Calle Mayor
Pueblo de Stebbins
Dez Fox corría por la acera. La calle Mayor estaba desierta. En cualquier otra ocasión habría maldecido a la tormenta a gritos, pero ese día se no se atrevió.
La lluvia reducía la visibilidad a una docena escasa de metros. Más allá era todo una confusión gris. Las siluetas se materializaban de pronto de forma amenazadora. Y cuando eso ocurría se ponía nerviosa, levantaba la escopeta y deslizaba el dedo por el gatillo. Pero solo dos pasos después descubría que se trataba de un buzón, de unos cuantos tallos de maíz atados para Halloween y abandonados, o del recortable metálico del vendedor sonriente del concesionario de coches usados Dollar Bill’s. O sea, de una insignificancia. No era ninguno de ellos.
A kilómetro y pico del cámping donde estaba la caravana se encontró con tres cuerpos muertos tirados en medio del asfalto. Dos hombres y una mujer. Civiles. Los tres cuerpos estaban prácticamente acribillados a balazos y hechos pedazos con un arma automática. Tenían varias heridas en la cabeza.
El pavimento estaba cubierto de casquillos. De balas de 5.56 x 45 mm, la munición que utilizaba la OTAN. Es decir, M16.
Dez comprobó los alrededores y vio huellas de neumáticos de camiones y marcas de botas de al menos una docena de personas sobre el barro.
La Guardia Nacional. No podía tratarse de otra cosa. El pecho se le hinchó de esperanza. Si había llegado la Guardia, entonces alguien estaba utilizando la cabeza. Alguien había pedido un refuerzo de categoría. Y por fin había llegado la Guardia Nacional para dar patadas en el culo y exigirle a todo el mundo su nombre e identificación.
Siguió corriendo mientras las preguntas saturaban su cabeza. ¿Qué sabía el gobierno? ¿Acaso sabía algo realmente? La Guardia podía estar allí para reforzar los márgenes de los ríos con sacos de arena o evacuar a la población. Puede que hubieran disparado simplemente en respuesta a un ataque. Y si era así… ¿habría resultado herido algún soldado?, ¿habría recibido alguno de ellos un mordisco, y resultado infectado por tanto?
Esa era la idea más horrible de todas, porque la Guardia trabajaba a lo largo y ancho de todo el estado. Y habría sido un verdadero desastre que fueran los buenos los que extendieran la mierda por los alrededores en sus misiones de rescate.
Entonces se dio cuenta de que eso ya había sucedido, y el estómago le dio un vuelco. Era exactamente lo que había ocurrido con Andy Diviny y con los otros polis. Con el jefe Goss. Y probablemente también con Saunders.
Alguien tenía que advertírselo a la Guardia.
—¡Mierda!
Dez aceleró el paso. Correr tanto le producía dolor de cabeza, pero no le importaba. Siguió corriendo cuanto pudo, a pesar del peso de los zapatos, cubiertos de barro.
Medio kilómetro más adelante encontró respuestas a algunas de sus preguntas. Primero vio el humo y nada más girar en una curva vio un coche ardiendo. Un Toyota RAV4. El vehículo estaba envuelto en llamas por completo, la carrocería estaba repleta de perforaciones de bala, las ruedas se habían derretido y los cristales habían desaparecido. Y alrededor había cientos de casquillos.
Había seis cuerpos. Dos seguían todavía en el Toyota, atados ambos a sillitas infantiles en el asiento de atrás, carbonizados.
—¡Dios, no!
Dez se giró espantada y embargada por el pesar. Los cuerpos de la carretera eran todos de adultos. Dos mujeres y dos hombres. Dez conocía a las mujeres. Katie Gunderson y su hermana Jeanne. Ambas casadas y con hijos en edad preescolar.
Muertas.
—¡Dios…!
Tirado en el suelo, parcialmente debajo del cuerpo de Jeanne, estaba el cuerpo de un hombre al que Dez recordaba vagamente por haberlo visto en las fiestas y en los acontecimientos importantes del pueblo. Un granjero. No tenía ni idea de cómo se llamaba. Los tres cuerpos estaban cosidos a balazos. Era evidente que el granjero estaba infectado. Tenía el rostro y el cuello desgarrados a base de mordiscos. Sin embargo Dez no vio ni el menor rastro de mordiscos o del fluido negro en los cuerpos de las mujeres.
El último cuerpo era una verdadera incógnita, y de nuevo le produjo un profundo pesar.
Era un soldado de la Guardia Nacional, con el traje blanco de protección contra materiales peligrosos totalmente desgarrado. Dez se agachó y le levantó la máscara antigás con cuidado. Vio el rostro de un hombre joven, probablemente de unos veinte años. Tenía un mordisco en la mano izquierda, pero no era esa herida la que le había provocado la muerte. Alguien le había metido tres balas en la frente.
Pero… ¿por qué razón no se habían llevado a las personas infectadas para ponerlas bajo cuarentena, por qué no les daban algún tipo de tratamiento? ¿Y por qué habían dejado el cuerpo allí? Tanto si había muerto a consecuencia del mordisco como si lo habían asesinado por miedo a la infección, ¿cómo era posible que hubieran dejado tirado el cuerpo así? Abandonar de ese modo a un soldado iba contra todas las reglas del Ejército. Ni siquiera se habían llevado la placa de identificación. Le habían volado la cabeza y lo habían dejado tirado.
Y eso no era lógico en absoluto.
A menos que…
—¡Oh… Dios! —exclamó Dez alto y claro, consciente del pánico que se reflejaba en su tono de voz.
No era lógico en absoluto, a menos que la Guardia Nacional tuviera miedo de que se tratara de una plaga. A menos que la plaga fuera tan peligrosa que tuvieran que prohibir incluso mostrarle el debido respeto a un soldado muerto.
Dez se lamió las gotas de lluvia de los labios. ¿Hasta qué punto era peligrosa la infección? Bajó la vista hacia los cuerpos y después contempló al soldado.
¿Se habría contagiado ella?
Los muertos tenían secretos. Y su silencio parecía burlarse de ella, parecía prometerle cosas terribles.
Entonces oyó una serie de chasquidos. Al principio no comprendió qué era ni de dónde procedía, pero al volver a oírlos otra vez cayó en la cuenta. Eran las interferencias de un walkie-talkie.
Lo encontró debajo de la cadera del soldado muerto. Dez arrancó un puñado de hojas de un arbusto junto al pavimento y limpió el aparato de sangre y de barro. Comenzó a toquetearlo mientras echaba a correr otra vez por la carretera, camino al cámping. Nada más encontrar el canal en el que se oía a gente hablar, disminuyó la velocidad, apretó el botón para escuchar y se tapó el oído contrario para disipar el ruido de la tormenta. Se oían muchas voces y mucha cháchara superpuesta la una sobre la otra, y casi todos los tonos de voz delataban tensión. El resultado era una maraña de la que Dez solo pudo entresacar unos cuantos fragmentos.
—… los últimos polis estatales que quedan están en el perímetro de seguridad… la primera línea de tiro con la retaguardia a veinte metros… los helicópteros están en tierra… dos coches de granjeros han tratado de saltarse la barricada sur… el equipo de incineración del Centro de Control de Enfermedades se ha retrasado por culpa de la tormenta…
Solo había captado algunos fragmentos, pero le bastaba con eso. Bastaba y sobraba para convencerla de que lo mejor era no pronunciar ni una sola palabra por el walkie-talkie. Si eran capaces de matar a los suyos y a los civiles…
Había oído la expresión «zona Q» al menos una docena de veces. Zona de cuarentena. Tenía que referirse a eso. Y eso era bueno y malo. Bueno para el resto del estado, o quizá para el resto del condado. Pero malísimo para ella y para sus conciudadanos de Stebbins. Aunque no la sorprendía; simplemente confirmaba sus peores miedos.
Casi los peores. Porque había oído otra frase en medio de la cháchara. Cuatro palabras, en realidad. Cuatro palabras terribles.
… disparad nada más verlos…
Dez se guardó el walkie-talkie en el bolsillo de la chaqueta y comenzó otra vez a correr. Más rápido aún.
Siguieron apareciendo otros cuantos coches más y camiones en la penumbra, pero todos ellos siempre con un aspecto normal. Todos aparcados, sin ningún signo de violencia.
Hasta que se encontró con un segundo Cruiser de la policía estatal.
Estaba aplastado contra un poste de teléfonos a escasa distancia de la carretera que conducía al cámping. Tenía la parte frontal como un acordeón, doblada sobre el trozo de poste que quedaba en pie. Los cables de teléfono yacían en el suelo como una telaraña deshecha. Todo a su alrededor estaba salpicado de trocitos de cristal de seguridad que resplandecían cuando les caían las gotas de lluvia.
Dez alzó la escopeta mientras se aproximaba al vehículo por un ángulo en diagonal. El parabrisas había recibido un impacto fuerte y se había cuarteado como una telaraña a partir del agujero. El conductor, que seguía como si nada, sentado y con el cinturón puesto, se había dado un golpe fuerte contra él. Por la gravedad de la herida y por el hecho de que no había marcas de haber derrapado en la carretera, Dez concluyó que iba a mucha velocidad y que no había frenado.
Había filas de perforaciones de bala a lo largo del lateral del copiloto. Los casquillos tirados en el asfalto eran de una M16. Las cuatro puertas estaban abiertas.
Dez se lanzó sobre el coche y apuntó con el arma, metiendo dentro el cañón.
El asiento del copiloto estaba desgarrado y destrozado, y tenía un charco de agua de lluvia sanguinolenta de dos centímetros y medio de espesor que iba derramándose sobre otros más pequeños a su alrededor. De pie, como una isla desolada en medio del charco, había trozos de carne y un dedo pulgar izquierdo de hombre.
De inmediato dio con el nombre cruel que describía lo que estaba viendo.
Las sobras.
Dez tragó amargamente y comprobó el asiento trasero. Había más sangre allí también.
Pero sangre, ¿de quién? El pulgar era de un hombre blanco; no era de J. T.
—Vamos, colega —murmuró Dez—. Cuéntame un final feliz para esta historia.
Pero allí no había nada más que contar.
Dez se dirigió a la parte trasera del vehículo. El maletero estaba abollado y abierto. La escopeta no estaba. Dez trató de sonreír, esperanzada ante la idea de que hubiera sido J. T. el que hubiera salido sano y salvo de allí. Pero el asiento trasero también estaba manchado de sangre.
—¡No…! —jadeó Dez, que al oír la palabra que ella misma había pronunciado comenzó a concebir dudas y a llenarse de pavor—. No, venga, no…
El golpeteo de la lluvia era tan fuerte que Dez no oyó las pisadas mojadas tras ella. Pero de repente unos dedos helados la agarraron de los brazos y la arrastraron hacia atrás.