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Condado de Stebbins

—Dime, ¿a ti qué te da miedo?

La camarera que atendía en la barra de la cafetería Murphy’s Diner alzó la vista del café que estaba sirviendo. No era la primera pregunta rara que le dirigía ese cliente. Se trataba de un escritor de novelas de suspense que llevaba un par de días rondado por allí y molestando a otros clientes con esa clase de preguntas. Aquel día era el único loco que se había arriesgado a salir con la tormenta que estaba cayendo.

—Los días largos y las propinas cortas —contestó ella.

El escritor sonrió. Era un hombre gordo de pelo blanco y mostacho gris que contrastaba con el rostro juvenil. Llevaba una cazadora de piel cara y una sudadera con el emblema del equipo de fútbol del instituto Northern Illinois Huskies.

—No, en serio, dímelo —insistió el escritor.

Se metió la mano en el bolsillo y sacó una tarjeta de visita que dejó sobre el mostrador y deslizó hacia ella. En ella ponía «Shane Gericke». La camarera, que llevaba una etiqueta de plástico blanca con el nombre de «Shirl» escrito, recogió la tarjeta y le dio la vuelta. En la parte de atrás figuraba una foto a todo color de la portada de su última novela.

«Destrozada» —leyó la camarera, que acto seguido volvió a dejar la tarjeta en el mostrador—. Yo no leo novelas de terror.

—No es una novela de terror —dijo Gericke mientras se echaba leche en el café—. Yo escribo novelas de suspense.

—¿Y cuál es la diferencia?

—Que no hay monstruos.

—Entonces, ¿quién destroza a quién?

—Asesinos en serie, asesinos de masas. Pero nada de vampiros, hombres lobo, ni cosas de esas.

La camarera puso cara de que nada de lo que pudiera escribir podía interesarle. Al menos mientras no viera qué propina le dejaba. Si le dejaba un veinte por ciento o más, entonces la próxima vez sí que estaría mucho más interesada. Conocía a un par de escritores. Siempre estaban en la ruina. Los únicos que dejaban propinas peores eran los estudiantes universitarios.

—¿Sabes ya qué quieres? —preguntó la camarera, que dejó la cafetera y sacó el bloc del bolsillo del delantal para tomar nota.

—Sí, pero ¿me contestarás a la pregunta?

—¿Estás haciendo una encuesta?

—No, estoy investigando para un libro. El personaje principal de mi novela viene aquí desde Illinois para participar en la caza interestatal de un asesino. Estoy tratando de hacerme una idea de cómo es la gente de por aquí. El ambiente, la política, las relaciones, los caracteres.

—¿Y por qué no te lo inventas sencillamente?

Él se encogió de hombros, sopló sobre el café, dio un sorbo y dejó la taza.

—Es mejor sacarlo de la propia vida.

—Te refieres al ambiente de un pueblo pequeño, ¿no es eso? —comentó ella—. Lo que quieres es asegurarte de que todos los pueblerinos son trabajadores del campo sin ninguna educación.

Gericke soltó una carcajada.

—Yo me crié en un barrio de las afueras de Chicago. No era tampoco una gran ciudad. Y no, no todos mis personajes van a ser trabajadores del campo. Hace falta todo tipo de gente para construir un pueblo. No hay ninguna tipología definida —explicó el escritor, que hizo un gesto con la cabeza hacia la carretera—. De momento he conocido a algunos tipos interesantes. Al jefe Goss, a un periodista llamado Trout y…

—¿A Billy Trout?, ¿lo conoces?

Por fin el comentario hizo sonreír a Shirl. Cuando estaba seria parecía pasar de los cincuenta y carecer de toda vitalidad, pero la sonrisa le restaba quince años y de algún modo desvanecía gran parte de las canas que enmarcaban su rostro.

—Sí, ¿es que tú también lo conoces?

Shirl le lanzó una sonrisa como diciendo que no solo lo conocía, sino que podría contarle muchos cotilleos a propósito de él.

—Viene por aquí de vez en cuando —comentó Shirl, entornando los párpados con una coquetería maravillosa que le arrancó una sonrisa a Gericke.

El escritor no solo tenía planeado cimentar la personalidad de uno de sus personajes en Trout, sino que comenzaba ya a olfatearse una trama secundaria muy jugosa, basada en el enredo sexual del periodista sórdido de alma bella con la camarera solitaria pero todavía sexi de una cafetería. O algo así. Gericke sabía que funcionaría. Un poco de sexo sudoroso y desesperado en plena oscuridad siempre animaba la historia.

—Estoy pensando en incluirlo en mi novela —dijo Gericke—. Naturalmente no con el nombre real, pero sí meter a un personaje con su personalidad.

Shirl soltó una carcajada.

—Bueno, eso no va a resultarte muy difícil, porque Billy es todo un carácter.

Un hombre empapado y con capucha entró entonces por la puerta, en el extremo opuesto de la cafetería.

—¡Maldita sea, Sonny, cierra la puerta! —gritó Shirl. Luego bajó el tono de voz y añadió en dirección a Gericke en tono de confidencia—: Y hablando de caracteres, este jamás contó con las neuronas suficientes como para captar cuándo arrecia la tormenta y es mejor quedarse en casa.

Gericke ocultó una sonrisa tras la taza de café y se giró para observar al recién llegado. No pudo ver el rostro de Sonny, que seguía en pie casi en el dintel e impedía que la puerta se cerrara con los talones. La lluvia había comenzado ya a formar un charco en el suelo de baldosas rojas.

—¡Vamos, Sonny! —gruñó Shirl con la voz con la que solía pedir los platos en la cocina cuando la cafetería estaba a reventar de camioneros esperando a que los sirviera—. Decídete, entra o sal. ¡Jesús!, ¿es que naciste en un pesebre?

Sonny dio un paso adelante, y Gericke frunció el ceño. El hombre se movía torpemente, de una manera extraña. ¿Estaría borracho a esas horas? El escritor pensó que quizá pudiera sacarle partido también a ese personaje.

Sonny dio un par de pasos hacia el interior y la puerta se cerró. Se giró a derecha e izquierda como si no tuviera muy claro dónde estaba.

—Venga, entra y siéntate —le dijo Shirl. El afecto que sentía por él sirvió para apaciguar el enfado—. Toma una taza de café caliente antes de que te pilles un constipado de… ¿muerte?

La última palabra sonó atragantada y débilmente, porque en ese momento Sonny levantó la cabeza y las luces fluorescentes borraron las sombras del interior de la capucha. Gericke se quedó paralizado. El rostro que apareció tenía dos colores: el blanco de la cera y un rojo oscuro. No parecía que la sangre le recorriera las venas bajo la piel, pero sí que le caía a chorros de los restos de la boca y por entre los dientes rotos.

—¡Madre de Dios! —gritó Shirl.

Shirl agarró una bayeta limpia y se apresuró a acercarse por detrás de la barra mientras le gritaba a Gericke por encima del hombro que llamara a la policía.

—Sonny… ¡Por el amor de Dios!, pero ¿qué te ha pasado? ¿Has tenido un accidente?

Shirl rodeó la barra y alzó la mano con el trapo. Su rostro expresaba tanto una clara repulsión como la fortaleza y la valentía de quien se hace cargo. Sonny se tambaleó hacia ella y alargó una mano como si aceptara la toalla. O un abrazo. O…

—No… —dijo Gericke. La palabra escapó de sus labios antes de que él mismo pudiera comprender por qué la pronunciaba. Fue una reacción instintiva, visceral. Inmediatamente después se bajó del taburete y la repitió en voz más alta—. ¡No!

Shirl le lanzó al escritor una mirada confusa.

Sonny saltó sobre ella y la aplastó contra la barra. Enredó los dedos en su pelo, le echó la cabeza atrás y expuso el cuello pálido. Hubo un grito, un gemido profundo, y después un estallido de rojo brillante que alcanzó a las luces del techo.

Para entonces Gericke ya se había puesto en marcha y había recorrido toda la barra. No tenía armas ni sabía luchar, pero eso no importaba. Se lanzó sobre Sonny a modo de táctica defensiva y lo tiró al suelo, de lado. Consiguió que soltara a Shirl. La sangre caliente le chorreó un lado de la cara mientras mantenía a Sonny clavado al suelo. Gericke oyó el sonido burbujeante y atragantado de Shirl al intentar pronunciar palabras. No pudo evitar preguntarse de una manera inconexa y distante qué imperiosa necesidad urgía a la camarera medio muerta a hablar, y qué era aquello tan importante que tenía que decir a pesar de tener la tráquea destrozada. Le habría gustado incluirlo en su siguiente novela.

Sonny y él cayeron al suelo y de pronto toda idea de escribir, todo diálogo y todo personaje curioso de novela se borraron de su mente. Solo le quedó una idea fija: la de apartar esos dientes manchados de rojo de su garganta.

No oyó abrirse la puerta. No oyó el sonido del viento y de la lluvia entrar en el bar, ni las pisadas pesadas y mojadas sobre el suelo de baldosines rojos de la cafetería.

Nick Pulsipher odiaba ese lugar. Ya cuando lo construyeron, allá por los años setenta, era un motel sórdido, pero desde entonces no había hecho más que empeorar. Con suerte conseguía alojar como mucho a un par de tipos decentes con familia, ansiosos por tomarse un descanso en una habitación barata tras cientos de kilómetros de viaje. También llegaban de vez en cuando ciclistas a los que merecía la pena alquilar una habitación. En ocasiones aparecía incluso alguien de su estado natal, Nevada; personas que habían oído hablar alguna vez de Henderson, el pueblo en el que había crecido. Pero jamás llegaba nadie de Caliente, el lugar en el que había vivido antes de mudarse al este, a Stebbins. Al principio Nick había creído que pasar de recepcionista a director de una de las sucursales de la misma cadena de hoteles era un ascenso profesional. Tres años después, sin embargo, opinaba que si Caliente era el puto culo de América, entonces Stebbins era la mancha que dejaban los restos tras la limpieza. Y en cuanto a su carrera profesional, no formaría parte de los libros de historia.

Menos mal que tenía televisión por cable en el despacho, si es que la tormenta no la fundía también. Las luces ya habían comenzado a parpadear, y no se apostaba ni un billete de dólar roto a que no conseguirían pasar la noche entera con luz, electricidad y televisión por cable, todo intacto.

El ruido de la lluvia era como un bramido animal constante. Ojalá los clientes de las seis únicas habitaciones alquiladas se hubieran alojado en la luna. Esperaba que ninguno de ellos lo necesitara. No tenía ningunas ganas de salir fuera con esa tormenta. Con vientos como ese no había adónde agarrarse; uno acaba indefectiblemente arrastrado por la carretera junto con el lodo.

Rodeó el mostrador de recepción y se asomó por el ventanal. El toldo evitaba que la lluvia golpeara el cristal, pero a pesar de ello resultaba difícil ver el final del aparcamiento. El motel Crescent era una edificio cúbico en forma de ce, de modo que Nick podía ver el brillo de las luces de unas cuantas ventanas. Y el de una puerta. Nick se inclinó hacia delante. Sí, la puerta de la habitación 18, al final de la galería, estaba abierta de par en par, y el maldito viento estaba a punto de arrancarla de sus goznes.

—¡Hijo de puta! —musitó Nick.

La alfombra estaría empapada, y cuando se secara olería a ropa interior sucia y vieja. Nick vio a tres personas entrar corriendo, pero le fue imposible reconocerlas con esa luz tan escasa y con la espesura de la lluvia. La 18 la había alquilado una mujer que viajaba con su hija mayor a Washington D. C. por un asunto político. Al menos eso era lo que le habían dicho al registrarse. Iban a pasar una sola noche. Muy bien, perfecto. Pero no si en una sola noche le dejaban la alfombra empapada y una tarea de limpieza de aquí te espero.

Nick vio a otras dos personas más surgir del manto oscuro de la lluvia y entrar en la habitación. Y luego otra. Y otra.

—¿Qué diablos está pasando?

¿Qué era aquello, una fiesta para celebrar la tormenta? ¡Qué tías más estúpidas!

La alfombra acabaría arruinada. El dinero para cambiarla salía del presupuesto de mantenimiento. Nick se llevaba un plus mensual que era un porcentaje extraído de lo que sobraba del presupuesto de mantenimiento al final de cada mes. Sustituir la alfombra de toda la habitación reduciría ese porcentaje a una miseria.

Así que consideró qué hacer; si llamar por teléfono o presentarse allí hecho una furia.

Decidió llamar.

El teléfono sonó y sonó. Nick soltó airadamente el auricular sobre el aparato, buscó en la ficha del registro el número del móvil de aquella mujer y llamó. Sonó tres veces, y después saltó el buzón de voz.

—¡Mierda!

Cogió la gabardina que colgaba de un gancho tras el mostrador y se la puso, y acto seguido se encasquetó una gorra de béisbol de los Pirates. Sabía que a pesar de todo acabaría empapado, pero estaba tan enfadado que le daba igual.

Abrió la puerta. Tuvo que luchar contra las garras del viento para volver a cerrarla. Se inclinó hacia delante y echó a caminar en contra del viento y de la lluvia como si atravesara un barrizal. El temporal de viento era fuerte, y el agua de lluvia estaba helada. A mitad de camino hacia el aparcamiento estaba ya empapado, le caían hilillos de agua por dentro de la ropa. La lluvia le azotaba la cara con la fuerza del granizo, y le caían gotas de las puntas de la larga barba. Iba con los ojos entrecerrados, pero vio a un grupo numeroso de gente reunida junto a la puerta abierta. Unos estaban en la habitación, otros fuera. Ninguno llevaba paraguas ni gorro para la lluvia. Permanecían en pie bajo el torrente de agua como si les importara un carajo. Nick estaba a poco más de veinte metros cuando ese hecho le dio que pensar.

Le faltaban solo diez metros cuando se dio cuenta de que todos estaban masticando. Mantenían las manos junto a la boca, absortos en lo que fuera que estuvieran comiendo.

—¡Demonios…!

¿Pero de qué coño iban? ¿Se trataba de una de esos estúpidos botellones en la puerta? ¿Cerveza, costillas y…?

Estaba a poco más de cinco metros cuando se dio cuenta de que se equivocaba. Acerca de la naturaleza de la reunión. Y del menú. De todo, en realidad. Los que estaban más cerca alzaron la vista de la comida y se quedaron mirándolo con unos ojos en exceso oscuros y unas bocas demasiado rojas.

Nick estaba a tres metros cuando dejó de caminar y echó a correr.

Demasiado tarde, por dos metros.

Jillian Weiner sintió como si la oscuridad se cerniera sobre ella. Los tranquilizantes la adormecían por debajo del nivel de sensibilidad del dolor y del estrés, y la ola gigante, suave y oscura de la anestesia no tardaría en caer sobre ella para internarla en la dulzura de la nada. No sentiría el escalpelo cuando los médicos la abrieran para sacarle el apéndice. Y de todos modos, ¿a quién le hacía falta el apéndice? Sabía que le dolería cuando se despertara y que durante la recuperación sufriría todavía más, pero de momento… de momento era como bajar rodando por una colina cubierta de almohadas y seda.

Los ruidos comenzaron a sonar amortiguados, distorsionados, débiles. Apenas tenían sentido más que como un murmullo de fondo. Oía hablar al médico y a las enfermeras, e incluso entendía parte de la conversación, pero las palabras no tenía ningún sentido para ella, y su somnolencia era tan profunda que le daba igual.

—¿… diablos está ocurriendo ahí fuera…?

—… herido en el vestíbulo…

—¡Oh, Dios mío…! ¡Dios mío…!

—… por favor… ¡Oh, por Cristo…! ¡Por favor, no los dejéis entrar aquí…!

Los gritos se convirtieron en los chillidos de las gaviotas sobre la playa ociosa. Incluso cuando la sangre la salpicó, no era más que la espuma salada de las olas de verano.

Se estaba bien así, reflexionó. Era todo tan dulce, tan suave…

Jillian notó unas manos sobre ella. ¿Las de las enfermeras?, ¿las del médico? ¿A quién le importaba?

Ni siquiera necesitaba acordarse de qué era un médico.

O de por qué estaba allí.

La oscuridad flotaba a su alrededor e inundaba la sala. Las figuras que se movían por allí estaban pintadas en tonos verde menta y rojo brillante. Luego los colores se distorsionaron y ella se hundió más y más.

Sintió otras manos, manos más frías, sobre ella. Pero no le importó.

Sintió el pinchazo profundo de dientes. Era algo doloroso pero muy lejano. Olvidado, allá en la distancia, en otra parte.

Abrió los ojos justo antes de que la anestesia se la llevara por completo y echó un último vistazo a la sala. Un médico de rasgos indios con los ojos llenos de sangre se inclinaba sobre su estómago. Otro pinchazo, otro mordisco.

La anestesia terminó por hacer efecto. Jillian sonrió mientras el doctor Sengupta, las enfermeras y unos cuantos pacientes rodeaban la camilla y la devoraban.