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Exterior del colegio elemental de Stebbins

Permanecía en silencio como una tumba. Unos cuantos hombres huecos golpeaban la puerta y otros vagaban por los alrededores, atraídos por el rastro olfativo reciente de carne fresca con el que jugaban los vientos de la tormenta, tendiéndoles trampas. Pero Doc Hartnup y la mayoría se detuvieron y se quedaron contemplando la puerta cerrada.

Hartnup había reconocido a las dos personas a las que su cuerpo había estado persiguiendo. Desdemona Fox, a la que conocía desde hacía años, y el periodista Billy Trout. Su mente había estado tratando de comunicarse con ellos incluso en el mismo instante en el que sus manos intentaban atraparlos y desgarrarlos. Gritaba sus nombres. También gritaba su propio nombre. Les suplicaba que lo mataran. Dez Fox había matado a muchos de los hombres huecos, que en ese momento yacían quietos e inmóviles. Esperanzado y suplicante, Hartnup se preguntó si estarían por fin muertos de verdad. Había visto a otros a los que les habían disparado primero la policía y poco después la Guardia Nacional. Muertos de un balazo en la cabeza. Estaba convencido de que ese era el truco. Cualquier bala podía ser mágica siempre y cuando te acertara en la cabeza. Tenía que creerlo porque en caso contrario no había Dios, no había esperanza, y todo sería ya una locura sangrienta roja para siempre.

Pero Dez Fox no lo había matado. Cada vez que disparaba en su dirección, era otro hombre hueco el que recibía la bala. Unos morían y otros seguían allí con él, golpeando la puerta, merodeando por los alrededores, o simplemente en pie.

¡Por favor!, rogó en medio de su oscuridad. ¡Por favor…!