67

Calle Mason, cerca de la calle Fábrica de Muñecas

Dez estaba acurrucada en el suelo del asiento trasero del coche con el cuerpo apretado como un puño. El Cruiser de la policía estatal permanecía inmóvil y helado. Fuera, el viento seguía soplando como un monstruo incansable.

No tenía ni idea de cuánto tiempo llevaba allí. ¿Treinta minutos?, ¿más? Más, probablemente. Sabía que se había quedado dormida a pesar de todo lo que estaba ocurriendo, a pesar de la urgencia del momento y a pesar de toda lógica. Había sido su única vía de escape para evadirse.

Durante el sueño creía haber oído el traqueteo de armas automáticas, gritos de hombres y de mujeres y rugidos de motores de camiones. Pero de pronto despertaba y no oía nada.

Le dolían todos los músculos del cuerpo a causa de la tensión que suponía permanecer absolutamente quieta. Y le dolía la cabeza terriblemente por el golpe que se había dado cuando recibió una descarga de la táser. También le dolía el pecho por los nervios, por mantenerse en silencio cuando el llanto la desgarraba por dentro.

Y tenía frío. ¡Dios… tenía tanto frío! El viento de noviembre se colaba por la puerta abierta y era como la hoja de un cuchillo cortante. Una lluvia helada iba escurriéndose por los alambres de la jaula y formando un charco bajo ella. No había forma de escapar del frío. Las gotas de lluvia le calaban la trenza y le quemaban el cuero cabelludo como si estuvieran hirviendo, sobre todo en la herida. Le resbalaban por el cuello de la camisa hasta la cinturilla de los pantalones, le calaban la ropa interior y la hacían temblar de frío.

Él me ha abandonado.

Esas cuatro palabras permanecían fijas en su mente como un eco congelado en el tiempo. Sabía que no era una idea lógica, pero ¿qué tenía que ver ya la lógica con el mundo que la rodeaba? La lógica se había evaporado en el tanatorio de Doc. La lógica era la carne desgarrada y los huesos mordisqueados. La lógica había muerto.

Él me ha abandonado.

Dez se lo había advertido. Naturalmente que se lo había advertido. Le había dicho que no saliera del coche. Pero él no le había escuchado. Jamás escuchaban. Esa era la lección que aprendió cuando le rogó a su padre que no se marchara a Kuwait, cuando se lo suplicó de rodillas, aferrada a sus piernas. Sus lágrimas le habían empapado la tela de los pantalones, y su padre se había visto obligado a apartarla de sí. La frustración de él era tan grande que le había gritado. Le había dicho que creciera.

Dez sabía que era un error que su padre se marchara allí. Porque ahí fuera, en la oscuridad, había monstruos. Siempre había monstruos ocultos entre las sombras, justo al borde de tu campo de visión, listos para llevarte con ellos.

Pero su padre se había marchado de todos modos.

Aquella mañana terrible del último día en el aeropuerto él había intentado arreglar las cosas. Se había arrodillado, le había acariciado el pelo rubio y le había dado un beso en la nariz. Y le había dicho: «No te preocupes, Calabacita, ya sabes que yo volveré a por ti».

Eso le había dicho.

No que volvería con ella.

Sino a por ella.

Y acto seguido se marchó. Seis semanas más tarde era ya para siempre; su helicóptero había estallado en los cielos de Arabia a causa de una granada disparada por un lanzagranadas accionado por un compañero de su propio pelotón. Fuego amigo, lo llamaban.

Mamá ya se estaba muriendo cuando recibió la noticia. Abandonaba a Dez con cada aliento, conforme el cáncer la devoraba con su voracidad incansable. Cuando el hombre del Ejército le leyó la carta, mamá sencillamente cerró los ojos y desvió la cara a otro lado. Una única lágrima de plata cayó sobre la almohada. No volvió a pronunciar palabra. Su madre se marchó tres semanas después. Ella también se alejó de Dez. Primero se ensimismó en su propio dolor, luego se internó en la oscuridad y finalmente bajo tierra.

Por aquel entonces Dez estaba en segundo. Demasiado joven para comprender los misterios de la muerte, pero lo suficientemente madura ya como para saber que antes o después todos nos abandonan. Por una razón o por otra. Su padre se lo había demostrado. Lo mismo que su madre.

Lo mismo que todos los demás.

Incluso ese compañero. Ese tipo joven llamado Saunders.

La había abandonado.

Estaba sola.

Con los monstruos.

Así que, ¿por qué no echarse a dormir?

¿Por qué no dejase caer en el agujero más profundo y oscuro que se abría en su mente? Allí estaba a salvo, porque allí estaba completamente sola. Nadie podía abandonarte cuando estabas sola.

Permaneció en el suelo del coche y escuchó el traqueteo de las gotas de lluvia sobre el techo. Se quedó allí, luchando contra los escalofríos. Tratando de no hacer caso del frío. Tratando de no pensar en el dolor de los músculos constantemente contraídos.

Preguntándose por qué seguía viva. Preguntándose por qué los monstruos no la habían atrapado. No podía huir. Estaba esposada, herida, indefensa. Carne en el congelador para esos cabrones.

Dez trató de escuchar el sonido de los gemidos ensartados en el viento y en la lluvia. Escuchó. Y escuchó. Pero no oyó absolutamente nada más que el ruido de la tormenta.

¿Por qué?

Se quedó allí, dolorida y ansiosa, esperando a que llegara J. T. No para rescatarla. No era ese su punto de vista, ni siquiera en ese momento. Dez no necesitaba que nadie le salvara el culo. Ni siquiera J. T., que era el único hombre que jamás la había decepcionado, el único hombre que no pensaba con el culo. Los refuerzos, sin embargo… eso sí que habría estado genial. Luchar hombro con hombro con otros polis… habría sido un buen momento para hacerlo.

—Vamos, colega —susurró Dez—. Échame una mano aquí.

Pero J. T. no apareció. Por mucho que se lo pidiera.

Dez llegó a pensar incluso en Billy Trout. Dios, menudo marica de mierda. Aun así, deseó que estuviera allí. Podría haber hecho una lista muy larga con los defectos de Billy. Para empezar, era demasiado emotivo; eso era lo peor. Sin embargo, si él abría la puerta del coche en ese instante, Dez estaba dispuesta incluso a arrastrar el culo hasta el altar. Si Billy conseguía abrir la cerradura de las esposas follaría con él hasta dejarlo ciego; quizá incluso tuviera con él un hijo o dos, tal como él quería. Se lo prometió a Jesús y a todos los santos mientras yacía en el suelo, empapada y congelada.

Cerró los ojos y recordó lo caliente que estaba él siempre. La sensación que le producía su piel era como la de la caricia del sol, incluso cuando hacían el amor en pleno invierno. Recordaba haber hecho el amor en invierno. Desnuda y aferrada a él como los copos de nieve del exterior, abrazando ese cuerpo y esos miembros bronceados con brazos y piernas mientras el calor de sus alientos se mezclaba al jadear y respirar el uno en la boca del otro. El calor en el centro de su ser, mientras ambos movían las caderas creando esa fricción tan antigua como el mundo mismo y tan frágil como un copo de nieve. Recordaba el calor al penetrarla él, cuando Billy gritaba su nombre como si esa única palabra constituyera la entrada en el paraíso. Y el calor de después, mientras él la abrazaba, le acariciaba el pelo y le susurraba promesas en plena noche, y a su alrededor el mundo entero se congelaba como un testigo perfecto.

Entonces se acordó del calor de sus ojos el último día, cuando entró en la caravana con un ramo de flores y un anillo y se encontró con Gran Ted. Los ojos de Billy se habían llenado de un fuego azul, Dez creía poder sentir el ardor de ese fuego en el momento en el que la caldera de su corazón se partía.

Billy. Él sería el último calor del mundo que ella recordaría.

—¡Billy! —lo llamó a gritos, saboreando las letras de su nombre—. ¡Billy… lo siento!

Pero Billy Trout tampoco apareció.

—¡Maldito seas! —le dijo a la tormenta, fingiendo que sus lágrimas eran gotas de lluvia.

Nadie iba a buscarla. Nadie en absoluto. Ni J. T., ni Billy. Ni siquiera la policía estatal.

Pero…

De pronto Dez abrió los ojos.

¿Por qué?

¿Por qué no aparecía nadie?

¿Por qué no aparecían los muertos?

Quiso moverse; lo necesitaba. Pero necesitaba todavía más comprender por qué. Saunders la había abandonado y los muertos lo habían hecho pedazos. Dez había gritado, y entonces los muertos se habían arrastrado hasta el coche. Hasta ella.

Solo que… no la habían atrapado. La puerta delantera estaba completamente abierta.

Tendría que arriesgarse. Sabía que esa era la apuesta más peligrosa que había hecho nunca antes incluso de moverse un ápice. Y la más tonta, lo cual era ya decir mucho.

Estiró la pierna izquierda.

Los músculos comenzaron a lanzar un grito largo y lento de dolor mientras la flexionaba y luego estiraba la rodilla. Entonces se quedó helada al darse cuenta de otra cosa terrible.

Tenía la pierna derecha muerta. No podía ni siquiera sentirla.

¡Dios! Miles de pensamientos pasaron por su cabeza a voces. Los muertos la habían alcanzado. Estaba muerta… igual que ellos. Se estaba muriendo.

Esas ideas chocaron unas con otras como las bolas de billar, sin lógica alguna. Dez se balanceó a un lado y a otro, tratando frenéticamente de apartar la parte muerta de su cuerpo de sí.

Entonces sintió una ola de dolor intenso y repentino a lo largo de la toda la pierna y de la cadera muertas, y con la misma rapidez se dio cuenta de que el miedo la hacía pensar estupideces. Las terminaciones nerviosas de su pierna despertaron como alfileres y agujas dispersos, conforme la sangre comenzaba a circular por los músculos que habían permanecido aplastados hasta el entumecimiento debido a la postura y al frío.

—Eres una imbécil —se dijo a sí misma casi sin voz, pero en un tono serio de reproche y de rabia tal que habría podido congelar un arma recién disparada—. Eres una imbécil y una gilipollas.

Solo que para Dez los reproches eran como latigazos. La ponían furiosa, y la ira era para ella la única arma para luchar contra el miedo. La hacían arder en deseos de destrozar algo. A sí misma o a la primera persona con la que se encontrara y a la que pudiera gritar.

A pesar de todo se movió con precaución. Lentamente. Estiró los miembros entumecidos con la sonrisa de dolor en los labios que esbozan a menudo los atletas durante la terapia física. Adorando ese dolor. Detestando la debilidad. Esforzándose por recuperar la fortaleza corporal. Y escuchando al mismo tiempo cualquier cambio en el ruido ambiental. En busca de lamentos.

Pero nada.

Se sentó. Tardó cinco minutos. Tenía las muñecas arañadas y en carne viva por las esposas, pero le dio las gracias a Saunders por haberse apiadado de ella y no haberle atado las manos a la espalda. Eso habría sido una sentencia de muerte. Sujetas por delante… todavía le quedaba una posibilidad.

No podía ver el exterior por la ventanilla. Era demasiado bajita y el cristal estaba empañado por la condensación. Lo cual significaba que tenía que ponerse en pie en el asiento.

—Vamos, vaca perezosa.

Levantó las manos y metió los dedos por las ranuras de la malla de alambre que separaba el asiento de atrás de los de delante. Le dolían los dedos por el frío, pero despachó ese dolor a la caldera de la ira que ardía en el centro de su pecho. Apretó los dientes y tiró para arriba, apoyándose en ambas piernas. Era como arrancarle la transmisión a un camión de reparto, pero su cuerpo se movió.

Por fin estaba en el asiento.

Inmediatamente se tumbó, se estiró en el asiento y siguió tratando de oír los lamentos. Siguió escuchando cualquier cosa que pudiera ocurrir en respuesta al ruido que había hecho.

Pero ni la lluvia ni el viento cambiaron de tono.

Dez se irguió muy despacio hasta sentarse otra vez.

Se inclinó y trató de mirar a través de la ranura de la puerta del conductor, pero no tenía un buen ángulo. Lo único que pudo ver fue un trozo de asfalto y las olas diminutas de agua sucia cayendo por el lateral.

Se balanceó hacia la ventanilla trasera izquierda y utilizó la manga de la camisa para limpiar el cristal de la condensación. Fuera, todo seguía sumido en la niebla, las formas estaban borrosas por el caer constante de la lluvia. Pero aun así… esas formas eran permanentes. No se movían.

¿Qué les había ocurrido a los malditos muertos?

No tenía sentido.

Hasta que de repente lo tuvo.

El golpeteo de la lluvia sobre el techo era parte de la respuesta. El ruido. Y el olor de la lluvia, cargada de ozono y rica con los olores de la tierra y del barro circundante; esa era la segunda parte. Los muertos no podían ni oírla, ni verla. Por el caer constante de la lluvia. No podían, oculta como estaba en la parte de atrás del Cruiser con las ventanillas llenas de condensación.

—¡Están ciegos!, ¡que se jodan! —dijo en voz alta.

Sonrió. Pero esa vez esbozó una sonrisa verdadera.

Entonces bajó la vista al suelo. Al lugar en el que había estado escondida. Imaginándose a sí misma, viendo en qué se había convertido. En algo diminuto. Roto. Destrozado. Abandonado.

De repente levantó la cabeza y comenzó a olisquear a su alrededor como un spaniel, con los ojos fijos en el este, como si pudiera ver a través del coche, de la tormenta y de los edificios, y atisbar la escuela primaria.

Donde estaban los niños. Donde habían llevado a todo el mundo.

¿Estarían atrapados? ¿Abandonados por sus padres, que no habían podido ir a buscarlos a causa de la tormenta? ¿O abandonados por padres que habían tropezado con otras dificultades? Como Saunders.

—¡Cristo! —gritó.

Dez rebuscó por los bolsillos con la vana esperanza de que Saunders se hubiera dejado puestas las llaves de las esposas por descuido. No hubo suerte.

Maldito fuera.

La jaula era de alambre fuerte y jamás podría salir de allí. Las puertas no tenían picaporte por el interior.

Pero las ventanillas…

Dez las miró con desdén. Había destrozado unas cuantas en sus buenos tiempos. Con la porra, con la linterna. Con un palo en más de una ocasión. Incluso con la cabeza de Rufus Sterko, tras arrestarlo por darle una descarga eléctrica a su mujer con un cable. Las ventanillas no eran tan duras. Los cristales de seguridad estaban hechos para resquebrajarse al recibir el tipo de impacto adecuado.

El problema sería el ángulo y la resistencia. No podía ponerse en pie, que era el mejor ángulo para golpearla. Y hacerlo tumbada significaba que no tendría nada realmente sólido sobre lo que apoyarse. Sería cuestión de puro músculo y velocidad. Sobre todo de velocidad.

Dez se giró, se tumbó en el asiento y se estiró, doblando las rodillas de modo que pudiera apoyar los talones sobre la ventanilla. Después se agarró con las manos esposadas al cinturón del asiento, respiró hondo y dio la patada.

Sus talones rebotaron contra el cristal y se golpeó la boca con las rodillas. Se aplastó el labio inferior contra los dientes. Notó el sabor de la sangre y un dolor fuerte en todo el labio. Pero el cristal seguía entero.

—¡Hijo de puta! —gruñó Dez.

La rabia alimentó todavía más la caldera de la ira, así que le dio otra patada. Y otra. Y otra.

El cristal se resquebrajó, de modo que con la patada siguiente Dez perforó la ventanilla y la desintegró. Lanzó los cristales fuera, mezclados con la lluvia; no obstante los dientes afilados de cristal que permanecieron sujetos al marco de la puerta le arañaron los tobillos y las pantorrillas.

Dez volvió a meter las piernas en el coche. Su pecho explotaba de rabia y de dolor. Le salía un hilillo de sangre de cada pantorrilla, y la lluvia entraba por el hueco, arrastrada por el viento helado.

Una vez más se quedó inmóvil, escuchando la tormenta.

Seguía sin oír gemidos. Ni arrastrar de pies sobre el asfalto mojado.

Dez se inclinó hacia delante con precaución y sacó la cabeza por el hueco de la ventana. Miró a derecha e izquierda.

El autobús seguía ahí, pero eso era todo. No quedaba nadie. Ni siquiera los restos de Saunders. ¿Se lo habrían comido entero, con los huesos y la ropa y todo? No, eso era una tontería.

Pero no quedaba nadie. De eso estaba segura. Igual que uno se da cuenta de algo malo cuando lo tiene encima. Saunders estaba en alguna parte, hecho jirones de arriba abajo, pero caminando. A la caza de carne.

El estómago le dio un vuelco.

Deja ya de pensar en tonterías, cobarde, se gritó a sí misma. Sal del coche. Sal… y márchate.

Dez sacó las manos por el hueco de la ventanilla y tanteó en busca de la manilla de puerta. La encontró, metió los dedos torpes y helados, tiró para arriba y abrió la cerradura. Empujó la puerta con la rodilla y en un abrir y cerrar de ojos estaba fuera, apresurándose a agazaparse y a observar la carretera.

No se veía ningún movimiento, más que el del viento y la lluvia.

Se arrastró por el lateral del coche hasta la puerta abierta del conductor, buscó la palanca de apertura del maletero y tiró de ella. Después siguió avanzando agachada hasta la parte trasera del coche, cubriéndose con él en todo momento y asomándose de vez en cuando para mirar a su alrededor. Pero no se veía a nadie. Se enderezó y abrió el maletero de par en par.

Y entonces sonrió.

Ahí estaba su sombrero. Su cinturón con la cartuchera, su Glock y su llavero.

Dez cogió las llaves, buscó las de sus esposas y probó a ver si podía soltarse. Cuando por fin consiguió abrirlas, arrojó las esposas lo más lejos que pudo con una mueca de desagrado.

Se ató el cinturón con fuerza alrededor de las caderas. Durante el forcejeo con Andy se le había acabado el espray de pimienta. Pero no importaba, porque de todos modos esa mierda no funcionaba con los hijos de puta muertos. Sacó el cargador de la Glock. Le quedaban nueve balas, más la de la recámara. Esa no era una buena noticia. La que sí era una buena noticia era que había escopetas sujetas al reverso de la puerta del maletero. Solo que eran balas de fogueo. Servirían para golpear y tirar a los muertos al suelo, pero no para matarlos.

Las llaves del Cruiser estaban… ¿dónde?

Volvió al asiento del conductor, pero el hueco de la llave de contacto estaba vacío.

Saunders, como buen un oficial de policía disciplinado como una hormiguita, se había llevado las llaves. Mierda.

Dez se giró y examinó la carretera con la esperanza de ver el brillo del metal sobre el asfalto. Pero no hubo suerte.

En teoría Dez sabía cómo hacerle un puente a un coche, pero necesitaba un destornillador o alguna herramienta. Y además tenía los dedos tan entumecidos por el frío que no estaba segura de poder tirar siquiera de un gatillo.

Miró a su alrededor mientras consideraba las distintas alternativas que se le presentaban. Tenía el coche aparcado en la estación de servicio, a poca distancia de allí. Pero se había dejado las llaves dentro del maletín, en el Cruiser de la policía que conducía siempre, y la unidad se había quedado en el Turks. A kilómetros de allí.

Y si la policía estatal seguía creyendo que ella era una loca asesina, si todavía no habían comprendido la realidad, entonces volver a la estación de servicio a recoger el coche era el modo más rápido de conseguir que la arrestaran por segunda vez. Dez sabía que eso no podía permitirlo, incluso aunque tuviera que disparar a un par de policías en la rodilla.

¿Sería capaz de matar a un policía si era necesario?

Calibró el peso del arma en la palma de la mano. Las balas de fogueo podían ser un modo de abrirse paso entre ellos.

O podía simplemente esquivar a toda la lata de gusanos y buscar otra solución.

Alzó la vista hacia la carretera. La escuela elemental estaba a tres kilómetros de allí. Un trayecto largo y frío corriendo, con la lluvia. Su caravana estaba a una distancia similar, pero en dirección sudeste.

Quedaba muy apartada, pero sentía la llamada del hogar. Tenía un baúl con cerradura en el dormitorio. Y dentro, Dez guardaba dos rifles de caza, una escopeta, una Sig Sauer del nueve, una Raven Arms .25 y cajas de munición suficientes para empezar toda una maldita guerra.

Además Rempel, el encargado del cámping, tenía un Toyota Tundra. Un coche con el que se podía atravesar un muro de ladrillo. Dez no tenía ningún inconveniente en darle una paliza para llevarse el coche si Rempel no se lo prestaba. O en dispararle a la rodilla, si venía al caso. En realidad era un gilipollas.

No estaría mal ponerse ropa de abrigo, recoger la chaqueta y el equipo antidisturbios, meter las pistolas y toda la munición en el Tundra y conducir desde allí hasta la misma puerta de la escuela elemental. Dez se mordió el labio. No era un plan genial y además era una pérdida de tiempo, pero era la única estrategia con la que al final ella salía de allí viva. Ella y los niños.

El viento sopló. La carretera permaneció vacía.

¿Adónde demonios había ido todo el mundo?

Y ya para el caso, ¿dónde estaba J. T.? ¿Preso, sudando la gota gorda en una jaula? ¿O se habría parado también el policía que lo conducía a la comisaría?

—Maldita sea, colega —le dijo al viento—, no me dejes tú también.

Su tono de voz sonó estrangulado al decirlo. Y eso la puso furiosa.

—¡Mierda! —le gritó al viento—. Siempre igual.

Dez se giró y corrió por la carretera camino a casa. En busca de armas.