Colegio elemental de Stebbins
Billy Trout había ensayado aquel momento quince veces en su mente solo desde que había escapado de la Guardia Nacional en la calle hasta que se escabulló y entró en el pueblo. No la escena tal como ocurrió, porque en ninguna de sus fantasías había soñado con que rescataría a Dez Fox, pero sí el momento en el que volverían a verse. En la mayoría de esas fantasías la expresión dura y enfadada que habían esbozado los labios de Dez la última vez que habían roto se suavizaba; sus ojos brillaban repletos de lágrimas contenidas, y ambos se lanzaban en brazos del otro con plena conciencia, en aquella hora tan terrible, de que estaban hechos el uno para el otro. Trout sabía que era un final muy típico, pero estaba secretamente convencido de que ese tipo de momentos tiernos sucedían en la realidad. Y desde luego en todas sus fantasías acababan besándose. Dándose uno de esos besos con los que Bruce Springsteen conseguía un número uno en récords.
Así que se bajó del coche, se echó la bolsa al hombro y le tendió la mano a Dez con la sonrisa ya preparada, mientras ella se quedaba mirándolo.
—¿Billy…?
—Hola, Dez —saludó él con ternura—. ¡Sabía que estarías aquí…! ¡Sabía que seguirías viva!
—¿Qué cojones estás haciendo tú aquí, gilipollas?
La sonrisa de Trout flaqueó.
—¿Cómo? Eh… ¿rescatarte?
—¡Ah, genial! ¿Y qué se supone que tengo que hacer yo ahora? ¿Lanzarme en brazos del gran Cazanoticias Billy Superman Trout, el héroe del día? ¡Déjame en paz, joder!
Dez dejó caer el cargador vacío y metió uno nuevo con un movimiento brusco de enfado.
—Eh… Pues no, Dez, la verdad es que yo…
—Tú tendrías que haberte marchado del pueblo, Billy.
—Salí del pueblo —soltó él, que ya comenzaba también a enfadarse—, pero he vuelto por ti.
—¡Oh, por favor! ¿Con la que está cayendo? No te lo crees ni tú. Has vuelto a por el Pulitzer, a por un billete de salida de este maldito agujero. A ti lo único que te preocupa es tu firma en un reportaje.
—Tú sabes que eso no es verdad, Dez —negó Trout, sacudiendo la cabeza con desagrado—. ¿Dónde está J. T.?
—Me abandonó. Exactamente igual que los demás.
—¿Te abandonó? ¿Quieres decir que está infectado?
Dez apartó los ojos de él antes de contestar:
—No sé qué le ha pasado. Sencillamente desapareció.
—¿Así, sin más? ¿Sin circunstancias atenuantes?
—No, así sin más no, ¿vale? Nos arrestaron y nos metieron en dos coches separados. El suyo tuvo un accidente. Al conductor del mío lo atacaron. Pero J. T. no volvió a buscarme.
—¿Fuiste tú a buscarlo a él?
—Lo intenté.
—¿Probaste en su casa?
—No… no tenía tiempo.
Trout dio un paso hacia ella.
—Dez… J. T. no te ha abandonado. Lo sabes, ¿verdad?
—Me dejó sola. Siempre ocurre lo mismo. Igual que el soldado…
Trout se acercó otro poco más. Los ojos de Dez brillaban con un resplandor extraño que había visto en ella antes en otras ocasiones. En ese momento el resplandor era como una antorcha.
—El soldado no te abandonó. Murió. Se lo llevaron. Forma parte del drama de su vida. Y por muy aterrador que fuera para ti, las consecuencias que provocó en ti no son más que un efecto colateral. En realidad el hecho no tuvo nada que ver contigo. Y lo mismo la separación de J. T. Dices que su coche se estrelló. O bien logró escapar del asiento de atrás, probablemente herido, o bien se lo llevaron también. Pero no creo que ninguno de los dos estuviera pensando «Sí, esta sí que va a ser una buena lección para Dez. Así aprenderá».
—¿Aprender qué?
—Que mereces que te abandonen. Eso es lo que te hace la gente, ¿no?
—Eso son gilipolleces. Yo no me estoy inventando nada. Quiero decir que… tú también me abandonaste.
—¿En serio? ¿De verdad quieres mantener esta conversación ahora precisamente? Bien, porque Dios sabe que las circunstancias no son apremiantes. Así que voy a decirte la verdad, Dez: tú me dejaste a mí las cuatro primeras veces, y la única razón por la que la última vez lo hice yo fue porque tú la fastidiaste. Puede que interpretara mal la situación, pero me parece que la palabra «jódete» estaba escrita con bastante claridad.
Dez no dijo nada.
—Dios sabe que este no es el mejor momento para ponerte al día con una terapia que necesitas con urgencia desde hace quince años, Dez, pero la verdad es que tienes problemas. Siempre piensas que la gente te abandona. Tu madre te abandonó…
—Tenía cáncer.
—Y tu padre también.
—Lo mataron en la guerra.
—Lo sé, Dez. Creo que soy el único que lo sabe. Puede que también se lo hayas contado a J. T., pero dudo que lo sepa nadie más.
—¿Crees que estoy loca?
—Sin duda. Estás más loca que una cabra, y tú lo sabes. Piensa en tu forma de vida. Todas tus costumbres son una muestra de autodesprecio. Bebes demasiado. Siempre estás dispuesta a fastidiarlo todo, sea lo que sea. Eres una zorra de proporciones legendarias. Y has hecho todo lo que estaba en tu mano, lo cual es decir mucho, para asegurarte de que le caes mal a todo el mundo. Y por supuesto para asegurarte de que nadie te quiere. Pero lo peor de todo es que eres casi casi un caso de manual. Los niños a los que abandonan en los bosques perdidos del condado de Stebbins se meten siempre en asuntos feos de sexo, drogas y rock and roll. O si no, dime que no es cierto.
Dez no le dijo que no fuese cierto. Lo miró de mal humor mientras contaba hasta dos y luego sacó la Glock y le apuntó a la cara.
—Será mejor que corras, Billy.
—¡Por Cristo, Dez…! No puedes dejar que esta conversación te supere hasta el punto de…
—¡Corre! —gritó ella.
Dez disparó. La bala pasó ardiendo a un par de centímetros de la oreja de Trout, que oyó el estampido húmedo a su lado y se giró y vio a un zombi caer hacia atrás con un agujero negro perfecto en plena cara. Tras él había una docena más, y se acercaban por lo menos otros cien desde los laterales del edificio.
—¡Oh… mierda!
Dez lo empujó con fuerza a un lado y volvió a disparar una y otra vez.
—¡Coge esa bolsa!
Trout miró a su alrededor y vio la bolsa de loneta en el suelo. Corrió hacia ella y alargó la mano para recogerla, pero el peso era mucho mayor de lo que había imaginado y tiró de él hacia atrás y hacia abajo. De pronto sintió un dolor agudo en la parte baja de la espalda.
—¡Deja ya de hacer el gilipollas y recoge la bolsa! —gritó Dez.
—La estoy recogiendo, agente Hitler —musitó Trout apenas sin aliento, mientras se agachaba y flexionaba las rodillas para levantarla.
Se echó la correa de la bolsa en el mismo hombro en el que llevaba colgado el equipo de Cabra, abrazó el bulto contra el pecho y miró a su alrededor.
—¡Corre formando un círculo grande! —gritó Dez al tiempo que le indicaba por dónde.
Trout asintió y echó a correr. Trazó una línea amplia alrededor de la masa de zombis que tenía más cerca. Si hacía lo que Dez le decía, tenía que dibujar un arco que englobara incluso la última línea de coches aparcados de los servicios de urgencia del condado. Por allí no parecía haber muertos. Sin embargo Trout captó el plan. Correr formando un círculo alrededor de un obstáculo grande, conseguir que todos los muertos lo siguieran, y atajar de pronto entre los coches para ir directo a la puerta abierta. Era una buena idea, de no ser porque cada vez que daba un paso sentía un dolor profundo en la parte posterior de la pierna izquierda. Entonces se dio cuenta de que debía de haberse tirado del nervio ciático al levantar la bolsa.
—¡Vale, esto es genial! —gruñó Trout, que sin embargo siguió corriendo y apretando los dientes, tratando de aguantar el dolor.
Dez corría justo detrás de él. Caminaba marcha atrás para seguir disparando al muro de muertos vivientes que los perseguían. Trout no dejaba de mirar para atrás por encima del hombro. Observaba horrorizado cómo Dez los iba matando uno a uno. La chica que trabajaba en el Mario’s Pizzarama; Archie, del despacho estatal multifunciones; el vicedirector del colegio; Melissa Crawford, madre de dos gemelos recién nacidos; y otros cuantos más. Trout conocía de vista todos los rostros y recordaba los nombres de casi todos ellos. Sabía que Dez también los conocía, y sabía que la experiencia debía de estar matándola. Exactamente igual que lo estaba matando a él.
La lluvia era cada vez más y más fina, de modo que Trout pudo atisbar el terreno del colegio hasta la verja de hierro. La Guardia Nacional al completo estaba allí, así que tenían que estar observando lo que estaba sucediendo… Pero no hacían nada.
Son unos bastardos, pensó Trout. Aunque en realidad su ira no iba dirigida exactamente contra ellos, sino contra los generales y los políticos con cerebro de mosquito, dispuestos a poner en práctica una política que iba a carbonizar la tierra en lugar de encontrar una solución que salvara las vidas de los americanos. Trout era un individuo lo suficientemente moderado, a pesar de ser liberal, como para aceptar que hacía falta un poder militar e incluso que era necesario luchar en ciertas guerras. No era un tonto. Pero por otro lado no le gustaba la falta evidente de conexión entre el elemento humano y la mayoría de los generales y estrategas militares. Año tras año, su punto de vista cínico acerca de que la humanidad era mucho menos importante que una ventaja táctica o que la ganancia financiera iba perdiendo terreno. Cuando oía a los políticos pronunciar la expresión «por el bien de los intereses de los americanos», él sabía que se trataba siempre de una decisión basada en el beneficio económico. Y no solo en tiempos de guerra. El frío distanciamiento era obvio tanto en el desafortunado manejo de asuntos como el huracán Katrina como en la forma de vacilar a la hora de proporcionar apoyo económico para cubrir las necesidades médicas de los trabajadores de la Zona Cero. O en el abandono innegable de los veteranos de guerra de vuelta en los Estados Unidos, especialmente de los heridos o de los que requerían un tratamiento médico caro.
Y ahí mismo tenía otro ejemplo: uno que en ese momento le tocaba a él de lleno. Era claramente más fácil, y desde luego evitaba muchas pesadillas a nivel político, solucionar el problema de la infección Lucifer 113 si no quedaba ningún superviviente. Barrer el territorio, gastar quizá unos pocos dólares en un monumento conmemorativo y darle un giro a la cuestión para echarles la culpa a los terroristas, a la administración anterior, a los políticos del partido contrario o a cualquiera que constituyera en ese momento el blanco de todas las injurias. Aunque consiguiera sobrevivir a la experiencia, Trout dudaba que algún día llegara a ver el nombre de Volker en los periódicos. Y desde luego jamás se mencionaría el Proyecto Lucifer 113 o a la CIA. Todo eso quedaría borrado, porque la verdad salía muy cara.
A la mierda, pensó Trout mientras trataba de hacer caso omiso de las punzadas de dolor. Pero ¿qué solución había? ¿Cómo iban a arreglarlo todo Dez, Cabra y él solos? ¿Es que acaso tenía arreglo?
La idea comenzó a ocurrírsele mientras corría y oía cómo Desdemona Fox, la mujer a la que amaba, iba matando a sus vecinos. Era realmente una idea maravillosa, valiente, decidida y ofensiva.
Dez disparó la última bala y cambió el cargador.
—¿Qué tal vamos? —gritó ella.
Trout miró hacia delante.
—Despejado. Pero solo si arrastramos el culo a toda hostia.
—Pues arrastremos el culo a toda hostia —gruñó ella.
Dez disparó otras dos veces, se giró y echó a correr en un sprint con la intención de alcanzar a Trout. Cuando vio que él cojeaba, lo agarró del hombro y cargó con él como pudo.
Los lamentos de los muertos inundaban el aire en ese momento en el que la tormenta se iba debilitando. Era un sonido tan horroroso que a Trout se le doblaron las rodillas. Luego, pensando en lo que significaban esos gemidos, en esa hambre insaciable de los zombis parásitos, apretó los dientes y dirigió toda su energía hacia las piernas.
Corrían por el extremo más alejado del edificio, por donde estaban los vehículos de los servicios de urgencias del condado. Un zombi se les lanzó encima desde detrás de un Highlander aparcado.
—¡Dez!
—¡Mío!
Ella se giró y disparó al muerto justo en la boca cuando el monstruo les escupía esa sustancia negra. La bala le echó la cabeza hacia atrás y el líquido negro subió hacia el cielo como un géiser y volvió a caer sobre el rostro del zombi. Unas cuantas gotas cayeron sobre la manga de Dez, pero todavía quedaba lluvia de sobra para limpiarlas. O eso esperaba Trout.
Al llegar al final de la fila de coches atajaron en dirección al colegio. Por mucho miedo que dieran los infectados, la mayoría carecía de inteligencia y de imaginación, así que habían salido corriendo tras ellos, trazando el mismo círculo amplio. Solo tres o cuatro se habían quedado junto a la puerta abierta.
Dez se adelantó a Trout, agarró el arma con ambas manos y cambió de forma de correr para comenzar a dar pasos cortos que no la hicieran balancearse y perder la puntería.
Los zombis de la puerta se giraron hacia ellos al oírlos llegar. Trout vio que uno de ellos era el abogado de su segunda mujer. Esperaba sentir cierto entusiasmo malicioso en el pecho cuando Dez lo mató. Pero no sintió nada. Aquello no era un juego de vídeo; él conocía a ese hombre. El hecho de que a Trout no le cayera bien daba igual. El asunto no era quién caía bien a quién; se trataba de un ser humano que no merecía morir así. Trout se obligó a sí mismo a pronunciar su nombre en silencio mientras lo veía desplomarse.
—Mark David Singer.
Al instante ese acto se convirtió en un ritual que Trout sabía que cumpliría a lo largo de todo aquel trance crítico. Nadie debía morir sin nombre, sin que se reconociera de algún modo su humanidad.
Dez tuvo que hacer dos disparos para matar al segundo zombi. Mientras tanto Trout trató de recordar el nombre. Era la profesora de música de ese mismo colegio. Trout la había entrevistado el año anterior durante las fiestas de celebración de la Navidad. Era una mujer sexi de figura corpulenta y pelo gris. Una señora muy agradable. Le encantaban los chicos a los que daba clase.
Trout observó cómo se desplomaba con el lado derecho de la cara arruinado y lleno de sangre a causa de las balas que le había disparado Dez.
—Sophie Vargas —dijo Trout al pasar por delante del cuerpo.
El último de los infectados de la puerta era un desconocido. Iba vestido de hombre de negocios. Lo más probable era que fuera el padre de algún niño, supuso Trout. Habría ido a recoger a su hijo. El hombre de negocios agarró a Dez del brazo izquierdo para morderle la muñeca, pero Dez le colocó el cañón de la Glock en la sien con la otra mano. El fogonazo le sacudió la cabeza a un lado y a otro, y el hombre se derrumbó a los pies de Trout.
Dez llegó a la puerta y señaló hacia dentro con el arma.
Pero Trout se detuvo. Miró hacia atrás por encima del hombro. Otros zombis se acercaban con rapidez, pero Trout estaba pillado por aquel nuevo ritual. Se inclinó, gimió de dolor y palpó los bolsillos del desconocido hasta que encontró la cartera. La sacó, se la guardó en el bolsillo de la chaqueta, se giró y cojeó hasta la puerta. Llegó con una ventaja de dos metros y pico. Nada más entrar se tambaleó, soltó la bolsa pesada, se giró, agarró la barra que servía de picaporte de la puerta y tiró con fuerza. La puerta dio un golpe, pero no se cerró. Trout comprobó horrorizado que había pillado una mano entre la hoja y la jamba. Tuvo que seguir tirando para evitar que la abrieran.
Dez seguía disparando detrás de él.
—¡Dez!
—¡Ahora no, Billy! —contestó ella.
Así que tuvo que arriesgarse. Dejó de tirar de la puerta y la empujó hacia fuera para golpear con ella los rostros de la masa de gente infectada. Y había muchos. Caras desgarradas y sangrientas. Le escupieron sangre, y Trout gritó al ver que le caía en la chaqueta. Soltó un rugido de rabia y de miedo y levantó la pierna para darle una patada al zombi cuya mano había pillado. Se asustó al comprobar que el hombre que trataba de entrar era Doc Hartnup.
—¿Doc?
Los ojos muertos de Doc parecieron atravesarlo, pero su boca no era sino un gruñido de voracidad. Hartnup le escupió sangre, que fue a parar a su pecho.
Eso le produjo terror. Ya se tratara de Doc o no, Trout estiró el pie para darle una patada. Le dio en pleno estómago. Le dio de patadas una y otra vez hasta que Doc se soltó y Trout cayó hacia atrás, aferrado a la barra de la puerta. Por fin el panel metálico pesado se cerró de golpe.
Cerrada. Imposible abrir desde fuera.
Se oyeron golpes de puños por el otro lado. Trout se quitó la chaqueta, la lanzó a un rincón y se palpó la camisa en busca de rastros de la mucosidad negra.
Nada.
—¡Dios todopoderoso! —exclamó, respirando con dificultad.
Al oír otro disparo se dio la vuelta y vio a Turk, el joven dueño del establecimiento Getty, que se tambaleaba y caía al suelo.
—Turk —murmuró Trout—. Danny Turkleton.
Dez estaba de espaldas a él. Alzaba y bajaba los hombros debido al ejercicio. Había cuatro zombis tirados en las escaleras. Trout conocía a dos de ellos. Dijo sus nombres en voz alta. Los otros eran desconocidos. Se trataba de un guardia de prisión y de un tipo irlandés al que Trout había visto por el cámping de Dez, pero cuyo nombre no recordaba. Trout le sacó la cartera del bolsillo, la abrió y leyó el nombre del carné de conducir.
—Kealan Patrick Burke.
—¿Qué? —preguntó Dez con brusquedad.
Entonces ella vio la cartera. Su expresión fue cambiando poco a poco, y Trout se dio cuenta de que Dez comprendía de algún modo lo que estaba haciendo. Dez miró los cuerpos tirados a su alrededor y asintió.
—¿Los conocías? —preguntó Trout.
Ella volvió a asentir.
—A todos.
Dez dijo sus nombres, y Trout los repitió.
Por una fracción de segundo se miraron el uno al otro. El aire apestaba a cordita, a sangre y a desechos humanos; se oían golpes regulares y constantes en la puerta; cuatro cuerpos yacían en el suelo en lo que para ellos era su segunda muerte.
—Todo esto es increíble —dijo ella—. Me comprendes, ¿verdad?
—Es peor que increíble —dijo él.
Dez lo miró con el ceño fruncido y preguntó:
—¿Qué quieres decir?
—Sé cómo comenzó todo —confesó él—. Y es mucho peor de lo que crees.
Entonces surgió una voz desde detrás de Dez, entre las sombras, que dijo:
—Pues entonces será mejor que empieces a contárnoslo, Billy.
Ambos se giraron y vieron a un hombre grande surgir de la oscuridad. Llevaba la ropa rasgada y vendas provisionales enrolladas en la cabeza y en el brazo izquierdo. Tenía la cara magullada y arañada, y los ojos aterrados después de todo lo que había visto. Pero aparte de eso era fuerte, tenía un aspecto amenazador y sujetaba un rifle de caza con las manos negras.
—¡J. T.! —lloró Dez.
Dez se lanzó hacia él, lo abrazó, enterró la cara en su pecho y lloró.
¡Hijo de puta!, pensó Trout con una sonrisa. Esa era exactamente su fantasía.
J. T. Hammond abrazó a Dez con fuerza y le besó el pelo.
Entonces Dez se apartó, alzó la vista hacia él con cierta agresividad y le dio una bofetada.
—¡Eres un gilipollas! —gritó Dez—. ¡Me abandonaste, cabrón!
Y esa era su chica, pensaba Trout con una sonrisa más amplia aún, que esa vez sí se reflejó en los labios.