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Cámping de caravanas «Dulce Paraíso»

Byron Rempel estaba sentado en el suelo junto a la mujer que lo había asesinado.

Quince minutos antes estaba vivo, exactamente igual que la mujer. Se trataba de la señora O’Grady, que ocupaba una caravana modesta a tres huecos de distancia de la de Rempel. La de él era doble, pero le servía tanto de casa como de oficina. La señora O’Grady era una anciana tranquila que apenas daba problemas y que siempre pagaba a tiempo el alquiler, además prefería vivir con las cosas rotas que llamar al hermano Rempel para que las reparara. Por eso a Rempel le gustaba. O al menos la toleraba. Porque lo cierto era que a Rempel no le gustaba ninguno de los inquilinos de Dulce Paraíso. A su juicio todos eran basura blanca proletaria; es decir, perdedores. La mitad de ellos vivían de un subsidio o eran desempleados, y para él cualquiera de las dos opciones constituía una lacra social. Él se partía la espalda trabajando, y la idea de que parte de sus impuestos fueran a parar a los bolsillos de los maricones perezosos incapaces de mantener un empleo o de salir siquiera a buscarlo lo ponía enfermo.

Aunque había excepciones, por supuesto. Como la camarera engreída esa del 14-E. La tía jamás le rellenaba gratis la taza de café cuando iba la cafetería. ¡La muy puta! O el holgazán del escritor irlandés, ese tal Kealan Patrick Burke, que acababa de llegar desde Columbia. El tipo había ganado unos cuantos premios por sus estúpidas novelas de terror, y solo por eso ya se creía que su mierda no apestaba. Se creía el jodido Stephen-mierda-King. Pero por lo que a Rempel respectaba, incluso el jodido Stephen-mierda-King había dejado de ser Stephen-mierda-King. No lo era ya. No desde La danza de la muerte: el último libro bueno que había publicado ese gilipollas de Nueva Inglaterra.

Desde entonces Rempel no había vuelto a leer nada de King. Tampoco había leído una sola línea de los libros de Burke, pero estaba convencido de que era el típico irlandés sobrevalorado, además de un alcohólico y un maltratador de mujeres casi con toda seguridad. Todos lo eran. Todos los escritores a los que había conocido en su vida eran borrachos, igual que todos los irlandeses a los que conocía eran maltratadores de mujeres. Rempel estaba absolutamente convencido de ello, así que Burke le cayó mal desde el principio.

Sin embargo, la reina de las putas de Dulce Paraíso era Dez Fox. Esa sí que se creía que cagaba barritas de oro y meaba gin tonic. Para que luego hablaran de engreídos. Rempel le había pedido que saliera con él a tomar café tres veces, pero en las tres ocasiones Dez Fox lo había mirado como si no fuera más que un escupitajo en medio de la acera.

No cabía duda: la tía estaba de toma pan y moja. La muy puta tenía un buen par de melones, y eso a Rempel le encantaba. Y un bonito culo también. Pero como sabía que estaba buena, trataba a Rempel como a una basura. Excepto cuando se le rompía algo de la caravana; entonces era toda dulzura y no hacía más que repetir «por favor, por favor» y «gracias, gracias» como si eso no la empalagara.

Lo que más le fastidiaba a Rempel era que alguien lo molestara. Y por eso se había enfadado tanto quince minutos antes, cuando tuvo que acudir en respuesta a la llamada de Burke en medio de una tormenta que habría asustado al mismísimo Noé. El escritor lo había llamado vociferando como un histérico acerca de no sé qué sangre o algo que cubría todo el suelo. Toda la alfombra. Rempel ni siquiera había podido sonsacarle una historia coherente a Burke. El muy idiota probablemente estaba bebido y se había cortado al afeitarse. Le habría estado bien empleado desangrarse hasta morir, al muy borracho. No obstante, Rempel había cogido su caja de herramientas, se había puesto el impermeable amarillo y se había acercado a la caravana del escritor, con el barro hasta los tobillos.

Lo primero que había hecho Rempel nada más ver la caravana de Burke había sido ponerse a jurar. La puerta estaba abierta de par en par, y la lluvia entraba a raudales. Sin embargo, conforme se aproximaba, aminoró la marcha y frunció el ceño, lleno de consternación. El agua que salía de la caravana estaba teñida de un rojo oxidado. ¡Por Cristo!, ¿qué demonios había hecho Burke? ¿Cortarse la cabeza entera?

Rempel subió los tres escalones metálicos y asomó la cabeza por la puerta.

No vio a Burke por ninguna parte. A la que sí vio fue a la señora O’Grady, tendida en el suelo justo a la entrada.

—¡Mierda! —exclamó al tiempo que se apresuraba a entrar y a arrodillarse junto a ella, a pesar del charco de sangre que la rodeaba.

La pobre anciana había sido tratada salvajemente. Un loco bastardo le había mordido la cara. Literalmente. La dentadura postiza yacía rota y aplastada en el suelo, y ella misma tenía la piel desgarrada a tiras desde el puente de la nariz hasta la barbilla. Se le veían por debajo todos los huesos, machacados también. Rempel se quedó mudo y horrorizado, contemplando las astillas de hueso que sobresalían de punta a través de la carne mutilada.

No podía creer lo que estaba viendo. Era la obra de un loco, de un maníaco. ¿Sería posible que hubiera sido Burke? Rempel trató de imaginarse al escritor irlandés de voz delicada hecho un energúmeno hasta ese extremo. Burke no le gustaba, pero la idea no le encajaba en absoluto.

De todos modos resultaba difícil imaginar a nadie haciéndole algo semejante a una tía tan vieja y amable como la señora O’Grady. No solo asesinarla, sino encima desfigurarla hasta ese punto…

Bueno, se dijo Rempel, es sencillamente una locura.

Se puso en pie e inspeccionó la caravana con precaución. Ni rastro de Burke. Ni de ningún asesino loco tampoco. Sacó el móvil del bolsillo y llamó al 911. Inmediatamente saltó un contestador automático con el mensaje de que no había servicio. Ni siquiera dejó que el timbre sonara una vez.

—¡Mierda! —volvió a exclamar Rempel.

Llamó al 411 y obtuvo la misma respuesta, y tampoco tuvo mejor suerte con el número del móvil de Burke. El teléfono emitió un extraño bip electrónico, pero no la señal de llamada. Podía ser por dos razones: la tormenta y el asesino. En las películas era el asesino el que cortaba las comunicaciones telefónicas. Solo que eso no explicaba por qué el móvil tampoco daba señal.

Rempel oyó un ruido detrás de él y se giró. Esperaba que fuera Burke.

Pero era la señora O’Grady.

Estaba en pie, a un metro escaso de él, con los ojos muy abiertos, oscuros e inexpresivos, y con la cara arruinada de la que sobresalían huesos dentados y colgaban tiras de pie.

Rempel se quedó mirándola sin comprender.

—¿Qué…?

Ella le respondió con un mordisco. No con la dentadura postiza, que yacía rota en el suelo, sino con la serie de dientes nuevos que formaban las astillas de hueso desnudo a la altura de la mandíbula. No encajaban las unas con las otras, y además como arma resultaba increíble. Pero Rempel sin duda habría sido capaz de pararla, esquivarla y apartarla de sí. Él fácilmente la doblaba en tamaño. Y la señora O’Grady por otra parte no era particularmente rápida.

El quid de la cuestión fue la sorpresa. La incredulidad.

Rempel se quedó paralizado un segundo de más.

La misma razón por la que aquella noche murieron tantas otras personas en Stebbins.

La misma razón por la cual muchos de los que murieron dijeron exactamente la misma palabra justo antes de fallecer. Todos pronunciaron una sola sílaba, y todos la entonaron con el mismo miedo y la misma sorpresa.

«No».

Dez dejó de correr y continuó caminando con precaución al acercarse al cámping de caravanas. Incluso a unos treinta metros de distancia era evidente que la ola infecciosa había alcanzado y arrasado el lugar.

Dos de las caravanas ardían.

Había muchas puertas abiertas y coches parados en medio de la calle, abandonados.

No vio sangre, cosa que no era de extrañar con la lluvia, pero sí atisbó el brillo de unos cuantos casquillos por el suelo.

No sabía cómo reaccionar. Por una parte, la violencia parecía rodearla, pero nunca la alcanzaba. Por otra, sentía como si estuviera perdiendo la escasa comprensión que tenía de la situación.

¿Cuánto tiempo había estado durmiendo en el suelo del asiento de atrás del Cruiser?

Todo estaba completamente negro, pero no parecía que el cielo se hubiera oscurecido prematuramente debido a la tormenta. Era de noche. Puede incluso que fuera el final, la muerte de la noche, pensaba Dez con un escalofrío ante el juego de palabras.

Entró en el cámping. Las primeras caravanas estaban a oscuras a excepción de la de Rempel, pero él no estaba. No sabía si alegrarse o sentirse decepcionada por el hecho de que él no constituyera el plato principal del banquete de los monstruos.

Segundos después reflexionó en profundidad sobre ello. No se trataba solo de una broma de mal gusto. Se sentiría decepcionada de verdad si Rempel no estaba muerto, y esa era una forma errónea de pensar.

Comenzaba a perder la sensatez.

Siguió caminando y tratando de olvidar la idea, pero no podía dejar de pensar en ello.

¿Cómo sabía siquiera si estaba loca o simplemente desorientada?

Al llegar a la esquina de la caravana de Rempel se detuvo. Su propia caravana doble estaba a unos dieciocho metros de distancia, cruzando campo abierto. No había dónde cubrirse, a excepción de unas jardineras de flores que se habían marchitado con el frío y que yacían tumbadas por la lluvia. Estaba a punto de hacer el sprint cuando vio a una figura salir caminando por el hueco entre su caravana y la del vecino.

Era un adolescente. Uno de los gemelos Murphy de la sección F del cámping. Llevaba unos vaqueros y una sudadera blanca. Pero no llevaba ni abrigo ni zapatos. Dez comprendió que estaba muerto a pesar de estar a veinte metros de distancia. Fue como una puñalada en el corazón.

Los gemelos tenían trece años. No eran más que críos.

Levantó la pistola y apuntó. La distancia era excesiva para acertar con un buen disparo. De pronto, sin pensarlo, echó a correr con ese paso rápido de zancadas cortas que le habían enseñado en el Ejército, con el arma levantada. Los pasos largos sacudían y ladeaban el cuerpo, de modo que se echaba a perder la puntería. Los cortos en cambio mantenían el cuerpo nivelado al tiempo que se avanzaba, y de esa forma el arma seguía apuntando correctamente al objetivo. Corrió hacia el chico, que se giró y echó y a caminar hacia ella, y disparó un solo tiro a dos y pico metros de distancia. Le dio en la frente. Se llevó por delante un pedazo del cráneo del tamaño de una manzana de la parte trasera, y el impacto además le rompió el cuello.

A pesar de que el rugido continuo de la lluvia amortiguó el ruido, el disparo sonó demasiado fuerte. Sin duda atraería al resto. Dez tenía una certeza total, lo cual significaba que acababa de abrir un abismo en su futuro.

Tengo que darme prisa, se dijo al tiempo que juraba.

Corrió a su caravana, metió la llave en la cerradura, abrió la puerta, entró y volvió a cerrar con llave.

Byron Rempel estaba sentado en el suelo, muerto pero despierto, e inerte ante la falta de presas a las que perseguir, cuando de pronto Desdemona Fox pasó corriendo por delante de la puerta.

La visión de Dez, su olor, la realidad viva de su persona incitaron de inmediato una respuesta en el enjambre de parásitos de su mente que en ese momento regía su cuerpo. No fue un pensamiento, sino una mera reacción. Un impulso a seguir: atacar, comer y extender las larvas a un anfitrión nuevo. Otro más. Uno de tantos.

Rempel y la señora O’Grady se pusieron trabajosamente en pie y salieron de la caravana arrastrándose despacio, siguiendo el rastro del olor a carne fresca. Otras siluetas salieron de otras caravanas a lo largo de todo el camino que había recorrido la mujer viva.