Calle Fábrica de Muñecas
Billy Trout atravesó el pueblo conduciendo como un loco. En la esquina de la calle Fábrica de Muñecas con la calle del Ayuntamiento vio un Humvee de la Guardia Nacional aparcado.
—¡Gracias a Dios! —jadeó Trout.
Los soldados de la Guardia Nacional eran en su mayor parte chicos del lugar; si no del condado de Stebbins concretamente, sí al menos de la zona. Si había alguien capaz de comprender, eran ellos. Y si alguien contaba con los recursos suficientes como para dar un giro a la situación, eran ellos también. Los federales podían estar perfectamente dispuestos a borrar Stebbins de la faz de la tierra, pero Trout estaba convencido de que la Guardia Nacional no.
Al oír el claxon de Trout los soldados se giraron. Trout encendió los faros en su dirección. Esperaba una señal en respuesta: un saludo con la mano, una sonrisa. Cualquier cosa.
Los soldados le apuntaron con las armas.
Trout redujo la marcha. Seguía a cuarenta y pico metros de ellos.
Volvió a tocar el claxon.
Se produjo una pausa de dos segundos durante la cual los soldados inclinaron las cabezas para consultarse la situación los unos a los otros. Trout esbozó un amago de sonrisa.
Entonces abrieron fuego.
Una oleada de barro se levantó en forma de hilera delante del coche de Trout, que se agachó, se encogió en el asiento y comenzó a gritar mientras las balas iban acribillando la parrilla delantera, el capó y el parabrisas.
—¡Por Dios! ¿Qué demonios está haciendo esa pandilla de bastardos? —gritó Trout.
Los balazos cesaron por un momento.
El parabrisas formaba una cortina de encaje llena por entero de rajas y de agujeros.
Trout alzó la cabeza y se atrevió a asomarse por encima del salpicadero.
Los soldados avanzaban hacia él. Los cañones de sus armas echaban humo en medio de la lluvia, y seguían apuntándole.
Trout alargó la mano, metió la marcha atrás, se irguió en el asiento y apretó el acelerador a fondo. El Explorer dio una sacudida hacia atrás y comenzó a rodar a toda velocidad en dirección contraria a los soldados, que inmediatamente volvieron a abrir fuego.
—¡No estoy infectado! —gritó Trout.
Trout sabía que no lo oían por culpa de los balazos, pero estaba enfadado. Siguió gritando cuando pisó el freno, giró el vehículo y cruzó la calle Fábrica de Muñecas en diagonal. Las balas crearon una hilera de agujeros dentados en el lateral del copiloto. Las dos ventanas de ese lado estallaron y salieron volando en pedazos; algunos trozos de cristal lo acribillaron. Sin embargo, el coche iba ganando velocidad; atravesó el aparcamiento de gravilla del negocio cerrado de Denny, salió por una calle lateral y se alejó de los soldados. Las balas continuaron golpeando la parte trasera del coche durante casi otro medio kilómetro más.
Fue entonces cuando Trout sintió verdadero miedo. El viento y la lluvia le azotaban la cara mientras conducía. No dejaba de pensar que a esos soldados les daba igual si estaba infectado o no. No les importaba. Era increíble, pero lo cierto era que no les importaba.