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Límite del condado de Stebbins

Billy Trout desvió bruscamente el Explorer hacia la cuneta y se detuvo detrás de la valla publicitaria de una tienda de artículos de Navidad abierta todo el año.

—¿Por qué paras? —quiso saber Cabra.

—¡Mira! —contestó Trout, señalando a lo lejos.

Cabra trató de vislumbrar algo a pesar de la tormenta. Cien metros más adelante, casi invisible a causa de la lluvia incesante, una fila de vehículos militares se apresuraba a lo largo de la carretera Hank Davis Pike que atravesaba el límite del condado para entrar directamente en el pueblo de Stebbins. Se trataba de, al menos, una docena de camiones militares y dos Humvees con ametralladoras instaladas en el techo. Entraban en tropel y ni siquiera reducían la velocidad cuando llegaban a un cruce; se saltaban los semáforos en rojo. Solo se detuvo el último vehículo, que salpicó barro por el costado. Los soldados saltaron fuera de inmediato y comenzaron a sacar barreras en forma de equis de la parte trasera del camión. Las colocaron atravesadas en la carretera por la que se entraba en el pueblo. Pertenecían a la Guardia Nacional e iban vestidos con ponchos para la lluvia, pero los M16 asomaban como cabestrillos por debajo.

Bajo los ponchos llevaban los trajes blancos de protección contra materiales peligrosos.

—¡Vaya! —exclamó Cabra—. Esta mierda debe de estar completamente fuera de control.

—Sí —murmuró Trout con sequedad—. ¡Dios!, hay que conseguir sacar a la luz esta historia. ¡Maldita sea…! Ojalá funcionaran los teléfonos. ¡Joder con la tormenta…!

—Déjate de mierdas de tormentas, Billy. Las comunicaciones estaban cortadas antes de que empezara a llover. Esos maderos han cortado las líneas y han obstruido las antenas de las torres de comunicación por móvil, y tú lo sabes. Necesitaríamos un teléfono vía satélite o un enlace de radiotransmisión para poder sacar la noticia fuera.

—Pero supongo que tú no tienes nada de eso, ¿verdad? —preguntó Trout, concibiendo ciertas esperanzas.

—Te aseguro que si lo tuviera, ya lo habría usado —contestó Cabra mientras observaba a los soldados de la Guardia—. Estamos jodidos, Billy. Jamás lograremos entrar.

—Puede ser, ya lo veremos. Déjame pensar —dijo Trout, que giró la cabeza y miró más adelante en la dirección por la que habían llegado, pensando y sin dejar de morderse el labio inferior—. Vale, esta carretera está bloqueada, pero hay otras cuatro carreteras importantes que llevan al pueblo. La de Hank Davis cambia de nombre y pasa a ser Fábrica de Muñecas en cuanto se rebasa el embalse. Luego está Sawmill por el oeste, Brayer Bridge por el sudeste y Sandoval, que cruza el límite del condado hasta Maryland. Esas también estarán bloqueadas, no cabe duda. ¿Qué otras carreteras quedan?

—¿Te refieres a las carreteras secundarias? —preguntó Cabra—. Alrededor de un millón.

—Justo. Así que si ahora solo están bloqueando las carreteras grandes, todavía podemos entrar por una secundaria. ¿Cuál es la más cercana?, ¿la avenida Forest… o esa carreterita estrecha que pasa por la hacienda Miller?

Cabra parecía indeciso.

—Espera, amigo, vamos a pensar esto bien primero. ¿Por qué razón exactamente quieres entrar en el pueblo?

—¿Lo preguntas en serio?

—Tan serio como un ataque al corazón. Piénsalo, colega. Doc Volker ha infectado a un asesino en serie paranoico con un puñado de parásitos que, probablemente, van a volverlo más loco y más sanguinario todavía que antes, y encima esos parásitos van a extenderse como la pólvora. Dijo que lo que induciría a los bichos a dispersarse sería… ¿qué palabra utilizó?… la necesidad de comer y reproducirse. Estamos hablando de zombis que merodean por ahí, que seguramente van mordiendo a la gente o haciendo Dios sabe qué para proliferar.

—Exacto —convino Trout.

—Entonces, ¿por qué leches se nos ocurre siquiera la idea de entrar?

—Somos periodistas…

—¿Sí? Guárdate esa mierda para los paletos, Billy.

Trout se giró en el asiento antes de contestar:

—Vale, dejémonos de gilipolleces. Todo el mundo sabía que se nos iba a echar encima esta tormenta, así que a estas alturas habrán evacuado la escuela de enseñanza media y habrán llevado a todos esos chicos a la escuela elemental en autobús. Es el refugio principal del pueblo. Es muy probable que estén llevando allí también a los viejos del asilo Sunrise House y a todos los que vivan en las zonas bajas que puedan quedar inundadas. Eso supone… ¿cuántas personas? ¿Unas dos mil? Y más de la mitad de esas dos mil personas son niños.

—La mayoría de los padres ya habrán ido a recogerlos.

—Puede que hayan ido los que viven al norte y al este, pero a los del sur y a los del oeste también los habrán evacuado. O puede que los soldados los hayan parado cuando iban de camino a recoger a sus hijos. Puedes darle todas las vueltas que quieras, Cabra, pero en ese colegio debe de haber cientos de niños, y puede que otros tantos viejos, y gente del pueblo que no tiene adónde ir. Estarán encerrados en ese refugio.

—Vale, ¿y qué?

—Que si no tienen ni idea de a qué se enfrentan, entonces dejarán entrar a cualquiera que se acerque. Y eso incluye a gente infectada. Gente a la que han podido morder. Ya has oído lo que ha dicho Volker, que esa cosa es muy contagiosa. Basta con que dejen entrar a una sola persona infectada para que Lucifer 113 se extienda por todo el refugio como la pólvora. Todo el mundo se contagiará y morirá, Cabra. Y me da la sensación de que los militares no van a impedirlo.

—No pueden dejar que se muera todo el mundo —protestó Cabra, apartando la vista.

—Sí pueden —insistió Trout—. Somos nosotros los que no podemos permitírselo. No podemos permitir que Stebbins acabe borrado del mapa.

Cabra sacudió la cabeza y preguntó:

—¡Joder!, ¿pero quién te has creído que eres?, ¿el capitán Venganza? ¡Si a ti ni siquiera te queda familia en Stebbins!

—Sigue siendo mi pueblo, Cabra. Todos mis amigos viven aquí.

—Y Dez Fox también, ¿verdad? —continuó preguntando Cabra. Al ver que Trout no respondía, Cabra asintió para sí mismo y añadió—: No puedes dejar que te coman los zombis o que te dispare la Guardia Nacional solo por una chavala que ni siquiera te echaría una meada encima ni aunque estuvieras ardiendo.

Trout no dijo nada.

—Billy, si entras ahí te va a pasar lo mismo que a todos los demás.

—Puede —soltó Trout—. O puede que me encuentre a Dez o a J. T. o a alguien que esté dispuesto a llevar a todo el mundo al refugio para encerrarnos allí y acabar con esto.

—¿Y los infectados?

—Comprobaremos que no entra nadie con un mordisco. Nadie que parezca enfermo.

—¿Y qué vas a hacer con ellos? ¿Dispararles?

—¡Demonios, chico!, ¿quién te has creído que soy? No, los encerraremos. En la escuela hay aulas de sobra… Apartaremos a los infectados, a cualquiera que pueda estar infectado, y lo encerraremos hasta que todo esto se haya pasado. Ya encontrarán los federales el modo de curarlos y de rescatarnos.

Cabra se quedó mirándolo un rato largo.

—Joder, ojalá fuera yo tan optimista. No dudaría en gastarme todo el sueldo en boletos de lotería rotos —comentó Cabra, que sacudió la cabeza y entonces declaró—: Escucha, si quieres jugar al capitán Venganza, adelante. Pero no cuentes conmigo para eso. Yo…

—Tranquilo, Cabra. No te estoy pidiendo que vengas conmigo. De hecho, incluso preferiría que no vinieras. Prefiero que salgas de aquí. Consigue que alguien te lleve a Bordentown o a cualquier otra parte. A un lugar en el que estés a salvo.

—¿Por qué? —preguntó entonces Cabra, frunciendo el ceño.

—Porque así podrás llevarte la noticia contigo —contestó Trout, que sacó las memorias de Volker y su grabadora del bolsillo—. Asegúrate de que la verdad salga a la luz si las cosas acaban mal.

Cabra no hizo ningún movimiento para salir del coche.

—Billy… esto es una tontería.

—Sí, pero desde que Volker pronunció la palabra «zombi» por primera vez nada ha vuelto a ser ni racional, ni normal.

—Escucha —dijo Cabra, que cogió las pruebas de manos de Trout—, haz una cosa por mí, ¿de acuerdo? Antes de nada, ve al despacho y busca el aparato portátil pequeñito de enlace vía satélite que utilizamos para las noticias en vivo. Está en mi despacho. También hay un teléfono viejo vía satélite. El Ejército puede cortar las líneas de comunicación e internet, pero no van a cargarse un satélite.

—¿Puedo ponerme en contacto contigo con eso? —preguntó Trout.

—Claro —afirmó Cabra, que acto seguido le explicó cómo funcionaba el aparato—. Puedes comunicarte conmigo por el Skype. Con el teléfono vía satélite tendrás audio, pero no vídeo, aunque por lo menos podremos hablar. Avísame con él cuando subas un vídeo. Llévate una de mis cámaras digitales. Toma vídeos de todo. De los zombis, de los soldados. De la gente muerta por las calles, de los niños escondidos en el colegio. Todo lo que pueda ser noticia. ¡Demonios, pero si todo es noticia!

—Bien —asintió Trout—. Eso es exactamente lo que necesitamos. Tenemos que conseguir que la noticia salga a la luz.

Cabra asintió y se quedó contemplando los campos llenos de barro por la ventanilla.

—Bordentown está a unos seis kilómetros y medio de aquí —dijo. Luego desvió la vista hacia la cartera de aspecto pesado, con el portátil y las cámaras. La caminata por el barro iba a ser una paliza, pero Cabra simplemente suspiró. Se volvió hacia Trout y añadió—: Dime una cosa, Billy. Si tú estuvieras al mando de esta operación militar… ¿qué harías? ¿Te gustaría… no sé, tirar una bomba nuclear y borrar este pueblo del mapa?

Trout soltó una risita cínica y contestó:

—No. Aunque supongo que habrán montado una barrera infranqueable y acojonante alrededor de todo el condado. Pero no… no lo volaría todo con una bomba nuclear, y no creo que ellos lo hagan tampoco.

—Eso es bueno, porque…

—Probablemente tirarán un par de bombas de aire-combustible —lo interrumpió entonces Trout—. Incinerarán todo el pueblo. Es lo más eficaz, la mejor manera de evitar cualquier riesgo.

Cabra se quedó mirándolo.

—¡Por Jesucristo, Billy…! ¿Me estás diciendo que lo más razonable es que los militares maten a todos los hombres, mujeres y niños del pueblo en el que te dispones a entrar? Es una completa locura.

—Lo que hizo Volker es una locura. Lo que ha hecho la CIA, permitiendo que Lucifer 113 se desarrolle hasta este punto, es una locura. ¿Pero quemar el pueblo y salvar a todo el país o incluso a todo el planeta? Es una medida dura pero práctica. No, no me mires así. No te estoy diciendo que sea eso lo que tienen que hacer, solo que es lo que yo creo que van a hacer.

—¡Demonios, Billy! —exclamó Cabra, que alargó una mano y añadió—: Cuídate, por favor.

—Y tú también, chico. Nos vemos cuando todo esto termine.

Cabra sacudió la cabeza y salió del coche. Se quedó en pie, expuesto al viento, bajo la lluvia que le resbalaba por la cara mientras el Explorer volvía a incorporarse a la carretera. Inclinó los hombros hacia delante para hacer frente al frío y echó a caminar lo más deprisa que pudo, con la tormenta en contra.