Calle Mayor
Dez chilló al sentir que unas manos heladas tiraban de ella hacia atrás, pero de inmediato dio un paso en ese mismo sentido con fuerza y decisión, plantó el pie en el suelo y utilizó la pierna para hacer palanca y girar todo su cuerpo con rapidez. Y mientras se daba la vuelta alzó la escopeta al nivel de la cabeza y utilizó la culata para asestarle un golpe en la mejilla a un hombre alto vestido con un mono de mecánico. Le destrozó los huesos de la cara, pero el golpe le dejó a ella los brazos temblorosos.
El hombre se tambaleó hacia atrás y durante un segundo horrible Dez pensó que acababa de atacar a un superviviente. Pero entonces él recuperó el equilibrio y se dio la vuelta para mirarla a la cara. Tenía un ojo medio cerrado y la miraba con el otro desde las profundidades de un pozo ensangrentado, pozo cuya carne había sido desgarrada. El resto de la cara colgaba a tiras como harapos.
Una risa burlona de alivio escapó de su pecho. Se trataba solo de un muerto.
Un muerto viviente.
Lanzó una risotada sonora, alzó la escopeta y disparó. Dez creía que estaba cargada con cartuchos de perdigones, pero la ráfaga de balas cargadas con el doble de plomo le voló la tapa de los sesos a la criatura, que cayó desplomada al suelo encharcado con un ruido extraño.
—¡Sí, jodido cabrón, tú vas a ser el primero! —gritó Dez—. ¡Uau! ¡Voy a cargarme a todos estos hijos de puta!
Dez se quedó mirando el cuerpo del muerto viviente con las piernas abiertas, los brazos cruzados y el pecho subiendo y bajando conforme se le inflaba y desinflaba. Se aferraba a la escopeta con tal fuerza que tenía los nudillos del blanco de los huesos. Sentía cómo los últimos resquicios de su sensatez y de su salud mental se iban desvaneciendo. En parte incluso deseaba volverse loca. Echar a correr por la calle gritando y jurando, disparar a cualquier cosa que se moviera hasta quedarse sin municiones y meterse directamente en medio de la muchedumbre de muertos. Darles de patadas, hincharlos a puñetazos y a mordiscos, inflarlos a golpes hasta que tuviera que arrastrarse por el suelo, utilizando todos los trucos sucios. Pero todo ello a lo grande. La muerte de un guerrero. Como cuando los chacales derriban al león. Era el sueño de cualquier instructor de lucha libre: morir en pleno combate, vadeando por el mar de sangre del enemigo, mientras ellos se ahogaban en la tuya.
Reconoció al muerto viviente. Fred Wortz. Granjero, también cultivaba maíz, y sus terrenos se extendían a lo largo de las proximidades del cámping. Un pedazo de la calavera de Fred se desgajó y cayó al suelo mientras Dez lo contemplaba. Fue una visión grotesca, y de pronto se echó a reír a carcajadas cada vez más estrepitosas hasta que la risa se convirtió en el chillido de una gaviota y se desintegró en un sollozo. Poco faltó para que hincara las rodillas en el suelo.
¡Basta!, le gritó una voz en su interior. ¡Basta, basta, basta…!
El llanto se quebró y acabó en un ataque de tos. Pero no volvió a echarse a reír.
—¡Que te jodan! —le gritó a la lluvia, a la tormenta y a las sombras heladas que se arremolinaban en el viento—. ¡Que os jodan!
Los gritos fueron tan fuertes que le quemaron la garganta. Pero la tormenta se los tragó por entero y sorbió los ecos antes de que pudieran llegar a sus oídos.
Le dolía que se tratara de Fred. Dez se había tomado unas cuantas cervezas con él, sentados en sillas de jardín a las puertas de su caravana. Habían hablado de fútbol, de la marcha de la guerra en Afganistán. Era un error que ella lo hubiera matado. Por mucho que supiera que en realidad ya estaba muerto. Pero ¿qué podía importar ya eso en un día como aquel? Lo único que importaba era que ella lo conocía. Era un colega de copas. Un amigo. Y de pronto él estaba muerto. Exactamente igual que el agente Saunders. Y que el jefe Goss, Sheldon Higdon, Doc Hartnup… y todos los demás. Todas las personas a las que conocía estaban muriendo. Todos la abandonaban. Todos.
El estómago le dio un vuelco. Dez se apartó y vomitó sobre el barro.
Entonces oyó algo en medio del rugido de la tormenta, tras las sacudidas ondulantes de las ráfagas de lluvia.
Gemidos.
No de una sola voz.
De muchas.
Muchísimas.
Se quedó escrutando la lluvia con ojos de loca.
—¡Vamos, maricones! —gritó Dez mientras apretaba la culata de la escopeta contra el hombro y disparaba al viento. Una y otra vez. Se giró, disparó, volvió a girarse y a disparar. Desperdició los cartuchos de plomo en la tormenta, pero no le importó—. ¡Vamos, venga, vosotros…!
Sus palabras acabaron desintegrándose en un lamento que por fin la hizo caer al suelo de rodillas. Sacudió la cabeza. Los gemidos seguían fluyendo hacia ella a través de la lluvia.
—¡No puedo! —lloriqueó Dez mientras las lágrimas, los mocos y las gotas de lluvia se mezclaban en su rostro—. ¡No puedo hacerlo…!
No sin J. T., si J. T. estaba muerto. Y probablemente Billy también lo estuviera, el muy bastardo. Y el jefe, y Flower… y… y todos. Todos muertos. ¿Cómo iba a seguir adelante sin ellos?
Soltó la escopeta, que cayó sobre el asfalto, y se derrumbó. La cabeza le colgaba entre los hombros; a duras penas sostenía los hombros, apoyando las palmas de las manos en el suelo. Voces, mil tonos distintos de su propia voz, le hablaban en el interior de la cabeza. Le decían que se pusiera en pie. Que se rindiera. Que lo dejara todo al azar. Le decían que todo saldría bien, que ya no tenía de qué tener miedo. Que era solo un sueño. Un sueño en el que su padre aparecería para dejarla en la cama, arroparla, darle un beso de buenas noches y arreglarlo todo. Era solo un sueño. Nada más que un sueño.
Los gemidos se transformaron en el tarareo de una nana. Una docena de tonos distintos tararearon con la voz de su padre.
Pase lo que pase, Calabacita, yo siempre volveré a tu lado.
Volver a su lado.
Dez alzó la vista y abrió los ojos desesperadamente como si esperara ver a su padre salir arrastrándose de la lluvia con el cuerpo retorcido y destrozado por la explosión que había acabado con su vida. Papá volviendo a su lado. Para llevársela. Para devorarla del mismo modo que querían devorarla aquellos monstruos.
—¡Por favor! —gritó Dez.
Los gemidos se oían cada vez más fuertes. Dez cerró los ojos. Quizá le doliera, pero ¿y qué? No duraría mucho.
No duraría mucho. Y luego…
¿Luego qué?
Las voces murmuraron, gritaron y susurraron, pero ninguna de ellas tenía una respuesta.
Luego, ¿qué?
¿La muerte? Sin duda… de eso estaba segura.
Pero luego, ¿qué?
Dez oyó un ruido. Un roce suave. Alzó la cabeza unos centímetros y abrió los ojos bizqueando, como si la cegara una luz brillante o como si tuviera miedo. Las gotas de lluvia se balanceaban como péndulos en sus pestañas.
Vio un pie. Pequeño, con una playera de color rojo fuerte. Medias blancas.
Alzó la vista. Medias blancas, falda escocesa y debajo… Sangre.
El rostro que salió de la lluvia podría haber sido el suyo hace mucho, mucho tiempo. Ojos azul claro, pelo rubio del tono del maíz. Mejillas redondeadas. Una preciosa niñita.
Una…
… niñita…
La niña alargó las manos con un gesto delicado y lastimero. Una cría ansiosa de calidez, ansiosa por sentir la seguridad de unos brazos fuertes que la sostuvieran y la alejaran de los fantasmas.
Lo mismo podría haber sido ella.
Solo que no lo era.
—Por favor… —susurró la niñita.
Eso fue lo que la mente de Dez trató de contarle, la mentira que creó su propia ansiedad. Por favor. Pero era mentira, y Dez lo sabía. Algunos fragmentos de su mente todavía eran capaces de darse cuenta. Las voces de su cabeza gritaban esa mentira, pero una parte más profunda de su ser respondía con un susurro. No.
La niña no había dicho nada.
No podía.
Lo único que podía hacer era gemir. Emitir un ruego hueco, implorando para satisfacer un hambre gigantesca e infinita. Dez miró a la niña a los ojos. Había visto los ojos de otros muertos vivientes. Los del jefe Goss… y los de otros. Y no había atisbado absolutamente nada en ellos. Pero por una décima de segundo en los ojos de esa niña creyó ver el brillo de algo más; era como si mirara a través del cristal mugriento de una casa embrujada y viera el rostro pálido y suplicante de un fantasma. Un segundo antes de que aquella cosita se lanzara sobre ella y la atacara, Dez vio la sombra de una niña pequeña gritándole desde la más profunda oscuridad.
Fue el instante más terrible de toda su vida. Peor que la muerte lenta de su madre, a la que el cáncer redujo a una parodia esquelética de lo que había sido. Peor que el fantasma de su padre, que había creído ver entrar en su cuarto meses después de haberlo enterrado en un ataúd sellado. Peor que todos esos años sin parar de beber para olvidar y de follar, tratando de sentir algo. Peor que todo lo sucedido ese mismo día junto.
El rostro sollozante de esa niña, atrapado en el interior de aquella cosa sin cerebro en la que se había convertido, era peor que cualquier otra cosa. Peor incluso que todas las voces que gritaban en su cabeza.
Así que Dez también se puso a gritar.
Y con un movimiento rápido y fluido, como si llevara toda la vida practicando solo para ese instante, Dez cogió la Glock, apuntó y disparó certera y directamente a las dos luces de la casa embrujada. La niña cayó hacia atrás sobre el asfalto. Dez se inclinó sobre ella y escrutó sus ojos oscuros. Se acercó más y más para mirar. Sin embargo lo único que vio fue el pálido reflejo de sí misma en sus pupilas negras y en su iris, de un azul cada vez más sombrío. El fantasma había muerto.
Y los gritos de la cabeza de Dez… también desaparecieron. Así de simple. Espantados hasta el silencio únicamente por la onda explosiva del arma. Se desvanecieron y cayeron al suelo como los casquillos gastados.
Dez Fox alzó la cabeza. Se oían otros gemidos en la tormenta, acercándose. Siluetas lentas de cuerpos oscuros y rostros pálidos emergían de las sombras de la manta de agua de lluvia. Dez permaneció allí unos segundos más, contemplando a la víctima del asesinato que ella misma había cometido. Pero no le pidió disculpas. El crimen no era suyo.
Ella había salvado a la niña.
Entró en una calle secundaria. La caravana quedaba ya a poco más de un kilómetro. Tenía que dirigirse allí. Recoger las armas. Coger la camioneta de Rempel. Y desde allí ir a la escuela elemental. Al colegio público de Stebbins, al final de una carretera secundaria. Con su gimnasio para la liga de los aficionados al baloncesto. Su salón de actos para reuniones y fiestas de Navidad. Su sótano diseñado como refugio civil para emergencias y desastres naturales.
Un paraíso a salvo… o una despensa bien provista, dependiendo de la perspectiva de cada cual.
Con todos los niños del condado de Stebbins dentro. Todos los niños y las niñas.
A la espera de ayuda.
A la espera de su ayuda.
Los muertos vivientes iban a hacer una carnicería con ellos. O si no la hacían los muertos vivientes, entonces la haría la Guardia Nacional. Dientes, balas o una jodida bomba de aire-combustible. De un modo u otro, no quedaba nadie para protegerlos. Todos los demás habían salido huyendo o habían muerto.
No quedaba nadie excepto Dez.
—No —le aseguró Dez a la tormenta, a los gemidos y a su propio dolor—. ¡No!
Dez se enfundó la pistola y corrió.