Carretera comarcal del colegio
Condado de Stebbins, Pensilvania
Dez conducía y escuchaba los mensajes del walkie-talkie. Los pelotones de soldados no dejaban de encontrarse con grupos de muertos vivientes, y algunos se veían desbordados. Ella sabía que cada uno de esos soldados que caía se levantaría después como un muerto viviente, de modo que el número de infectados no pararía de crecer.
Las conversaciones entre suboficiales y oficiales eran cada vez más histéricas. Algunos soldados se negaban a disparar a los civiles inocentes. Decían que no se trataba de terroristas. Su aspecto no era muy diferente del de ellos mismos, lo cual complicaba todavía más las cosas. Tenían el mismo color de piel, vestían de una forma similar. No tenía sentido hacer distinciones entre civiles y soldados, y Dez lo sabía. Los soldados tenían que apuntar con el cañón del arma hacia hombres, mujeres y, lo que era todavía peor, niños. Tenían que tirar a matar, estuvieran infectados o no, y sencillamente no todo el mundo era capaz de hacer algo así.
Los oficiales alternaban entre las frases inspiradoras, en las que repetían sin cesar términos como Dios y patria, y las amenazas crudas. Dez sabía que la operación hacía aguas. La única forma de evitarlo era ordenarles a todos que volvieran al perímetro. A la zona Q. Retroceder y esperar a que dejara de llover para que intervinieran los helicópteros. Matar desde una distancia de ciento cincuenta metros de altitud era mucho más fácil. Ni los misiles incendiarios ni los aire-aire tenían un corazón que se pudiera romper.
Dez estuvo tentada de interrumpir alguna conversación y de decir algo por radio, de rogarles que protegieran el colegio. Pero algunas de las cosas que oyó la hicieron dudar de que la protección de los civiles fuera uno de los objetivos de la misión. Oyó varias veces la expresión «contener y esterilizar», expresión que le puso los pelos de punta.
Embistió con el coche la valla de atrás de una propiedad y se salió por completo de la red de calles que constituían el pueblo. Conducía en dirección al colegio. Solo había una carretera comarcal que llevara allí, pero había muchas maneras de llegar. Dez rompió la valla de madera de otra casa y aterrizó directamente en el hoyo nueve del campo de golf del Stebbins Country Club. El césped estaba verde a pesar del frío, pero las ruedas del Tundra destrozaron su forma perfectamente recortada. A la mierda. Estaba de acuerdo con Mark Twain en que el golf era «un buen método para echar a perder un paseo».
Al comenzar a remontar la siguiente elevación pudo ver por fin el piso superior del edificio del colegio. Columnas de humo ascendían hacia el cielo para mezclarse con las nubes tormentosas negras, solo visibles gracias al reflejo de luz que producían las armas. Las columnas de humo estaban justo delante del colegio. Conforme iba subiendo por la colina vio árboles, autobuses y coches ardiendo. Pero el edificio estaba intacto.
Se detuvo y reflexionó acerca de qué hacer. La carretera comarcal del colegio y la parte de la valla que daba a ella estaban completamente bloqueadas por los vehículos de la Guardia Nacional. Con la lluvia costaba trabajo distinguir qué estaban haciendo, pero parecía como si estuvieran levantando una barricada con sacos de arena. Los disparos eran continuos y el reflejo de luz que producían le permitió ver a miles de muertos vivientes rondando por el complejo educativo.
Dez se desanimó. ¿Cómo era posible que hubiera tantos?
El condado al completo contaba con menos de ocho mil habitantes, pero según parecía la mitad de la población estaba allí. Entonces cayó en la cuenta de que no todos eran del condado. Había chicos de los condados vecinos que tomaban el autobús escolar para asistir al colegio de la región. Y luego estaban las familias de esos chicos, que habían ido al colegio para refugiarse o para recoger a sus hijos. Corderos a los que degollar.
Había un ejército de muertos vivientes en la parte delantera del colegio y un ejército de soldados vivos fuera.
Y ella.
La única forma de entrar era destrozando la valla por un lateral.
La ventaja era que de esa forma entraría en el colegio y quizá pudiera ayudar a salvar a los que quedaran con vida.
El inconveniente era que abriría una puerta por la que los muertos podrían escapar. Aunque tampoco es que hubiera muchos de esos bastardos por los laterales del colegio, pero…
Dez siguió dándole vueltas al asunto mientras comenzaba a bajar por la colina en dirección a la verja del colegio. Dejó el vehículo en punto muerto y fue ganando velocidad con la gravedad. Entonces cogió el walkie-talkie y pulsó el botón de hablar. Había estado escuchando mensajes durante bastante tiempo, así que sabía los nombres de las personas clave.
—¡Un momento!, ¡un momento!, ¡un momento! Aquí la agente Desdemona Fox, del Departamento de Policía de Stebbins, llamando al teniente coronel Macklin Dietrich. Sé que está usted escuchando, señor. Por favor, responda para confirmar que oye mi voz. Cambio.
Hubo una confusión de voces y Dez repitió la llamada. La repitió incluso una tercera vez. Hasta que por fin se oyó la voz brusca de Dietrich.
—¿Quién llama?
—Ya se lo he dicho, señor. Agente Fox, del Departamento de Policía de Stebbins.
—Esta es una línea militar…
—Disculpe, señor, pero corte ya esa mierda. Que yo sepa, soy la única agente de policía de Stebbins que ha sobrevivido, y voy a entrar en la escuela elemental para proteger a los supervivientes.
—¡Y una mierda, agente…!
—Lo siento, señor, pero de mierda nada —soltó Dez de mal humor, interrumpiéndolo—. Hay un par de cientos de niños ahí dentro.
—Todo el mundo en ese complejo está infectado, agente Fox. Lo que tiene usted que hacer es ir a un punto de control a informar y…
—¿Para que me maten? No, gracias, señor. Además, he visto fogonazos de armas que salen de la segunda planta del colegio. Esos hijos de puta muertos no saben disparar un arma, así que ahí dentro hay gente viva.
—Agente Fox, le estoy ordenando que se retire.
—Señor, llamo para informar, no para pedirle permiso. Y para advertirle de que vigile la seguridad por el boquete de la parte oeste de la valla que voy a hacer.
—¿Qué boquete?
Dez pisó el acelerador y lanzó el Tundra contra la valla de hierro forjado a ciento quince kilómetros por hora al tiempo que respondía a la pregunta con un grito de rebeldía. El parabrisas se resquebrajó, la carrocería se retorció y el viento se llevó volando por los aires los trozos de cristal. Por un momento el motor pareció a punto de fallar, pero Dez pisó de nuevo el acelerador y comenzó a atravesar el césped y a subir por la colina hasta el edificio.
Hubo un nuevo fogonazo de disparos. Dez miró por el retrovisor y vio a un Humvee con una metralleta del calibre 50 instalada en la parte superior. Se aproximaba a ella a toda velocidad, siguiendo el perímetro de la verja. El soldado la apuntaba a ella con la metralleta, pero la distancia era demasiado grande y más de la mitad de las balas iban a parar a los alrededores de la verja.
Tratan de llamar su atención, pensó Dez. Muy bien, pues ya la tienen. Había llegado el momento de jugar.
Dez apretó el acelerador a fondo y atravesó el aparcamiento. Solo se desvió para evitar atropellar a los muertos vivientes que se tambaleaban en su dirección, atraídos por el ruido del motor. Reconoció unas cuantas caras e incluso recordó el nombre de algunos de ellos.
El Humvee entró en el complejo detrás de ella y siguió disparando. Dez se dedicó a sortear los coches aparcados. Su intención era que fuera a ellos a los que dieran de lleno las ráfagas de balas del calibre 50. Pero también cayeron unos cuantos muertos, cuyos huesos se quebraron con la fuerza del impacto.
Dez rodeó el edificio para comprobar la situación. Lo que vio no le gustó. Había miles de muertos vivientes en el aparcamiento. Y entre ellos, tirados como si fueran basura, una pila de al menos cincuenta cuerpos inmóviles bajo la lluvia. Sin duda alguien de allí sabía cómo matar a esas cosas. Nada más pasar a toda prisa por delante de la masa de muertos, estos comenzaron a perseguirla, bloqueándole el paso al Humvee. Dez giró en la esquina, pero siguió oyendo el ruido constante de la metralleta.
El verdadero problema, lo que la sacó de quicio por completo, fue lo que vio en la parte trasera del edificio. Por esa zona había muchísimos menos muertos, unos cincuenta más o menos, pero la puerta de atrás de la escuela estaba abierta.
Dos zombis se colaron dentro mientras Dez observaba.
—¡Bastardos! —gritó Dez, desviándose de inmediato hacia esa puerta.
De pronto lo pensó mejor y giró a la izquierda formando una curva cerrada, se ocultó detrás de un autobús escolar aparcado y paró. El motor se apagó bruscamente, con un rugido tan violento como el de un luchador que esperara el siguiente asalto. Dez observó al corrillo de muertos que deambulaba junto a la puerta, y luego desvió la vista hacia la esquina del edificio.
—Vamos, vamos…
Entonces oyó el ruido del Humvee, que giró en la esquina del edificio y disminuyó la velocidad. El conductor trataba de localizar el Tundra. Dez los veía desde donde estaba, pero sin lugar a dudas ellos tardarían un rato en divisarla a ella. Los muertos que se acercaban a ella se giraron y echaron a caminar hacia el Humvee, que estaba casi cincuenta y cinco metros más cerca de edificio que ella. Algunos caminaban a grandes pasos, pero la mayoría lo hacía torpemente. Los soldados comenzaron inmediatamente a dispararles.
—Perfecto —dijo Dez en voz alta, con una sonrisa.
Agarró la palanca de cambios, apretó el acelerador y salió de detrás del autobús a toda velocidad y en línea recta hacia el Humvee. Ni el conductor ni los tiradores la vieron venir.
Dez aceleró al máximo y se estampó contra el Humvee a la velocidad del rayo. Entre el impacto y el estado resbaladizo del asfalto, el Humvee dio unos cuantos bandazos. Dez siguió pisando el acelerador a fondo hasta lograr empujar al otro vehículo treinta y tantos metros. Entonces las ruedas del lateral contrario del Humvee estallaron, y el vehículo volcó sobre el asfalto. El impacto produjo un chirrido tremendo, y el peso del coche detuvo de golpe al Tundra, cuyo airbag se desplegó con tal fuerza que golpeó a Dez y la dejó casi inconsciente.
Sin embargo, su mente volvió a ponerse en marcha enseguida, activada por el miedo y la urgencia. Trató de permanecer consciente mientras buscaba una navaja en el bolsillo de la chaqueta, rajaba el airbag y lo hacía trizas. Abrió la puerta del coche y salió de mala manera. Parecía como si el mundo diera vueltas con los primeros pasos, hasta que logró asirse al capó destrozado y recuperar el equilibrio. El muerto más próximo estaba a unos treinta y dos metros de distancia, pero se acercaba.
El Tundra estaba para el desguace, pero eso no le importó. De todos modos era de Rempel. El Humvee también se había convertido en un amasijo de hierros. El conductor estaba tirado encima, muerto o quizá inconsciente. Pero Dez no podía permitirse el lujo de sentir lástima por él. Aunque sabía que obedecían órdenes, eso para ella no era una excusa. El tirador había salido despedido del vehículo y yacía en el suelo, gimiendo y agarrándose un brazo roto. Un tercer hombre, un tipo que estaba en los huesos y que llevaba los galones de sargento pintados sobre el traje de protección contra materiales peligrosos, luchaba por salir del Humvee por una ventanilla rota. Dez corrió a su lado, lo agarró del cuello y lo sacó. El tipo se derrumbó en el suelo y se quedó mirando el rostro de Dez con el casco de plástico puesto. Inmediatamente echó mano del arma que llevaba en el costado, pero nada más sacarla Dez le dio una patada y se la quitó. Entonces ella alargó la mano, le quitó el casco con máscara y todo y le apuntó con el cañón de la Sig Sauer en la cuenca del ojo.
—¡Quieto, cabrón! —gritó Dez.
—¡Dios! ¡No, por favor, no dispares!
—¿Cómo te llamas?
—Polk. Teddy Polk. Sargento del Ejército Nacional de Pensilva…
—Ahórrate esa mierda —dijo Dez, que apartó el arma del ojo y le dio un golpe en la frente. No con excesiva fuerza, pero sí con la suficiente. No se trató de una caricia—. Vale, Polk, ¿por qué intentas matarme?
—Tenemos órdenes de matar. Estás infectada…
—¿Te parece a ti que estoy infectada?
—¿Cómo voy a saberlo? Es fácil ocultar un mordisco.
—No me han mordido.
—Nos dijeron que algunos escupen un material infeccioso y que…
Dez se irguió. Estaba perdiendo la paciencia. La mujer rusa le había escupido sangre negra. Lo mismo que Andy Diviny. ¿Habrían acertado? Estaba casi segura de que no.
Casi.
—No estoy infectada —volvió a repetir en un tono duro y frío—. La cuestión es que vosotros, cabrones, no os molestáis siquiera en comprobarlo.
Los ojos de Polk se desviaron hacia el muerto más próximo que se acercaba. No parecía muy ansioso por volver a mirarla a ella.
—Yo… es que nos dijeron que…
—¿Qué es lo que os dijeron?
Polk era reacio a responder.
—Dijeron que todos en el pueblo estaban infectados.
—¡Jesús! Bueno, pues hay noticias nuevas, Einstein. Se equivocaban. Tus oficiales al mando te han contado una mentira. Yo no estoy infectada. La gente que está dentro del colegio no está infectada, los…
—¿Has entrado ahí? —interrumpió él.
—No, pero…
—Entonces no lo sabes. Fuera todo el mundo está infectado.
—Alguien de dentro está disparando. ¿Has visto a algún infectado disparar?
—He visto a algunos conducir y…
Dez volvió a pegarle con la culta. Pero esa vez más fuerte.
—¡Auh! ¡Maldita sea…!
—Eres un cabrón y un gilipollas. Si conducen un coche, disparan un arma o incluso hablan, es que no están infectados, ¡por el amor de Dios! ¿Así que los gilipollas de tus compañeros están matando a todo el mundo en el pueblo, eh?
Polk no respondió.
La lluvia era cada vez más fina, el rugido del viento era menos intenso y se podían oír los gemidos de los muertos que se acercaban.
—¡Por favor! —rogó el sargento, desesperado.
Dez sintió que la sangre le hervía de rabia.
—¿Por favor?, ¿me lo estás pidiendo en serio? ¿Cuántos de los infectados te han rogado por favor?
Estaba tan ansiosa por matar a ese hijo de puta que apenas era capaz de resistirse.
—Nosotros solo sabemos lo que nos han dicho. ¿Qué podíamos hacer?
Dez no dijo nada. Polk tenía razón. Se estaba peleando con un hombre cuyo rango estaba muy por debajo de aquellos que tomaban las decisiones políticas.
Dio un paso atrás sin apartar el arma de él.
—Escúchame, Polk —dijo Dez, seria—. Voy a entrar en el colegio. Sé que hay gente dentro. Gente no infectada. Niños. El colegio es el refugio de todo el condado. Es el lugar al que acuden porque se supone que aquí estarán a salvo. ¿Me has oído?
Él asintió.
—Vuelve y dile a tu oficial al mando que la agente Desdemona Fox, del Departamento de Policía de Stebbins, está en el interior del colegio con los supervivientes. Yo me aseguraré de mantener a salvo a todos los que no están infectados. Los meteré a todos juntos en el mismo sitio. Me ocuparé de ellos.
—¿Y si hay gente infectada ahí dentro? —argumentó él—. Dicen que esa cosa se extiende tan deprisa que es imposible contenerla. En cuanto te muerden o lo que sea, ya está. Es solo cuestión de tiempo, y tampoco disponemos de mucho tiempo.
—La gente de ahí dentro se está defendiendo. No están enfermos —repitió Dez con rabia.
La verdad era que los disparos desde la segunda planta habían cesado y que Dez no tenía ni idea en absoluto de qué iba a encontrarse.
Polk seguía mirándola; captaba la duda en su rostro.
—Probablemente ya estarán todos muertos…
Dez alzó un brazo para darle una bofetada con el dorso de la mano. Él giró la cara, pero al final ella no le pegó. Bajó la mano.
—¿Qué os han dicho de esta infección? ¿Cómo empezó? ¿Qué es?
Polk se restregó la cabeza herida y miró más allá de Dez.
Ella esbozó una sonrisa. No se giró para ver qué lo asustaba.
—Sí, ya lo sé, tenemos compañía —comentó Dez.
—Tenemos que salir de aquí…
—Cuéntame, Polk, o te destrozo la rótula y te dejo aquí tirado para que te coman esos jodidos muertos.
Polk se revolvió inquieto como si estuviera sopesando sus ansias por echar a correr y sus posibilidades de salir ileso sin que Dez le disparara.
—No nos han dicho gran cosa. Más que nada nos hablaron de cómo evitar la infección.
—Pero tienen que haberos dicho algo de…
—Que son terroristas —dijo Polk—. Nos dijeron que se trata de un arma biológica terrorista —continuó Polk, que se humedeció los labios y volvió a mirar más allá de ella—. ¡Vamos, por favor…!
Dez sonrió. Sentía el frío en su corazón.
—Sí, Polk… ya vienen los monstruos malos a por ti. A que jode, ¿verdad? Eso de tener miedo jode mucho. Pues ahora imagínate cómo se sienten esos niños de ahí dentro. Ellos contaban contigo. La gente cree en vosotros, chicos. Sois los héroes, venís a salvar al pueblo.
Él calló.
—Solo que a veces no —continuó Dez con desprecio.
Se produjo un ruido detrás de ella. Dez se giró y disparó cuatro tiros. Dos veces sobre cada blanco. Uno en el pecho y otro en la cabeza. Dos de los infectados cayeron. El resto seguía todavía demasiado lejos como para acertar.
Dez se dio la vuelta otra vez y dirigió el cañón del arma hacia Polk.
—Acuérdate de lo que te he dicho. Diles que ahí dentro hay gente viva.
—No les importa lo que digas —dijo él—. Les da igual.
Dez dio un paso adelante y colocó el cañón caliente del arma sobre el labio superior del sargento. Polk resopló.
—Pues haz que les importe —ordenó ella.
Polk se quedó mirándola. Los ojos del soldado estaban llenos de dudas, de miedos y de rabia. Pero al final asintió.
Entonces ella bajó el arma y se apartó.
—Coge a tus amigos y largaos de aquí. Yo os cubriré.
El sargento Polk se puso en pie sin dejar de mirarla y preguntó:
—¿Por qué?
—Porque se supone que eso es lo que tenemos que hacer —respondió Dez con una sonrisa leve—. Y ahora vamos, ¡fuera!
Polk pasó por delante de ella, pero a distancia. Sacó al tirador de la torreta del vehículo. El pobre hombre estaba todo magullado, pero después de un rato pudo ponerse en pie. Los dos juntos sacaron al conductor del Humvee, un cabo, que gimió pero no trató de levantarse. Polk y el tirador lo levantaron y se lo llevaron cojeando. Dez los observó marcharse y después se giró hacia el muro de muertos vivientes que se acercaban.
En cuanto los tres soldados llegaron a la valla, Polk hizo una pausa y volvió la vista unos segundos hacia Dez. Ella se sintió tentada de enseñarle el dedo corazón, pero al final no lo hizo. Antes de que ella se diera la vuelta, Polk asintió escuetamente en su dirección.
Dez frunció el ceño; no sabía cómo interpretar el gesto.
Un gemido le llamó la atención. Dez se volvió. Su valentía se derritió como la neblina cuando sale el sol de la mañana. Había docenas de esas cosas. Rostros mutilados convertidos en carne cruda, cuencas vacías, piernas retorcidas… Y no obstante, a pesar de todo, seguían acercándose. Parecían muertos que fingieran estar vivos, y no cesaban de mover la boca como si estuvieran hambrientos.
La puerta trasera abierta del colegio estaba detrás de ellos. A unos setenta y cinco metros. Lo mismo podía haber estado en la luna.
—¡Mierda!
Dez enfundó la pistola y rebuscó a toda prisa por el Humvee destrozado. Encontró dos M4. No tenía tiempo de buscar cargadores de reserva. Tendría que apañárselas con eso. Y si no lo conseguía, entonces adiós.
Sacó la bolsa de las armas del Tundra y se la cargó al hombro. Gruñó un poco por el peso. Apoyó una de las M4 sobre el hombro contrario, tiró del cerrojo de la otra y salió de detrás de los dos vehículos destrozados. Tomó aliento, reunió coraje, giró el selector de la M4 hasta la posición de semiautomática y echó a correr hacia la izquierda, siguiendo el perímetro del complejo.
Los muertos se volvieron para seguirla, pero ella no disparó. No era el momento.
Dez corrió trazando un círculo amplio con la esperanza de apartar a los monstruos de la puerta abierta. Había planeado echar la última carrera y entrar en el edificio en cuanto hubiera logrado despistarlos. Todos la seguían. Parecían más ansiosos por devorar su carne que la de las personas que seguían dentro.
Pero llegó el momento en el que ya no tuvo más alternativa que disparar, así que apuntó a los que tenía más cerca y soltó una ráfaga de balas. El peso de la bolsa, al que no estaba acostumbrada, malogró su puntería. Las balas perforaron los pechos de los muertos que tenía delante. Dez trató de corregir el error, mantuvo el arma nivelada y volvió a disparar. Uno de los monstruos se tambaleó hacia atrás con dos agujeros negros nuevos por encima de las cuencas vacías de los ojos. Dez siguió disparando una y otra vez mientras ese primero caía. Cayeron algunos más, pero solo habían muerto realmente cinco de ellos cuando se le terminó el cargador. No tenía puntería en absoluto con el peso de la bolsa. Siguió corriendo, soltó la M4 descargada y sacó la otra. Y trató de apuntar mejor. Disparó una y otra vez. Hasta que el cargador se vació.
—¡Mierda!
Tiró el segundo rifle y sacó la Glock. Estaba ya más cerca de la puerta trasera del colegio. Podía ver a un par de criaturas dentro, en pie. Les disparó y consiguió darle a una, pero desperdició tres disparos que fueron a incrustarse en el ladrillo al tratar de acertar en el otro. El ángulo no era en absoluto el correcto.
Así que echó a correr en medio de la lluvia hacia el edificio, chapoteando en el barro, salpicando y disparando a todo lo que se moviera. Estaba ya a medio camino cuando apoyó el pie en un disco de plástico de juguete medio enterrado en un charco, resbaló y cayó sobre la hierba. La bolsa grande de las armas se le escurrió del hombro y fue a parar a algún lugar en sombras. Y aunque no soltó la Sig, sumergió sin querer el cañón unos siete centímetros y medio en un charco de barro y se atascó por completo.
Un monstruo gimió. Dez se dio la vuelta y se quedó tumbada boca arriba. Harvey Pegg, el profesor de gimnasia del colegio, se lanzó sobre ella. La agarró del cuello de la chaqueta y hundió la cabeza para morderle el brazo con una fuerza terrible. Dez gritó, levantó la rodilla y le golpeó en la entrepierna. El profesor se desplomó encima de ella, y Dez aprovechó el instante para sacar el brazo de su boca y echar un vistazo rápido y desesperado al mordisco. Le había dejado una marca en la piel de la chaqueta, pero no la había traspasado.
—Gracias, Billy Trout —dijo Dez entre dientes.
Tanto Dez como Pegg se pusieron en pie, pero él tardó un segundo menos y se lanzó sobre ella. Había otros tres muertos tras él. Dez disparó dos veces y entonces el cañón se atascó.
Mierda.
No tenía ningún refugio al que correr ni tiempo para buscar más armas. Todo había terminado, y Dez lo sabía.
Entonces, de pronto, el mundo se inundó de una luz brillante y un estruendo espantoso. Un vehículo utilitario negro atropelló a los infectados con un golpe tremendo, que esparció cuerpos por doquier como si se tratara de muñecos de trapo. El coche derrapó y trazó tres cuartas partes de un arco hasta que el motor se paró con un carraspeo.
Dez se quedó mirándolo, absolutamente paralizada, mientras el conductor salía del vehículo de un salto. La sorpresa fue tal que no le salió la voz, y solo consiguió pronunciar su nombre en silencio:
—¿Billy?