Cámping de caravanas «Dulce Paraíso»
Dez alzó la vista del cajón de las armas y gruñó al oír el ruido que hacían las manos de los muertos al golpear la chapa delgada de la caravana. Corrió a la ventana, asomó la cabeza y se topó de frente con la cara de su casero, Rempel. Había otros ahí fuera. La mitad de los malditos residentes del cámping estaban ahí.
—¡Cabrones! —exclamó Dez.
Sin embargo, lo hizo en voz baja y con un tono trémulo, con el corazón henchido de miedo.
Trató de no pensar en términos racionales acerca de lo que estaba ocurriendo. Ninguna de aquellas personas era amiga suya. Tampoco quería verlas como a sus vecinos. No podía permitirse el lujo de hacerlo, si es que quería llegar al colegio. Y su objetivo prioritario era llegar al colegio.
Es decir, si es que el colegio seguía en pie.
Esto último era lo que le decía constantemente una vocecilla interior muy molesta, solo que Dez tampoco podía permitirse el lujo de escucharla.
Abrió de golpe un armario y sacó una bolsa grande de esquí de loneta gris, la arrojó al suelo y comenzó a echar dentro todas las armas y las cajas de municiones que podía cargar. Se ajustó un segundo cinturón con cartuchera encima del que llevaba, de modo que le colgara un arma a cada costado, igual que en las películas del oeste, y se colgó al hombro la funda de nailon de la Sig Sauer del nueve. Todos los bolsillos iban llenos de cargadores. Los pantalones le pesaban tanto que tuvo que atarse el cinturón más fuerte. Y por último se puso una chaqueta de cuero de motorista, muy pesada, que le había regalado Billy Trout por Navidad dos años atrás. Pellizcó el cuero.
—A ver si ahora podéis morderme con esto, cabrones.
Se vio a sí misma de reojo en el espejo de cuerpo entero clavado en la puerta del dormitorio mientras se colgaba al hombro la bolsa de esquí. Parecía un personaje de un juego de vídeo. Una de esas tetonas increíbles; una superchavala armada hasta los dientes, capaz de dar en el blanco con las dos pistolas mientras hacía una voltereta lateral.
—Estás jodidamente ridícula —se dijo a sí misma.
Su reflejo sonrió. Dez recogió la escopeta Daewoo USAS-12 automática, metió un cargador de diez balas, se miró al espejo y respiró hondo.
—Yupi, y toda esa mierda.
Abrió la puerta y salió a la intemperie.