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Escuela elemental de Stebbins

Condado de Stebbins, Pensilvania

El cabo Wyckoff dejó que el Humvee siguiera avanzando hasta detenerse nada más cruzar las puertas de hierro del colegio elemental de Stebbins.

—¡Santo cielo! —exclamó con un murmullo.

El sargento Polk, que iba a su lado, se quedó mirando boquiabierto.

El camino ascendía desde las puertas del la verja hasta el edificio, situado en un cerro igual que un castillo medieval y rodeado de filas bien delineadas de robles viejos. La construcción parecía lo bastante sólida como para resistir el ataque de los morteros, pero el problema no era ese.

El asunto era que el camino estaba regado de autobuses de colegio abandonados y destrozados; había docenas. Y alrededor de ellos se apiñaban cientos de turismos. Unos cuantos estaban ardiendo, y muchos estaban volcados. También se estaban quemando dos árboles a pesar de la lluvia. El fuego debía de haberse extendido a partir de un autobús amarillo del que solo quedaba ya el armazón. Y había personas infectadas por todas partes.

—¡Por Jesucristo, Nick!, pero si hay cientos de esas cosas.

—Miles —lo corrigió Polk con un murmullo—. ¡Dios!, están destrozados.

Los muertos sitiaban el edificio igual que un ejército invasor. Wyckoff y Polk oyeron unos cuantos disparos de un arma de fuego pequeña. Fuera quien fuera quien disparara, o bien estaba entre la muchedumbre, en cuyo caso moriría en cuanto se le acabaran las balas, o estaba en el interior del colegio, y para eso lo mismo le habría dado estar en la luna.

Wyckoff hizo un gesto con la mano señalando el panorama y dijo:

—¿Y se supone que tenemos que entrar ahí dentro y salvaguardar el colegio? Imposible.

—Ya lo veo.

—¿Por qué nos han mandado aquí?

—Porque nadie sabía qué era lo que estaba pasando, por eso. No tienen ni idea de en qué clase de mierda se ha convertido esto. No ha habido reconocimiento aéreo, Nick; somos los primeros que lo vemos de cerca.

Polk sacó el mapa de la bolsa de plástico y analizó la situación del colegio. Le señaló los puntos destacados a Wyckoff.

—Vale, este es el colegio y aquí estamos nosotros. Solo tenemos dos pelotones, así que no vamos a entrar ahí de ninguna manera. Más allá del colegio hay un bosque, un riachuelo que va a parar a una serie de lagunas, parte de un campo de golf, y luego está la frontera estatal con Maryland. Ahora mismo el río estará crecido, lo cual es bueno porque no podrá cruzarlo nadie, y mucho menos esos jodidos diablos. Así que solo queda el lado oeste. Hay un campo de fútbol, un aparcamiento y otra valla. Por el este hay una valla y luego un par de granjas —explicó Polk, que se mordió el labio y añadió—: Puede que tengamos más suerte de la que creíamos.

—¿Sí?, ¿por qué?

—Porque contamos con una combinación de barreras naturales y artificiales que puede que contengan a los infectados. Al menos de momento.

—¿Y si vienen hacia aquí? —preguntó Wyckoff.

—Les cerramos el paso.

—¿Con dos pelotones?

Polk no respondió. Prefirió enviarle por radio un informe de la situación al oficial al mando, el capitán Rice. Cada pelotón estaba compuesto por dos equipos de cuatro hombres armados. Eso significaba que contaban con dieciséis soldados en total para defender la puerta y el camino. Esa era la cruda realidad a nivel matemático, pero al menos parecía que los infectados prestaban más atención al colegio que a ellos. Ninguno parecía haber visto los vehículos militares aparcados en el camino de entrada, junto a las puertas de hierro.

Al menos de momento.