Propiedad Conroy
Homer Gibbon caminaba de un lado a otro por el comedor. Selma Conroy permanecía en silencio. Él estaba nervioso, retorcía los dedos y desviaba bruscamente la vista de un sitio a otro. Se tambaleaba a cada paso que daba, luchando contra la rigidez de los músculos.
—Ese médico me mintió —soltó Homer—. Me mintió. ¡A mí!
Homer se giró, estiró el brazo por encima de la mesa y barrió de golpe los platos y las pilas de revistas y cartas que Selma había tardado una semana en ordenar. Luego le dio un puñetazo a la mesa, se apoyó en ella y sacudió la cabeza lentamente adelante y atrás.
—Creí que él me comprendía.
Selma siguió sin decir nada. Las revistas y las facturas sin pagar cubrían el suelo a su alrededor como las hojas caídas de los árboles.
Homer dejó de sacudir la cabeza y bajó la vista hacia sus manos. Las tenía manchadas de sangre. Eran manos frías, pálidas y…
… muertas.
Eso era lo que le había dicho Volker.
Eres una maldita cosa muerta. Esas habían sido las palabras textuales del doctor. Palabras traidoras y ponzoñosas. No era en absoluto la voz de la boca roja.
Alzó la mano derecha ante sus ojos y la examinó. La piel no tenía buen aspecto. No por los arañazos y la sangre, sino por otra razón. Tenía mal aspecto en un sentido más profundo, a un nivel mucho más inquietante.
Algo andaba mal.
Su carne… temblaba. Como tiembla la carne con los escalofríos cuando se contrae de frío. O como cuando tienes tanto miedo que parece como si la piel quisiera echarse atrás.
De ese modo. Solo que… No, no era así en absoluto.
Su piel… se ondulaba. Como si algo se moviera por debajo de la superficie.
Sin embargo apenas podía sentir nada. Tenía los brazos y las piernas rígidas y doloridas. Le dolía todo. Apenas podía resistirse a gritar cada vez que daba un paso.
Estás muerto.
Muerto.
Eres una maldita cosa.
Ese médico le había hecho algo. Él mismo lo había admitido. Le había inyectado una mierda científica. Parásitos o una cagada de esas. Era cierto que había tratado de hacer vudú con él.
Muerto.
Homer apretó el dedo índice de la mano izquierda contra la palma de la mano derecha. La piel tembló como si se retorciera.
—¡Oh, Dios, estoy jodido! —susurró Homer—. ¿Qué cojones me ha hecho?
Te condeno, señor Gibbon. Te condeno al sufrimiento hasta que comprendas.
—¿Sí?, ¡pues jódete tú, Doc! —continuó Homer con voz ronca—. Yo ya lo sabía. Siempre, toda mi vida lo he sabido. El ojo negro me lo enseña todo. La boca roja me dice todo lo que me hace falta saber. Puede que la hayas engañado, gilipollas, pero la boca roja te susurrará. ¡Ah, sí!, de eso no cabe ninguna duda. ¿A que sí, tía?
Selma no dijo nada.
—Pero ¿qué es lo que me has hecho, jodido Frankenstein?
Gibbon se hincó la uña en la piel. Sentía como si algo quisiera salir a la superficie desde el interior. Algo pequeño y húmedo. Sonrió con los dientes apretados en una mueca de odio y dolor y siguió clavándose la uña y arañándose la piel hasta hacerse una herida. No un arañazo rojo, sino un surco pálido. Pero solo consiguió enfadarse más. Continuó clavándose la uña, ahondando en el arañazo, y apretó y arañó constantemente arriba y abajo hasta hacerse un corte. Al mismo tiempo apretaba el puño para obligar a la sangre a salir.
Solo que lo que salió no era sangre. Era una porquería negra más espesa que el petróleo, repleta de hilillos blancos. No, no hilillos. Lombrices. O gusanos. Se meneaban y retorcían en cada una de las gotas negras que le salían del corte.
Homer Gibbon se quedó mirando esa sustancia pegajosa… y el enorme enjambre de bichos que crecían y florecían en ella. En su interior.
—¡No! —susurró Homer.
La verdad, lo que Volker le había dicho por teléfono y la evidencia de ello, reptando por sus venas, lo dejó atónito. Retrocedió igual que un borracho hasta chocar contra la pared. Se dejó caer al suelo y soltó un grito largo y desgarrado desde lo más hondo del pecho, capaz de rasgar el mundo.
—¿Tía?
Esa fue la única palabra lastimera que pronunció. Con una voz débil, casi la voz de un niño. La voz de una persona perdida.
La tía Selma no respondió.
No podía.
No tenía boca con la que hablar. Ni labios. Ni lengua.
Estaba sentada en el suelo, en medio de los platos destrozados, con la bata empapada con la sangre carmesí que brotaba de todas las bocas rojas que Homer Gibbon había abierto en su piel.
Homer se quedó mirándola sin comprender. Tardó casi un minuto en entender lo que estaba viendo. Tenía puntos negros en su mente, recuerdos oscuros y borrosos, tanto de sucesos recientes como de antiguos. Pero las palabras del doctor Volker sí las recordaba bien. Sí, se acordaba con claridad de cada una de ellas como si permanecieran agazapadas, susurrantes, detrás de su oído. Pero ¿y Selma…?
Homer sabía qué le había ocurrido a Selma.
Sentía el peso de su carne en el estómago. Comprendía lo que eso significaba. Solo que sencillamente no se acordaba de haberlo hecho.
En realidad no había querido hacerlo. No a Selma. No a ella.
Homer se irguió, se sentó, se quedó mirándola y trató de llorar. Se esforzó por derramar aunque no fuera más que una lágrima.
—¡Vamos, cabrón! —gritó como si Volker estuviera allí mismo, en el comedor—. Concédeme al menos eso. Deja que sea solo un poco humano.
Sintió cierto temblor en el punto lacrimal y alzó la mano con un alivio profundo para tocar con los dedos esa lágrima insignificante, brillante y húmeda, que tanto necesitaba ver. Pero el mundo comenzó a dar vueltas a su alrededor. La gota húmeda de sus dedos era negra como el ojo negro. Y los gusanos nadaban en ella.
Gritó. Y esa vez el grito fue real, cargado con toda la energía de su odio y de su rabia.
Gritó una y otra vez. Se puso en pie de un salto y corrió por toda la casa hecho una furia, arramplando con todo lo que iba encontrándose por el camino. A la mierda con el dolor de los músculos; alimentaría ese dolor con su furia como si se tratara de gasolina. Rompió ventanas y arrojó sillas volando. Arrancó cuadros de las paredes y dio todas las patadas a todas las mesas que se le antojaron. Volcó el sofá, arrancó cortinas con los dientes y con las uñas y finalmente con un cuchillo de la cocina.
Y súbitamente se paró en seco.
La tía Selma estaba en pie en el dintel de la puerta del comedor. Su rostro era la máscara de la muerte, con las cuencas de los ojos vacías y el hueso al desnudo. La ropa le colgaba en jirones, teñida de rojo, enseñando una piel arrugada y hueca, sin cuerpo. Tenía algunos dedos rotos y mordidos.
—¿Tía?
Selma alzó las manos hacia él y gimió. Fue un gemido profundo y afligido de hambre ciega e insoportable. Homer se quedó mirándola, observándola arrastrar los pies hacia él. A pesar de estar a tres metros y pico podía ver la sustancia pegajosa caerle por entre los dientes desnudos sin labios. Y los gusanos… pululando en el interior.
Fue entonces, de repente, cuando Homer relacionó de golpe todo lo que Volker le había dicho sobre el Proyecto Lucifer, sobre el coupe poudre y los parásitos, con las cosas que había visto el ojo negro y con lo que la boca roja le había estado susurrando sin cesar toda su vida. Todo ello unido formaba un cuerpo de conocimiento. Observó la piel desgarrada de la tía Selma y se tocó su propia boca; comprendió instintivamente, al instante. Relacionó.
Homer había utilizado todos los instrumentos que había encontrado a su alcance a lo largo de los años, al servicio de la boca roja. Cuchillas, sierras, taladradoras, alicates, hachas, palos, tenedores e incluso instrumental odontológico. Cada una de esas herramientas había abierto una boca roja en la persona a la que él había sacrificado a sus propios dioses. Y de pronto…
Se tocó los dientes con los dedos, se palpó cada uno de ellos. Forma, tamaño, filo. Parecían dientes normales y corrientes, pero no. Ya no. Podía sentir el enjambre de gusanos pululando bajo las encías, en el interior de la lengua y en las paredes de la boca.
Sí, le susurró la boca roja.
Entonces oyó un golpe suave y un gemido en el sótano, y supo que era la dama de la parroquia, que intentaba subir por las escaleras. Lo supo sin verlo siquiera. De repente todo cobraba sentido. Todo estaba claro.
El estado lo había arrestado y encadenado, y el doctor Volker había tratado de transformarlo en la encarnación viva del dolor. Pero la vida de Homer la regía un poder superior más grandioso cuyo propósito comprendía por fin. Daba igual que la larva se transforme en avispa; todo giraba en torno a la transformación.
Por fin comprendía que, del mismo modo que la tía Selma había pasado de ser carne viviente a sierva de la boca roja, él ya no era Homer Gibbon.
Él era la misma boca roja.
—¡Dios! —exclamó en voz alta, refiriéndose en realidad a sí mismo.
Sintió el hambre en su interior. Y en ese mismo instante notó que se desvanecían y desaparecían todas sus dudas y toda su confusión.
Abrió la puerta para dejar que la tía Selma saliera tambaleándose a la intemperie.
Rebuscó entre los trastos hasta que encontró las llaves del coche de la dama de la parroquia. Salió al porche sonriente, con las llaves en la mano. Su vida tenía un sentido.
Recordó un trozo del poema antiguo que solía repetir uno de los presos convictos de Rockview. Lo recitó en voz alta, en pie, sobre el escalón superior.
—Así es como acaba el mundo… —le susurró a la lluvia—. Así es como acaba el mundo… —le dijo al viento—. ¡Así es como acaba el mundo! —le gritó a la tormenta—. No con una explosión, sino con un mordisco.