Cámping de caravanas «Dulce Paraíso»
La caravana estaba oscura. No había generador de emergencia, así que no disponía de luces de emergencia.
Dez se sacó la linterna del cinturón para buscar los quemadores de la cocina. Eran de gas. Los encendió los cuatro. El fuego alumbró la cocina y el comedor. Buscó por los armarios hasta que encontró una caja con velas. Dez no coleccionaba velas olorosas de esas que suelen tener las chicas cursis. Solo tenía las velas diminutas que habían sobrado del cumpleaños de J. T., así que las encendió todas y se llevó un puñado al dormitorio. Como no podía sujetarlas y hacer al mismo tiempo lo que tenía que hacer, cogió la papelera metálica y tiró las velas dentro, encima de los pañuelos de papel usados, los algodones sucios, las facturas rotas y una carta de Billy Trout que había tirado sin abrir. Los pañuelos se prendieron enseguida y el resto tampoco tardó, de modo que la pequeña hoguera produjo una luz amarilla brillante que alumbró el dormitorio.
Dejó la papelera sobre la alfombra, rebuscó por sus bolsillos en busca de las llaves y metió la que era en la cerradura. La abrió y levantó la tapa.
Todo estaba ahí. Las pistolas de mano en sus cajas de madera. Las escopetas. Los rifles de caza con mira telescópica. Las cajas de municiones. Los cuchillos. Todo.
Dez sonrió por primera vez en muchas horas.
Pero entonces los muertos comenzaron a dar porrazos en las paredes y en las ventanas de la caravana con sus puños pálidos.