Sala de operaciones
Washington, D. C.
El presidente de los Estados Unidos estaba sentado en un sillón de piel giratorio con los dedos levantados y el ceño fruncido, observando el mapa del condado de Stebbins enviado por satélite. Sus hombres trataban de poner en marcha el protocolo de emergencia «Fuego Descontrolado» en la sala de operaciones, en donde sonaban decenas de teléfonos. Encima de la pantalla principal había otras más pequeñas, una de las cuales mostraba visualmente los resultados del radar Doppler sobre la tormenta. El Servicio Nacional de Meteorología estimaba que había exactamente las mismas posibilidades de que la tormenta girara al nordeste como de que permaneciera sobre el condado de Stebbins. Si ocurría esto último, los programas del ordenador calculaban que tardarían todavía seis horas en poder sobrevolar la zona con helicópteros. Seis horas durante las cuales la visibilidad en tierra era reducida.
Otra pantalla mostraba a unos cuantos hombres en medio de la tormenta cargando bombas de combustible en una hilera de helicópteros de combate Apache.
El presidente tenía la boca seca, así que dio unos sorbos de agua. Había muchas personas en la sala de control, y le costaba trabajo evitar que sus emociones se reflejaran en la cara mientras contemplaba cómo instalaban las armas.
Bombas termobáricas. Bombas de aire-combustible. Bombas de destrucción masiva que explotaban en dos fases, la primera de las cuales formaba una nube de material explosivo que se prendía en la segunda. Tal como le había dicho un general en una ocasión: «Señor presidente, esta es el arma no nuclear más poderosa que existe hoy en día. Se lo aseguro, es la definición exacta del infierno en la Tierra».
El general, que había luchado en la guerra interminable de Afganistán, había pronunciado esas palabras con orgullo. Sin embargo dadas las circunstancias…
Recogió el expediente de la mesa y lo abrió. La primera página era una copia del ritmo estimado de propagación de la infección si no lograban contener Lucifer 113 dentro de los límites del condado de Stebbins. El cálculo era increíble. Muy parecido a los de la ciencia ficción. Era una historia de terror.
El presidente cerró la carpeta, se inclinó hacia delante y siguió observando a los soldados cargar las bombas de combustible.
—¡Dios mío! —murmuró.