerta para ver si conseguía llegar hasta el coche a recoger a su hijo. Pero el niño no estaba —negó J. T., sacudiendo la cabeza—. Se dejó la puerta abierta y entraron unas veinte de esas cosas. Un grupo de profesores y yo hemos estado registrando el colegio. Creo que les hemos dado a todos, pero todavía falta por comprobar la planta de arriba. El problema es que no me quedan más que seis balas.

Dez empujó la bolsa de loneta con el pie.

—¡Feliz Navidad, colega!

J. T. la miró, se arrodilló y abrió la cremallera de la bolsa. Trout asomó la cabeza por encima de su hombro y vio las armas y las cajas de municiones.

—¡Por Cristo nuestro señor! —murmuró J. T., sacando una escopeta Mossberg—. Estoy tan contento que casi podría ponerme a llorar.

Lo dijo con alegría, pero Trout vio la tensión reflejada en el rostro de ese hombre grandote y la sintió vibrar en el aire a su alrededor. Había sombras en lo más profundo de sus ojos. Trout sabía que, por fuerte que pareciera, la experiencia iba a destrozar a J. T. también.

Dez alzó la vista hacia las escaleras.

—¿Y los niños?

—Todo el mundo está en el auditorio —contestó J. T.—. Tenemos allí a un par de tipos con un arma cada uno. Vigilan las puertas, pero no tienen más que dos balas por cabeza. Para proteger a chicos de los dos colegios, a un montón de padres y a unas cuantas personas del pueblo.

—¿Cuántos?

—¿En total? —preguntó J. T. a su vez, desviando la vista—. Unos ochocientos, más o menos.

El rostro de Dez se iluminó.

—¿Ochocientos niños? ¡Eso es genial!

—No —negó J. T. en voz baja—. Ochocientos entre niños, padres y demás. Perdimos a más de la mitad de los chicos cuando esos monstruos atacaron los autobuses. Algunos huyeron corriendo, pero…

Dez cerró los ojos y exclamó:

—¡Aj… Dios!

—Quería pedir refuerzos —continuó J. T.—. Quería decirle a la maldita Guardia Nacional que necesitábamos ayuda, que aquí estábamos casi todos a salvo. Pero no escuchan. Disparan. Mataron a un par de profesores que estaban tratando de ayudar a los niños. Puede que creyeran que los profesores los estaban atacando… no lo sé. Con la lluvia y todo eso, la verdad es que no lo sé. Parece que no conseguimos que nos entiendan…

—No han venido aquí a ayudarnos —afirmó Trout.

Él y Dez le contaron a J. T. sus respectivos encuentros con la Guardia Nacional.

—¡Pero eso es una estupidez! —dijo J. T.—. Nosotros no estamos infectados.

—No les importa —declaró Dez—. Les han dicho que tienen que evitar a cualquier precio que esto se extienda. Y fin de la historia.

J. T. sacudió la cabeza y preguntó:

—¿Pero saben al menos qué es? ¿Es algo que está ocurriendo en todas partes, o se trata de algún tipo de tóxico que se ha extendido solo por aquí? No sabemos nada de esta infección.

—No es una infección —aseguró Trout—. Bueno, no exactamente. Es una infección, pero todo comenzó con Homer Gibbon.

—¿Cómo? —quiso saber Dez—. ¿Cómo que con Gibbon?

—Trasladaron su cuerpo aquí después de la ejecución —explicó Trout—. Su tía Selma iba a enterrarlo en la granja familiar. Es una larga historia, pero la versión corta es que el cuerpo estaba infectado con una larva de avispa modificada genéticamente. Parásitos. Lo más probable es que Gibbon se lo transmitiera a Doc y que a partir de entonces se extendiera.

—¿Cómo sabes tú eso? —preguntó J. T.

Dez apartó a J. T., cogió a Trout del cuello de la camisa y le preguntó:

—¿Qué es exactamente lo que sabes?

—Lo sé todo —contestó Trout con calma—. Pero… lo que vas a oír no te va a gustar.

—Bueno, vale, Billy, pero como hoy todo me lo tomo a risa, creo que podría compensarlo con un poco de mierda deprimente.

Trout apartó la mano de Dez con delicadeza y se alisó la pechera de la camisa. Tomó aliento y les contó la historia, empezando por la llamada telefónica del guardia de la prisión, siguiendo por la visita a la tía Selma y terminando con la discusión horrible con el doctor Volker. Se lo contó todo y, cuando por fin acabó, Dez estaba de un pálido mortal y J. T. parecía a punto de vomitar.

—Esto es una mierda —dijo Dez al fin—. Yo pensé que sería algún tipo de historia terrorista.

—El terror comienza en casa —alegó Trout. Dez le lanzó una mirada seca—. ¡Oh, vamos, Dez…! Eres demasiado inteligente como para creer que los americanos somos siempre los buenos. ¡Despierta!

—No —dijo ella, soltando el aliento contenido—, es solo que…

Dez sacudió la cabeza. No había palabras para expresar adecuadamente lo que sentía, y Trout lo comprendía muy bien.

—No anima mucho saber cómo empezó todo —dijo J. T.—, pero lo que sí sabemos es cómo va a terminar. Creo que la única razón por la que no nos han lanzado una bomba nuclear para devolvernos a la Edad de Piedra es la tormenta.

—No —negó Dez—, no van a lanzarnos una bomba nuclear. Nos van a lanzar una bomba incendiaria. Es más segura para ellos, y además el fuego…

—El fuego lo purifica todo —terminó Trout la frase por ella—. Yo también he estado pensando en ello.

—¡Genial! —exclamó J. T.—. Esto es simplemente genial. Porque la tormenta ya está amainando. No tardarán en mandarnos a los pájaros voladores para freírnos el culo.

—Yo tengo un walkie-talkie —declaró Dez—. Podemos hablar con ellos.

—Intentémoslo, por lo menos —añadió J. T.—. Aquí hay ochocientas personas sanas.

Dez encendió el walkie-talkie y ajustó el canal. Había gente hablando, así que le costó varios intentos ponerse en contacto con ellos. Trout sacó la grabadora de vídeo pequeña y comenzó a grabar.

—Un momento, por favor, un momento. Aquí la agente Desdemona Fox, del Departamento de Policía de Stebbins, llamando al teniente coronel Macklin Dietrich. Por favor, responda.

Las conversaciones se fueron apagando poco a poco y entonces la voz grave de Dietrich respondió:

—Este es un canal militar de seguridad, agente Fox. No está usted autorizada para emitir mensajes de radio por…

—Creo que ya hemos hablado de eso, coronel. Dejémonos ya de mierdas y vayamos al grano —contestó Dez por las buenas.

—¿Cuál es la razón de esta llamada, agente?

—Estamos intentando terminar el día de hoy sin morir, señor.

Hubo una pausa.

—¿Cuál es su localización?

—Estoy en el colegio elemental de Stebbins. Aquí hay ochocientas personas. Y ninguna está infectada. Contamos con puertas de acero de seguridad y este edificio es el refugio de evacuación para todo el condado.

—La infección se ha extendido por todo el pueblo, agente —dijo Dietrich—. Lamento tener que informarla de ello, pero…

—El pueblo, sí. Puede ser. Pero la escuela es una instalación de seguridad protegida. Es donde se refugian los supervivientes. Necesitamos que vengan y nos saquen de aquí.

—Creo que no ha entendido usted la naturaleza de los acontecimientos, agente.

—Se equivoca usted, coronel Dietrich, cuando dice que no entendemos la naturaleza de los acontecimientos. Somos plenamente conscientes de lo que ocurre. Y queremos preguntarle cómo pretende ayudarnos.

Al otro lado de la línea se hizo un silencio. La voz de Dietrich sonó tensa cuando volvió a hablar. Pero era difícil distinguir si era a causa del miedo o de la rabia.

—No podemos hacer nada. Si está usted al tanto, entonces tiene que comprenderlo.

—Comprendo en parte, coronel. Lo que no comprendo es por qué ustedes no están tratando de rescatar y proteger a las personas que no están infectadas. No se trata de una infección que se propague por el aire. Se propaga a través de escupitajos, mordiscos o cualquier otro contacto de fluidos.

Justo en el momento en el que Dez explicaba ese detalle, Trout enfocó la cámara sobre los zombis muertos tirados en el suelo para mostrar la sangre negra alrededor de sus bocas. Luego enfocó el zoom sobre los gusanos alargados que se retorcían en el interior de la mucosidad. Por último volvió a enfocar a Dez. Parecía una heroína sacada de una leyenda con aquella luz, el pelo revuelto, su belleza de rasgos duros y su silueta de valquiria; una guerrera de cualquiera de las grandes batallas de la historia. Trout jamás había dudado de su amor por Desdemona Fox, pero en ese momento sintió deseos de gritarlo al viento.

—Usted es agente de policía, me parece —declaró Dietrich—. De un pueblo pequeño, ¿verdad? No es bióloga ni tiene conocimientos de medicina, ¿no es así?

—Sí, señor, soy policía de un pueblo pequeño. Pero he estado en Afganistán y he tenido que obedecer órdenes de cabrones como usted, así que sé muy bien cuándo alguien se está tirando un farol para darnos por el culo.

—Cuidado con esa lengua, agente Fox.

—¿O qué? ¿Es que va a venir aquí a arrestarme? Pues adelante. Pero si no es así, entonces deje de actuar como si estuviera al mando. Le estoy pidiendo, le estoy diciendo que se ponga en contacto con su jefe y que le diga que contacte él con el suyo, a ver si así llegamos hasta donde hay que llegar. Dígale que sabemos quién soltó a este monstruo y quién es el responsable del asesinato del pueblo entero… Y dígale también que sabemos quién quiere ahora tratar de taparlo, con la falsa pretensión de que los testigos supervivientes están infectados, para poder masacrarnos a todos. Dígale usted eso.

No hubo respuesta.

—¿Coronel?

La respuesta siguió sin llegar. De hecho ya no volvió a haber más charlas por el walkie-talkie. Ni una sola palabra.

Dez sacudió la cabeza y se quedó mirando a Trout, que seguía grabando.

—Van a dejarnos morir aquí a todos. ¡Dios…! ¡Van a asesinar a todos esos niños!

Dez rompió a llorar. Las lágrimas rodaron por sus mejillas. Calibró el peso del walkie-talkie en la mano, de pronto, con un grito de rabia, se giró para lanzarlo contra la pared. Pero J. T. se lo quitó de las manos a tiempo.

—¡No! —exclamó J. T.—, puede que luego lo necesitemos.

—¡La he fastidiado! —soltó Dez—. Lo he presionado demasiado y lo he fastidiado todo. ¡Dios!, ¿por qué me porto siempre como una zorra?

—De hecho —intervino Trout, que apagó la cámara y la bajó—, yo creo que has estado magnífica.

—¡Oh, cállate, Billy!

—No —declaró entonces J. T.—, el chico tiene razón. Has estado genial. Le has dado un buen azote en el culo a ese gilipollas.

—Sí, quedará muy bien como epitafio en mi tumba. Dejaos de tonterías, la verdad es que no he sabido jugar mis cartas. Ahora él sabe que somos un problema, así que va a quemarlo todo solo para evitar que se lo contemos al resto del mundo —dijo Dez, que miró a Trout de mal humor—. ¿Y tú de qué te ríes?

—He grabado la conversación que acabáis de mantener. Tengo la voz de Dietrich perfectamente clara.

—¿Y? ¡No podemos hacer nada! No hay ni internet, ni servicio de móvil. Están tan muertos como lo vamos a estar nosotros.

Billy Trout soltó la bolsa del equipo que había estado llevando a cuestas, se inclinó, por supuesto lamentándose de dolor, y abrió la cremallera.

—Tú no eres la única que ha traído pasteles a esta fiesta, Dez.

Sacó el aparato y se lo enseñó con una sonrisa radiante.

—Esto es un enlace vía satélite. Si vamos a hundirnos, cariño, entonces que sea bailando.