Calle Bixby
Condado de Stebbins, Pensilvania
Homer Gibbon se alejó de la granja de la tía Selma conduciendo por diversas carreteras secundarias. No tenía ni idea de dónde estaba su tía. Al llegar a la casa de unos vecinos, Selma se había bajado del coche, había subido las escaleras del porche y había llamado a la puerta. Homer estaba ya casi a medio kilómetro de distancia cuando oyó los gritos. A la dama de la parroquia la había dejado en la puerta de la iglesia. Le había parecido la elección más acertada. Se marchó de allí partiéndose de risa.
El cochecito horroroso de la dama de la parroquia iba traqueteando y dando brincos por las carreteras llenas de baches; estuvo a punto de quedarse atascado en el barro dos veces. Pero lo llevaba bien. Había sintonizado radio Wahora e iba escuchando a Magic Marti hablar de la tormenta. Notó cómo le cambiaba la entonación de la voz al comenzar a leer las noticias sobre los brotes de violencia en el condado de Stebbins.
La información lo desorientó durante casi un minuto, hasta que comprendió.
Así que mientras conducía, trató de darle un sentido a la cadena de sucesos acaecidos desde el momento de la ejecución hasta ese instante. Se acordaba de la aguja y de que se había quedado dormido.
Luego recordaba haberse despertado y haber visto al hombre del tanatorio. Y después a la mujer rusa fea. Sabía que había luchado con ellos y que los había mordido.
Ese había sido el primer bocado sabroso.
En realidad no era la primera vez que Homer probaba la carne humana; en una ocasión se había comido unos cuantos trocitos de una camarera de una cafetería. Sin embargo, sí que había sido la primera vez que había comido carne humana por pura necesidad más que únicamente por curiosidad.
¡Y qué voracidad!
Despertar en una bolsa para cadáveres había sido muy extraño. ¡Jodida bolsa! Era oscura, resultaba aterradora; igual que hallarse en el vientre materno o en un ataúd. Pero peor todavía era el hambre. Era una sensación tan profunda, tan tremenda, que había estado a punto de darse un mordisco a sí mismo. Y lo habría hecho, de no haber abierto entonces la bolsa el director del tanatorio y haberse inclinado sobre él. Deliciosamente cerca.
Homer se preguntaba si el director de la funeraria y la rusa se habrían despertado. Igual que la tía Selma y la dama de la parroquia.
Sí, no cabe duda, se dijo. Habían regresado como esclavos del ojo negro, y a esas alturas probablemente andarían ya por ahí, propagando la verdad de la boca roja.
Lo cual era… Homer buscó una palabra lo suficientemente grandiosa y gloriosa para calificarlo.
Era perfecto.
Delicioso. Y divertido.
Homer apretó el botón para bajar la ventanilla del coche, sacó la cabeza a pesar de los trallazos de la lluvia y gritó en plena tormenta: «¡Que te jodan, Volker!».
Estuvo cinco minutos riéndose. Ese cabrón de médico viejo no lo había castigado. Ni lo había condenado, ni nada semejante. Volker le había dado las llaves del reino maldito. Lo había hecho más poderoso.
Le gustaba esa palabra, «poderoso». La había aprendido en un episodio del doctor Phil.
«Poderoso». Repetirlo era placentero.
Lo único que le molestaba era el hecho de que la tía Selma y la dama de la parroquia parecieran un poco… De nuevo Homer trató de buscar la palabra exacta. Pero la única que encajaba era «agilipolladas».
Reflexionó un rato acerca de esa segunda palabra, pero siguió sin gustarle. Le parecía irrespetuosa. No, agilipolladas no. Huecas. Como la cáscara de un coco. Sin nada dentro, excepto el hambre. La tía parecía no conocer ni su nombre. Por supuesto que no podía hablar sin cara, pero es que ni siquiera respondía a su nombre. La dama de la parroquia seguía teniendo cara, pero tampoco hablaba. Simplemente «eran».
¿Serían todos así? Homer estaba considerando el asunto cuando una figura salió tambaleándose de entre los arbustos y se quedó parada en medio de la carretera. Pisó el freno y giró el volante varias veces como un loco para evitar que el Cube diera vueltas de campana y chocara contra los árboles que la tormenta había arrancado y arrastrado.
—¡Gilipollas! —gritó Homer. Pero luego se detuvo y trató de atisbar algo a través del vaivén de los limpiaparabrisas. Conocía a ese hombre. Sonrió—. ¡La hostia!
El hombre se giró hacia el coche y se quedó mirándolo con unos ojos oscuros y vacíos por completo de toda emoción, excepto la del hambre. Llevaba colgando los restos de una bata azul sobre la ropa de calle. Iba todo él cubierto con tanta sangre seca que ni siquiera la lluvia abundante había podido diluirla. El rostro que lo observaba a través del parabrisas era el mismo que se había inclinado sobre él tras abrir la cremallera de la bolsa de cadáveres: el director de la funeraria. Homer salió del coche y entonces el hombre cambió de rumbo y se dirigió hacia él. Dio dos pasos rápidos, como si estuviera listo para atacar.
Homer sabía que quería atacarle. Después de todo tenía hambre; él mismo conocía esa sensación de voracidad en sus propias tripas.
El hombre se detuvo y se quedó unos instantes bajo la lluvia con aire de estar desorientado. Su mirada estaba… hueca.
—Me temo que no soy tu mejor bocado, amigo —le dijo Homer.
Al oír la voz de Homer el director de la funeraria alzó la cabeza. Una levísima sombra de perplejidad cruzó por sus rasgos muertos. Después se giró y echó a caminar a trompicones en la misma dirección del principio, antes de que Homer se detuviera. Al otro lado de la carretera había un campo de cultivo y más allá… una granja.
—Estupendo —comentó Homer con aprobación.
Más adelante, en la misma carretera, había también movimiento. Homer vio a un policía salir del bosque. Tenía la garganta y la camisa desgarradas, y los ojos negros y muertos. El poli cruzó la carretera y siguió caminando en la misma dirección que el director del tanatorio.
—Mejor que estupendo.
Homer volvió a subirse al coche. Se sentía satisfecho. Había estado haciéndose preguntas, pero el universo acababa de darle la respuesta. Sin ambages.
Los seres huecos, como la tía Selma y el director de la funeraria, no eran muy distintos de los gusanos que él tenía debajo de la piel. Hacían lo que tenían que hacer; era la voluntad de la boca roja la que iba al volante.
—¡Perfecto! —exclamó al tiempo que le daba un puñetazo de entusiasmo al volante.
Subió la ventanilla, metió la primera marcha y siguió conduciendo. Kilómetro y medio después llegó a un cruce. Giró a la izquierda en dirección al pueblo de Stebbins y desde allí se desvió a la derecha para coger la carretera 381 hacia el límite del condado.
Entonces vio por el retrovisor un Humvee de estilo militar que pareció materializarse de pronto como un fantasma que saliera de detrás de una cortina de lluvia. Segundos después apareció un camión de transporte de tropas. Y luego otro.
Homer esperó a que la boca roja le dijera qué hacer, pero el interior de su cabeza estaba en silencio. Entonces se acordó de que él era la boca roja.
Las larvas seguían pululando bajo su piel. El estómago le rugió.
Seguía delante del cruce. ¿Qué camino tomar, izquierda o derecha?
Hizo su elección y sonrió. Incluso puso el intermitente, solo para fastidiar.