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Límite del condado de Stebbins

Justo después de girar en una curva, Billy Trout se salió de la carretera y atravesó una pantalla de arbustos para internarse por un camino de ciervos que serpenteaba entre dos granjas. Los arbustos volvieron a cerrarse a su paso, y si algunos de los helechos quedaron aplastados o rotos, sin duda lo atribuirían a la tormenta. Había árboles caídos por todas partes así que, ¿qué podía importar un poco de maleza destrozada?

Las ramas y los macizos verdes arañaron los laterales del Explorer que, con los brincos debidos a los baches y a las raíces de los árboles, levantó una ola de barro que llegó hasta las ventanillas.

El camino rodeaba las granjas de Miller y de Rubino, y después cruzaba una carretera pavimentada que lo llevaría directamente a la parte trasera del aparcamiento del edificio desde donde se emitía Noticias Regionales por Satélite. Con un poco de suerte estaría allí la plantilla al completo, informando acerca de la tormenta y atendiendo a los grandes bastiones del periodismo. Ellos lo ayudarían a difundir la noticia entre los pocos polis que quedaran en el pueblo y, sin lugar a dudas, entre las autoridades. Y puede que el llamamiento público obligara a los federales a considerar otras alternativas.

Aunque naturalmente difundir la noticia suponía colocar su propio cuello en la guillotina federal. La prisión era una posibilidad perfectamente verosímil, a pesar de la Primera Enmienda. Podían apalearlo hasta la muerte al amparo de la Ley Patriótica y hacerlo desaparecer durante décadas en un oscuro agujero infernal, en defensa de la «seguridad nacional». No se trataba de ninguna broma, y de hecho Trout no se reía.

—¿Qué cojones estás haciendo, Billy Trout? —se preguntó en voz alta a sí mismo.

A pesar de que solo tenía puesto el aire caliente del parabrisas para evitar la condensación, Trout estaba sudando a mares y tenía la boca seca como un trapo viejo. No se trataba solo de la amenaza de represalias por parte del gobierno por lo que se planeaba hacer. La cosa era mucho, mucho peor que eso.

Trout era solo un treintañero, pero como periodista había atravesado ya unos cuantos momentos terribles. Primero en Pittsburgh, después del instituto, y luego en Stebbins. Sin embargo nada de lo que había visto lo había imbuido ni por asomo del miedo que en ese momento le bullía en el pecho. Siempre había considerado el «terror» más como un concepto político abstracto que como una experiencia humana real. Pero eso había sido antes de Volker y de Lucifer 113. Porque en ese momento estaba verdadera y completamente aterrorizado. Quería salir de la carretera, acurrucarse en el asiento de atrás y taparse la cabeza con el abrigo. O conducir hasta Pittsburgh y comprar un billete de avión para el primer vuelo que saliera del estado. Quizá incluso del país. Y por una vez no era una broma.

¿Y si se encontraba con Homer Gibbon?

La sola idea le daba ganas de gritar.

Una cosa era ver a un maníaco con las manos y los pies encadenados en la sala del tribunal o atado a la mesa de ejecuciones tras un cristal reforzado, y otra muy distinta pensar en encontrárselo suelto por el campo. Encontrarse con un Homer Gibbon libre, loco e infectado. Un Homer Gibbon que además era un zombi.

Un zombi.

La palabra le seguía pareciendo irreal.

De pronto algo salió de entre el follaje por su izquierda y cruzó corriendo la carretera. Trout pisó el freno, derrapó en el barro y dio unos cuantos bandazos hasta parar.

Echó un vistazo a la zona que iluminaban los faros y se quedó observando el camino.

Estaba desierto. Fuera lo que fuera, había cruzado el bosque hacia la derecha.

Entonces la misma figura volvió a salir a la carretera, se quedó en pie en medio del resplandor de las luces y giró la cabeza a un lado y a otro, muerta de miedo.

Un ciervo. No era más que un maldito ciervo. Un ciervo en un camino de ciervos. ¿Quién podría habérselo figurado? Trout comenzó a esbozar una sonrisa, pero entonces se inclinó un poco más hacia delante, le echó un vistazo más de cerca al animal y su sonrisa se desvaneció.

El ciervo estaba cubierto de heridas abiertas por las que le salía sangre lentamente, que se mezclaba con la lluvia.

Pero no heridas de bala.

Mordiscos.

Eran claramente… mordiscos.

El animal siguió desviando la vista a un lado y a otro de la carretera sin hacer el menor caso del coche. Era una hembra, quizá de dos o tres años de edad. Estaba flaca y era fuerte, pero se estaba muriendo ahí en pie, con los flancos inflándose y desinflándose pesadamente debido al ejercicio o al miedo.

Trout ató cabos. No era difícil. Todo lo que Volker había estado diciéndole bullía por su cabeza como si hubiera grabado esas palabras con fuego.

—No —dijo Trout—. Venga, no… no.

Entonces otra figura salió del bosque y se detuvo en medio del camino a tres metros del capó del Explorer y a nueve metros del ciervo. Una mujer. De pelo negro lustroso y piel pálida. De curvas anchas, con un vestido de terciopelo y encaje y medias con un dibujo de telaraña. El rostro de forma ovalada se giró hacia él para mirarlo, y sus labios rojos se abrieron para susurrar un leve «¡oh!». Iba vestida de gótica y era grandota, pero sexi.

Y le resultaba tremendamente familiar.

—¡Oh… no! —susurró Trout, cuyo dolor en el pecho se incrementó diez veces.

El rostro de la mujer no tenía marca alguna. Pero el resto de su cuerpo sí. Los brazos, las piernas, los pechos generosos y el estómago… toda ella estaba desgarrada.

Mordida.

—No.

Trout conocía cada línea y cada curva del rostro de esa mujer, desde el verde líquido de los ojos hasta los labios voluptuosos. Unos ojos que siempre resplandecían llenos de diversión y dispuestos a la travesura; unos labios en los que se esbozaban mil variaciones distintas de la picardía de una sonrisa. Sin embargo en ese momento esos ojos estaban tan vacíos como un trozo de cristal verde, y los labios colgaban. Su expresión era por completo vacía. No expresaba ni dolor, ni miedo. Ni siquiera la ironía que la caracterizaba siempre. No quedaba nada.

—¡Dios! —exclamó Trout justo en el momento en el que las lágrimas brotaron de sus ojos—. ¡Marcia…!

Otra figura salió entonces al camino. Un hombre joven con un mono de mecánico y una gorra de béisbol ladeada. Un extraño. Tenía el cuello y la sección inferior de la cara destrozados, y a pesar de la lluvia llevaba toda la parte delantera del mono cubierta de sangre. Salió arrastrando los pies, se giró por un momento de una forma extraña hacia los faros y después se volvió hacia el ciervo. Y se lanzó sobre el animal sin vacilar un instante, solo que el ciervo echó a correr por el camino emitiendo un grito como Trout no había oído jamás emitir a ninguna bestia. El mecánico se fue dando tumbos tras él.

Marcia sin embargo permaneció en pie en el camino, ladeando la cabeza a un lado y a otro como si tratara de ver más allá de los haces de luz de los faros. Y no obstante, durante todo ese tiempo, su expresión siguió estando en blanco. Era tan desconcertante como grotesco. Era el segundo tipo de respuesta a la infección que había descrito Volker. Cuerpos subyugados por completo a los parásitos. Anfitriones sin autocontrol.

Pero ¿tenían conciencia? La intención de Volker era que Gibbon mantuviera despierta la conciencia mientras estaba en la tumba. Que no fuera capaz de moverse, pero sí de sentir y de experimentar. ¿Era eso lo que estaba viendo en esa mujer? ¿Estaba Marcia atrapada en ese cuerpo?

Era lo más horrible que Trout habría podido imaginar. El cuerpo de Marcia secuestrado por unos insectos sin inteligencia, que funcionaban a un nivel puramente instintivo, y su mente, esa mente bella, inteligente, descarada y deliciosa, atrapada e incapaz de controlar lo que los parásitos le obligaban a hacer a su cuerpo. Como un fantasma atrapado en la casa embrujada que en una ocasión, en vida, le había pertenecido.

Trout deseó haber matado a Volker. No podía evitarlo; deseó haber cogido el arma y haber acabado con ese jodido maníaco.

O mejor aun, obligarlo a acompañarlo. De manera que pudiera ver con sus propios ojos los horrores que había creado. Y después echarlo a patadas del coche para que Marcia acabara con él.

Se atragantó solo de pensarlo y estuvo a punto de vomitar sobre el salpicadero.

Marcia era un monstruo. Un monstruo de verdad.

Sabía que si salía del coche ella lo atacaría. O mejor dicho… su cuerpo lo atacaría. Marcia no tendría ningún control sobre ese cuerpo. No tendría elección. Tendría que ser testigo de cómo su cuerpo cometía un asesinato y se dedicaba después al canibalismo.

—¡Dios mío! —susurró Trout.

¿Hasta qué punto se había extendido la infección? ¿Cuántas personas más estaban infectadas?

¿Estaba infectada Dez?

La idea prendió como el fuego en su mente. ¿Dónde demonios estaba Desdemona Fox? ¿Estaba viva o muerta? Y si estaba muerta… ¿qué clase de muerte era la suya?

De nuevo las lágrimas brotaron en sus ojos. Tenía una pistola, pero no tenía ni idea de cómo usarla. Jamás en su vida había disparado un arma. Y aunque hubiera sabido usarla, no estaba seguro de ser capaz de dispararle a Marcia. O a Dez.

Aunque quizá sí fuera capaz de dispararse a sí mismo. La idea vagaba por su cabeza constantemente, en lo más recóndito. Si Dez estaba infectada, si de verdad la había perdido para siempre, entonces cogería el arma de Volker y le otorgaría la paz… y luego se marcharía con ella. Si no podía tenerla en vida, entonces la seguiría hasta la muerte.

Las lágrimas resbalaron por sus mejillas. Trout se enjugó los ojos con las mangas.

A la mierda. Lo más probable era que Dez estuviera tan muerta como Marcia. Puede que todos en el pueblo lo estuvieran. No le quedaba más que dar las buenas noches a todos, y las gracias por venir. Y hasta pronto.

Marcia dio un pasito hacia el Explorer.

—Marcia —susurró Trout en voz baja—. Lo siento.

Ella dio otro paso. Trout apagó y encendió las luces para cegarla. Sus labios se curvaron esbozando brevemente un gruñido, pero enseguida volvieron a su indiferencia correosa.

Trout levantó con sigilo el pie del freno. El coche avanzó perezosamente unos pocos centímetros.

Marcia no se movió. Trout volvió a pisar el freno.

—Vamos, Marcia… por favor —rogó Trout, enjugándose las lágrimas—. Pónmelo fácil.

Tenía la pistola en el asiento de al lado. Hasta un cabeza de chorlito como él podía tirar del cañón y apretar el gatillo.

Pensó en Cabra y en lo que habían planeado hacer.

Había cientos de niños en el refugio. Quizá más. Si habían llegado al colegio antes de que comenzara la tormenta, entonces quizá siguieran vivos, quizá siguieran a salvo entre los muros de la escuela elemental.

Pero Dez seguía ahí fuera, en alguna parte.

—¡Joder! —gritó Trout.

Marcia lo oyó y dio un paso con más decisión hacia el coche.

Un reloj con su tictac se puso en marcha en la mente de Trout.

Quitó otra vez el pie del freno y el coche avanzó. La distancia entre el parachoques del Explorer y Marcia se acortó. Ella no se apartó del camino. Alargó la mano hacia el capó, y Trout observó cómo arañaba y hacía marcas largas en la pintura con las uñas rojas. Una de las uñas se le dobló hacia atrás poco a poco hasta que se rompió, llevándose consigo una tajada de piel. Trout soltó un grito imaginando el dolor; Marcia permaneció indiferente.

El Explorer fue aproximándose hasta que chocó contra ella con un golpe suave que produjo un ruido pesado. Trout apretó los dientes. Marcia se apoyó con fuerza en el vehículo y comenzó a empujarlo y a clavarle las zarpas, como si se creyera capaz de atravesarlo y entrar en su interior…

De nuevo Trout sintió que se le revolvía el estómago al darse cuenta con toda claridad de lo que intentaba hacer Marcia. Era algo que había comprendido desde el principio, aunque se había negado a aceptarlo. Hasta ese momento.

—¡Por favor! —rogó Trout, que tocó la bocina.

Marcia siguió clavando las uñas en el capó.

Trout pisó varias veces el freno para tratar de sacudirla y apartarla de allí. El sendero era demasiado estrecho como para dar la vuelta con el coche, y no había cuneta.

Pero no consiguió disuadir a Marcia; era imposible. Ella sabía que él estaba dentro. Y lo quería. A pesar de que sus ojos estuvieran muertos, su boca no cesaba de masticar. Mordía el aire.

—¡Por favor! —volvió a rogar Trout.

Sin embargo pisó el acelerador mientras suplicaba. Solo un toquecito, no obstante lo cual el Explorer avanzó metro y medio. Por un momento Marcia quedó aplastada contra la parrilla, pero luego le resbalaron los pies en el barro. Solo unos centímetros, pero lo suficiente como para que se escurriera hacia abajo al faltarle el apoyo de los pies.

Trout volvió a apretar el acelerador por un segundo. El Explorer se abalanzó hacia delante una vez más, y Marcia se escurrió hacia el suelo otro poco.

—Lo siento —dijo Trout, tras lo cual apretó el acelerado al tiempo que en su pecho brotaba un sollozo.

El vehículo avanzó hacia delante y Trout observó cómo Marcia se iba resbalando lentamente del capó para hundirse, centímetro a centímetro, delante del motor. Bajo el motor. Tenía los brazos extendidos hacia delante y seguía arañando y escarbando el metal mojado de la carrocería. Le caían gotas de lluvia que danzaban por la piel blanca de sus manos y brazos.

Unos cuantos centímetros más hacia delante, unos cuantos centímetros más escurriéndose hacia abajo.

Marcia desaparecía con una lentitud agonizante, se hundía en el barro bajo su propio peso conforme la masa del Explorer la empujaba. Trout se quedó observando sus ojos verdes vacíos, que lo miraban justo por encima del borde del capó hasta que… hasta que por fin desaparecieron y se hundieron. Luego resbalaron las manos y también desaparecieron de su vista.

Hubo un momento en el que el coche pareció atascarse, y entonces Trout se dio cuenta, más horrorizado todavía que antes, de que las ruedas trataban de escalar por encima de un obstáculo.

Un segundo sollozo más profundo surgió en su pecho al apretar con más ahínco el acelerador y ver que el motor de tracción a las cuatro ruedas avanzaba. El Explorer se balanceó a los lados, se desniveló extrañamente al pasar por encima del cuerpo. Luego las ruedas volvieron a caer sobre el barro, una detrás de otra, hasta que finalmente el vehículo siguió su marcha sin más obstáculos.

Trout apretó el freno a fondo y se inclinó hacia delante como si sintiera un dolor físico. Apoyó la frente en el arco del volante. Soltó las manos y le dio un puñetazo, después siguió dándole puñetazos al salpicadero y por último se los dio en la cabeza. Y soltó un grito tan estridente como todo el dolor del mundo unido.

Cuando por fin se decidió a seguir conduciendo, no se atrevió a mirar por el retrovisor. Ver a Marcia tirada y despedazada en el barro podía acabar con él. Como también podría acabar con él verla ponerse en pie.

—¡Oh, Dios! —exclamó entre lágrimas—. ¡Dez!

Apretó el acelerador y siguió conduciendo.