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Condado de Stebbins

—¿Dónde está todo el mundo? —preguntó Jimmy Hobbs al entrar con su novia, Elisabeth Donald, en el vestíbulo de las oficinas de Noticias Regionales por Satélite.

Era cinco años más joven que Elisabeth y su papel en la empresa era el de chico de los recados: lo mismo hacía de chófer para los cámaras que arreglaba la taza del váter. Tenía un pelo pelirrojo impactante y un montón de pecas que le daban un aire al Archie de los cómics. Elisabeth tenía el pelo negro rizado y los ojos oscuros, y seguía de cerca el estilo gótico de Marcia (a excepción de los piercings).

—¿Dónde está Marcia? —preguntó Elisabeth mientras se quitaba el abrigo mojado.

Elisabeth no sonreía. Más bien esbozaba una expresión de ligera confusión.

La silla de la recepcionista estaba echada hacia atrás, contra la pared, y la taza de café de cartón del Styrofoam Dunkin Donuts estaba tirada, goteando sobre un charco bajo la mesa.

—Puede que haya ido a por la fregona —sugirió Jimmy—. Iré a ver.

Sin decir una palabra más, Jimmy empujó las puertas batientes, al estilo de los salones del Oeste, que daban a la sala de redacción. Elisabeth se inclinó para sacudirse las gotas de lluvia del pelo y por un momento, desde ese ángulo, atisbó parte de la redacción por debajo de las puertas batientes, pero no supo interpretar lo que vio.

Jimmy parecía estar bailando con la secretaria de Murray Klein, Connie.

¿Bailando?

A pesar de tenerlo delante de sus narices no podía evitar pensar que se equivocaba y que su percepción estaba distorsionada, y no solo por el hecho de que estuviera inclinada hacia abajo. La imagen que veía no le encajaba.

Se enderezó lentamente y se asomó por encima de las puertas batientes.

Jimmy no estaba bailando. Naturalmente que no estaba bailando. La mera idea era una locura.

Lo que estaba haciendo, sin embargo, era una locura todavía mayor.

Connie y Jimmy estaban abrazados y apretujados el uno contra el otro, y Elisabeth creyó ver que Connie intentaba besarlo a la fuerza.

No. Besarlo no.

¿Morderlo?

Jimmy doblaba en estatura a la secretaria, pero la fuerza del ataque unido al factor sorpresa habían acabado por doblegarlo. Conseguiría matarlo en cuestión de unos instantes a menos que…

Elisabeth empujó bruscamente las puertas y entró.

Y entonces se detuvo, olvidándose momentáneamente del extraño y absurdo minué que se desarrollaba ante sus ojos. La sala de redacción estaba hecha un desastre. Las mesas estaban volcadas, los papeles esparcidos por el suelo. Las pantallas de los ordenadores estaban destrozadas; de algunas todavía salía humo. Y alguien había esparcido una pintura roja brillante por todas partes.

Una vez más la mente de Elisabeth rebobinó y trató de reformular la idea con otras palabras. No era pintura. Era sangre. Litros. Toneladas. Por las paredes, el suelo e incluso un poco en el techo.

Había cuerpos tirados por todos lados. Casi todo el personal. El hombre del tiempo, Gino Torelli, yacía sobre una mesa con la entrepierna y el interior de los muslos sencillamente… desaparecidos. Arrancados a tiras. Elisabeth vio los músculos desgarrados y el hueso blanco, pero lo peor era que alguien le había clavado un abridor de cartas en un ojo, formando el ángulo perfecto para llegar hasta el cerebro.

—¡Oh! —exclamó en un tono de murmullo.

La otra secretaria, Wilma, estaba desplomada en su silla y parecía como si estuviera tratando de despertar de un sueño profundo. Había también otras personas. Dos periodistas, un ingeniero, un editor y un hombre vestido de policía estatal. El ingeniero estaba en el suelo boca abajo; los otros estaban arrodillados a su alrededor como si estuvieran de acampada, arrancándole tiras rojas de carne.

Elisabeth solo fue capaz de articular un único grito agudo y estridente. Un ruido que no tenía el menor significado más allá de constituir una expresión de horror tan profunda que no había adjetivos para calificarlo.

Los rostros pálidos se giraron al oír el grito. Hacia ella.

Jimmy, que seguía luchando con Connie, chilló:

—¡Se han vuelto todos locos! ¡Sal de aquí!

Estuvo a punto de hacerlo. A punto de girarse y salir corriendo en ese mismo instante.

Pero a Elisabeth le gustaba Jimmy. Le gustaba mucho. Llevaba años esperando conocer a un tipo decente como él. Y por irracional que pueda parecer, su sentimiento de pánico y desagrado desapareció de repente ante otro de indignación mucho mayor. No sabía qué clase de locura se estaba desplegando ante sus ojos, pero no estaba dispuesta de ninguna manera a permitir que nadie le arrebatara a Jimmy.

Emitió un gruñido tan falto de articulación como el grito, pero mucho más decidido y con un objetivo claro, y caminó a grandes zancadas hacia la pareja que forcejeaba. Agarró a Connie del pelo por detrás y tiró de ella con tal fuerza para apartarla de Jimmy que, por un momento, sus pies resbalaron por el suelo. La mujer menudita soltó a Jimmy y acabó tirada sobre un charco de sangre. Posiblemente suya. Pero eso a Elisabeth no le importó. La obligó a darse la vuelta y le pegó un bofetón en la cara con todas sus fuerzas.

La cabeza de Connie giró a un lado y dio unos cuantos botes.

Las cosas que se agazapaban alrededor del ingeniero dejaron caer los pedazos de carne que sostenían y poco a poco se fueron poniendo en pie.

Y fue entonces cuando el breve ataque de furia de Elisabeth se topó con el muro de la realidad.

—¡Oh… joder! —exclamó ella.

—¿Qué… qué demonios está pasando aquí? —quiso saber Jimmy, con los ojos vidriosos.

Por mucho que fuera su amorcito, era evidente que no era capaz de manejar la situación.

—¡Sal, Jimmy! —bramó Elisabeth—. ¡Corre!

Él se quedó mirándola, evidentemente poco dispuesto a abandonarla. Pero entonces el policía estatal le escupió una sustancia negra y mucosa y él se echó atrás para sortearla. Y una vez en movimiento, su cuerpo pareció no querer parar. Se lanzó contra las puertas batientes, salió al vestíbulo y de ahí al exterior y a la lluvia. Los monstruos, que era la palabra más adecuada que se le ocurrió a Elisabeth, echaron a caminar torpemente tras de él, atraídos por el ruido y el movimiento.

—¡Y una mierda! —gruñó Elisabeth.

Enganchó un pie en las ruedas de una silla, le dio una patada y la interpuso en el camino de los monstruos. El policía estatal tropezó y cayó encima, y detrás de él los demás. Elisabeth no pudo evitar el acto reflejo de echarse a reír a pesar de que la situación no tenía nada de cómica. Su risa, no obstante, tenía algo de histérica, cosa de la que ella misma se dio cuenta.

Connie se giró hacia ella. Tenía los labios torcidos y enseñaba unos dientes blancos rotos.

—¡Mierda! —masculló Elisabeth, que echó a correr.

Pero no detrás de Jimmy. Tuvo la valentía suficiente como para tomar otra dirección, para darle a él otra oportunidad. Apartó a Connie de su camino de un empujón y se precipitó entre ella y el resto de los monstruos hacia el pasillo que daba a los distintos despachos de edición y finalmente a la puerta trasera. Empujó la barra de apertura de la puerta y la abrió de golpe con ambas manos.

Salió corriendo a la lluvia y a la oscuridad. Oyó el ruido que producía la barra de la puerta al abrirse una y otra vez conforme los monstruos iban saliendo tras ella. Elisabeth no era una gran corredora, pero los monstruos se movían lentamente y de una forma extraña. Y sin embargo, cada vez que miraba para atrás… estaban más cerca. Entonces se dio cuenta, más horrorizada aun que antes, de que algunos de ellos sí se movían deprisa. No tan deprisa como Jimmy, pero sí más rápido que ella.

¡Voy a morir! ¡Dios mío, voy a morir!

Tuvo la certeza absoluta de que moriría mientras corría, y tenía razón.

Pero no fueron los muertos los que la mataron.

Atravesó el aparcamiento y salió a la calle, pero en ningún momento vio el camión de transporte de tropas de la Guardia Nacional bajar a toda velocidad por la calle Mayor.

—¿Qué demonios ha sido eso? —gritó el cabo Nick Wyckoff al tiempo que trataba de controlar el camión tras el impacto.

El sargento Teddy Polk iba de copiloto. Bajó la ventanilla y asomó la cabeza para ver el asfalto.

—Buen disparo, Nick. Acabas de darle a uno de esos cabrones.

El tono de su voz era impertinente, pero sus ojos expresaban un profundo miedo.

Wyckoff se humedeció los labios.

—¿Estás seguro? ¿Seguro que era uno de esos infectados?

—Tiene que ser —dijo Polk. A pesar del frío, estaba sudando con el traje contra materiales peligrosos—. Ya oíste lo que dijo el capitán. En realidad todo el mundo en este maldito pueblo está muerto.

—Muerto —repitió Wyckoff como un eco.

Wyckoff se hizo el signo de la cruz sobre el pecho y se llevó la mano a la medalla de la virgen María oculta bajo la ropa.

El camión siguió a toda velocidad por una calle secundaria, salpicando de barro.

De pronto apareció una figura a la luz de los faros. Corría por la cuneta.

—¡Por Cristo, allí hay otra! —exclamó Wyckoff, que con la pálida luz del salpicadero reflejada en su rostro parecía tener diez años de edad.

—Atropéllala —lo azuzó Polk.

—¿Estás majara?

—Eh… el capitán dijo que no podemos dejar que nadie salga de aquí.

—Lo sé, Teddy, pero es que es solo una…

—¡Atropéllala, Nick, joder!

No obstante cuando el conductor giró para atropellarla, la figura había desaparecido; se había desvanecido en el bosque que limitaba con la carretera.

Wyckoff no paró. Apretó el acelerador y se dirigió al centro del pueblo.

Una figura salió de la espesura bosque cuando el reflejo de las luces traseras del camión desapareció en la distancia. Jadeaba, estaba empapada y hecha un desastre, y además estaba furiosa. Sostuvo la Glock con fuerza con ambas manos y apretó los dientes.

—¡Cabrones! —gruñó Dez Fox.

Entonces bajó el arma y se preguntó si habría disparado de haberse detenido y bajado algún soldado del camión. ¿Era capaz de disparar a un soldado que solo hacía su trabajo, por mucho que la tarea consistiera en la exterminación sistemática del pueblo?

¿Acaso ella misma podía estar segura de que no estaba infectada? No se sentía enferma, pero sabía que a menudo la gente padecía enfermedades y no tenía síntomas. Como María Tifoidea.

Palpó el walkie-talkie que llevaba en el bolsillo de la chaqueta. Si los llamaba y les explicaba lo sucedido… ¿la escucharían siquiera?

Antes o después iba a tener que descubrirlo.

Echó un vistazo a la carretera para ver si venían más vehículos, pero no vio nada.

Dez se enfundó la pistola y siguió corriendo. Casi había llegado.