Calle Mason, cerca de la calle Fábrica de Muñecas
Dez se despertó en el asiento trasero de un Cruiser de la policía estatal. Estaba sola, no veía a J. T. por ninguna parte. Tenía las manos esposadas y una herida en la cabeza que parecía producto de la coz de un caballo. La habían metido en el asiento como habían podido, y le habían puesto el cinturón. Se irguió, y solo ese movimiento le dio náuseas y mareo.
—¿Qué demonios ha pasado? —bramó Dez.
Los limpiaparabrisas se deslizaban a un lado y a otro sin cesar. El agente de la estatal que iba conduciendo no le hizo ni caso.
Dez le dio una patada al asiento delantero.
—¡Tú, desgraciado! Te he hecho una pregunta.
El policía respondió sin darse la vuelta siquiera.
—Puedo parar en la cuneta y volver a meterte otra descarga eléctrica, agente Fox. O también puedes comportarte y esperar a que lleguemos a la central de la policía local.
—¿Es allí adonde me llevas?
—Sí.
—¿Y por qué demonios no me lo has dicho? ¿Qué ha sido de la cortesía profesional?
El agente emitió un sonido indescifrable. Dez creyó que era una especie de carcajada. Y volvió a darle otra patada al asiento.
—¡Eh! —gruñó el agente estatal.
—Para empezar, quiero saber por qué me habéis soltado una descarga eléctrica ¿Y quién me ha dado este golpe en la cabeza?
—Te golpeaste la cabeza contra el mostrador al caerte. Fue un accidente… lo siento. Pero no parece nada serio.
—Pues me duele como si lo fuera —contestó Dez de mal humor.
Se le ocurrió la idea de vomitar sobre la rejilla que separaba el asiento trasero de los delanteros. Sin duda su estómago se lo agradecería, además de que cabrearía a aquel tipo. Pero no lo hizo. En lugar de ello, preguntó:
—¿Qué demonios está ocurriendo?
—Estás arrestada, agente Fox. Creía que eso había quedado claro. Incluso para ti.
—¿Y qué diablos se supone que significa eso?
El agente no respondió. Dez se examinó las muñecas esposadas. Por lo general a la mayoría de los prisioneros se las ponían enganchando la cadena a una anilla instalada en el coche. En cambio a ella habían tenido la amabilidad de esposarla con las manos por delante, y suelta en el coche. Aun así las puertas traseras del vehículo estaban reforzadas y no se podían abrir desde el interior. La malla de alambre que la separaba del asiento delantero, y que parecía una jaula, era pesada y de buena calidad; tampoco podría salir por allí con una simple patada.
Dez se quedó contemplando la lluvia por la ventana. Estaban en medio del condado, a unos tres kilómetros del centro del pueblo. Stebbins era un pueblo diminuto en medio de un territorio enorme. El pueblo en sí mismo no consistía más que en una sola calle. Uno de los lados contaba con tres manzanas, el otro solo con dos. Todo estaba apiñado alrededor de la iglesia baptista y del despacho de seguridad ciudadana, que servía de comisaría de policía, oficina de correos, estación de bomberos, oficina municipal, alcaldía y otras pocas oficinas más atendidas por un solo empleado. El tercer edificio más grande del pueblo era la cafetería Bean-O’s, un antro grasiento con aspiraciones a Starbucks.
Stebbins no había sido más que un pueblo fantasma incluso en sus días de gloria. Lo único que le impedía terminar de secarse y desaparecer era el dinero estatal y federal concedido a la escuela elemental regional, al noroeste del condado, a la escuela de enseñanza media regional, algo más pequeña y a pocos kilómetros del pueblo, y al hospital regional, que ocupaba un terreno limítrofe entre los condados de Stebbins y Bordentown.
Se detuvieron en un cruce de carreteras para dejar pasar a cuatro autobuses escolares amarillos que se dirigían desde el colegio de enseñanza media a la escuela elemental, declarada oficialmente refugio para casos de emergencia. Dez alargó el cuello para observar los rostros pálidos y asustados de los niños, apretados contra los cristales de las ventanillas. Una niña pequeña rubia con rizos la saludó con la mano. Dez le contestó, pero tuvo que levantar las dos manos. Después los autobuses giraron por la avenida de la escuela y desaparecieron en medio del viento gris.
—¿Dónde está mi compañero? —preguntó Dez.
—Lo verás en la comisaría —contestó el agente.
—Pero ¿qué está pasando? Nosotros somos la maldita policía, ¿o es que estabais demasiado ocupados mirándome las tetas para leer lo que pone en la chapa?
—No seas engreída.
—¡Que te jodan! Contesta a la pregunta. ¿Por qué nos habéis arrestado?
—Eso tendrás que hablarlo con el teniente Hardy.
—¿Y qué te parecería dejar de portarte como un gilipollas y contármelo tú? ¿Qué ha pasado en el almacén?, ¿los habéis parado?
Nada. Ninguna respuesta.
—¡Te pregunto que si lo habéis parado, joder! —repitió Dez.
—¿Parar a quién?
—¿Cómo que a quién? Había como unas cincuenta de esas cosas en medio de la carretera. Habéis tenido que cruzaros con ellos.
—Creo que lo mejor será ir a la comisaría a que te lean tus derechos Miranda[1] antes de pronunciar una palabra, agente Fox. Y esto sí que es cortesía profesional.
—¿Qué?
—No me gusta ver a otro policía esposado, y no sé qué ha pasado ni por qué has hecho lo que has hecho —continuó el agente—. Pero necesitas a un abogado y alguien tiene que recordarte tus derechos. Y esto te lo digo de policía a policía.
Dez se quedó mirándole el cogote. Los acontecimientos absurdos de ese día comenzaban a transformarse en sucesos completamente surrealistas. Balbuceó, tratando de encontrar una explicación lógica que la llevara de nuevo sobre terreno firme. De pronto se puso tensa.
—Ni siquiera los habéis visto, ¿a que no?
—¿Ver a quién? —preguntó el agente.
—¡Jesús!
Dez repasó lo ocurrido. J. T. había dicho que los monstruos los seguían por la carretera, pero él estaba apostado detrás de una furgoneta y todos los demás estaban en el almacén. La lluvia era espesa y fuera estaba todo muy oscuro. Quizá es eso, se dijo. Quizá esas cosas carecieran de la imaginación o de la inteligencia suficiente como para seguir a una presa a menos que la vieran o la oyeran. O que la olieran. Puede que, al verse caminando ladera abajo bajo la lluvia por una carretera desierta, hubieran perdido su objetivo y no encontraran a nadie a quien seguir.
Pero entonces… ¿adónde habían ido?
No había más que bosque a ambos lados de la calle Mason. Bosques y más allá terrenos de cultivo. Trató de recordar si se podía oler a los animales de las granjas desde la calle Mason. Era muy probable. En realidad todo Stebbins olía a boñiga.
—¿Ha ido alguien al escenario del crimen de la funeraria Hartnup?
El agente sacudió la cabeza.
—En serio que no te conviene seguir hablando.
—Sí, sí que tengo que seguir hablando, porque me tienes aquí esposada en el asiento de atrás cuando debería estar fuera trabajando. Alguien ha cometido un error tremendo, y más nos vale hacer algo antes de que esas cosas nos den a todos un mordisco en el culo. Y no es una jodida broma. Así que para, quítame las esposas y ponme en comunicación por radio con alguien que no piense con la polla.
—Lo siento —se negó el agente tras suspirar.
—Sentirlo, ¿por qué?
—Por lo que sea que te haya pasado. Porque algo no te funciona bien. Había oído que eras una calamidad, pero que jamás te escaqueabas. ¿Qué te ha pasado? ¡No… espera!, no me lo digas. Espera a que lleguemos a comisaría para hacer esto bien. Creo que prefiero no saberlo.
Dez se inclinó hacia delante todo lo que pudo con las esposas y preguntó:
—¿Cómo te llamas?
El agente no tenía ninguna razón para evitar esa pregunta, así que contestó:
—Agente de policía Brian Saunders.
—Agente Saunders. Bien. Brian. Te he visto alguna vez por ahí. Aquí la gente me llama Dez.
—Lo sé.
—No sé por qué o cómo es posible que alguien piense que yo soy la responsable de lo que está ocurriendo hoy aquí, pero quiero que me escuches. Yo he estado todo el tiempo protegiendo a la población civil. En algunos momentos he tenido que defenderme. No soy una loca, y no he cometido ningún crimen.
—Muy bien.
El tono de voz del agente no era ni despectivo, ni alentador. Sencillamente se limitaba a confirmar que la había entendido.
—Hay gente por ahí que se está comportando de un modo muy irracional. Están enfermos, posiblemente como resultado de un agente químico o de algún tipo de toxina. Puede que sea una enfermedad. No lo sé. Sea lo que sea, te pega fuerte y rápido. Yo he visto cómo le pegaba a un compañero de la policía local. Un chico que se llama Diviny, del Departamento de Policía de Bordentown. Se puso como una fiera y atacó a otros compañeros. A agentes. Lo reducimos entre mi compañero, el sargento J. T. Hammond, y yo, y luego lo trasladamos al hospital. Consta en los registros.
»Compruébalo con el hospital. Fue inmediatamente después de recibir una llamada de la central para que volviéramos al escenario del crimen del tanatorio Hartnup. En la central nos dijeron que allí se estaban matando los unos a los otros. ¿Me entiendes? Matándose los unos a los otros. Sea lo que sea esa cosa, debe de haberse extendido. Esa llamada de la central también está en los registros. Llama allí. Habla con Flower, ella atiende el teléfono. Dile que te ponga la grabación.
Saunders no dijo nada. Los limpiaparabrisas parecían hacer un ruido estridente, fuera de lo normal.
—Cuando mi compañero y yo llegamos a la escena del crimen, los infectados nos atacaron. Algunos de ellos eran agentes de policía, incluyendo a agentes de la policía estatal. Lo intentamos todo: órdenes, ráfagas de aviso… Pero al final la situación nos obligó a dar un paso más y a utilizar la fuerza, así que nos defendimos lo mejor que pudimos, dadas nuestras habilidades y nuestro entrenamiento. Como habría hecho cualquier policía. Como habrías hecho tú, Brian.
Saunders no dejaba de sacudir la cabeza, pero siguió sin decir nada.
—Brian… —rogó Dez—. Por favor, compruébalo.
—Ya lo están comprobando —terminó por decir Saunders, a quien se le estaba acabando la paciencia—. Lo han comprobado, pero el relato de lo sucedido no es ese. No hemos encontrado a nadie «infectado». Solo a dos policías que se han vuelto locos y que han empezado a matar gente. A matar policías. Hemos encontrado al jefe Goss. Le habían volado la mitad de la cabeza. Y por las marcas de quemaduras alrededor de la herida, parece que tenía el cañón de la pistola contra la sien. Además de que llevaba todavía su arma guardada en la cartuchera. ¿Cómo crees que un policía va a permitirle a nadie que se acerque tanto, si no es porque lo conoce?
—¡Estaba infectado!
—Mmmm.
—¿Y qué me dices del hospital? ¿Habéis hablado con ellos? ¿Has hablado con el doctor Sengupta?
—Yo no sé nada de eso.
—Al menos déjame hablar con…
—¡Eh! ¡Cuidado! —gritó de pronto Saunders, al ver a una mujer embarazada salir de detrás de un autobús lleno de trabajadores del campo aparcado en el arcén.
Saunders giró violentamente el volante a la derecha. No la golpeó con el guardabarros del Cruiser por unos centímetros. Dez gritó, convencida de que la mujer acabaría aplastada.
—¡Por Dios! —exclamó Saunders mientras pisaba el freno hasta el fondo.
El Cruiser dio bandazos a los lados sobre la carretera mojada y levantó una ola de agua sucia. Dez salió disparada hacia delante hasta que el coche frenó del todo. Saunders abrió la puerta del coche de golpe.
—¡Estúpida!
—¡No! —gritó Dez.
Pero Saunders no le hizo caso y salió. La lluvia entraba por la puerta abierta. Dez se giró en el asiento para ver qué ocurría. La mujer embarazada miraba para el otro lado. Se había parado en medio de la carretera. Lleva el pelo suelto, colgando en mechones finos y mojados, y la ropa desaliñada.
Saunders se caló el sombrero de campaña, inclinó los hombros hacia delante para protegerse de la lluvia y se dirigió hacia ella con pasos decididos. Tenía la espalda rígida por el estrés y la ira, lanzaba gritos y señalaba con el dedo a la embarazada.
Dez comprendió que era un error antes incluso de que la mujer se diera la vuelta.
Era un error porque aquel día todo era un error. Porque algo no funcionaba correctamente en el mundo. Porque todo estaba del revés.
—¡No…! —volvió a repetir Dez con una voz mucho más baja todavía.
Sin embargo sabía que era inútil.
La mujer se giró justo en el momento en el que Saunders la alcanzaba. Tenía una barriga inmensa, debía de estar en los últimos meses de embarazo. Llevaba el típico vestido rústico con dibujos de la flor del maíz. Era joven, de unos veinticinco años, y tenía el pelo rubio y largo y los ojos oscuros. Le habían arrancado a tiras casi toda la carne de la cara y de los labios.
Saunders se detuvo en seco. Paralizado ante lo que estaba viendo. Paralizado ante la imposibilidad de que alguien herido de ese modo pudiera seguir siquiera en pie.
Dez oyó a través de la puerta abierta el ritmo que marcaban las gotas de lluvia al golpear sobre el ala ancha de su sombrero. Oyó a Saunders comenzar a decir:
—¡Por Dios, señora! ¿Está usted…?
—¡No! —gritó Dez una vez más.
Pero el grito rebotó contra la ventanilla cerrada del coche.
Y de pronto la mujer embarazada estaba encima de él. Se lanzó sobre él con sus manos pálidas y pequeñas. Abrió enormemente la boca sin labios, enseñando los dientes blancos manchados de sangre negra, y lo mordió.
Dez gritó.
Un géiser de sangre salió disparado a una distancia de unos tres metros por encima de la cabeza de Brian Saunders.
Dez gritó y gritó. Le dio patadas a la rejilla y empujones con el hombro a la puerta.
Saunders flaqueó, dobló las piernas y cayó al suelo de rodillas. Pero la mujer siguió inclinada sobre él, con los dientes apretados a un lado de la garganta.
Entonces se produjo un movimiento dentro del autobús. Junto al autobús. Detrás del autobús.
Había más cosas de esas.
Un autobús lleno.
Rodearon al policía y lo arrastraron por el asfalto.
Dez gritó una vez más. Y luego trató de no volver a gritar porque aunque tarde, había comprendido qué ocurriría si seguía gritando.
Unas cuantas de esas cosas alzaron la cabeza por un momento de aquel festín increíble. Miraron en la dirección de la provenía el grito. La miraron a ella.
—No… —susurró Dez una vez más mientras, uno a uno, una docena de esos monstruos comenzaron a levantarse de encima del cuerpo destrozado y a acercarse torpemente al Cruiser.
La puerta del conductor estaba abierta. Dez estaba esposada. Se retorció como pudo y apretó el botón para soltarse el cinturón. Sin embargo no tenía forma de salir del coche. Estaba atrapada.
No… atrapada no. En conserva. Como la carne en la nevera.
—No… —rogó Dez una última vez, a pesar de que Saunders ya no podía oírla—. No me dejes aquí sola…
Se arrastraron hacia ella.
Ya no hacía falta guardar silencio.
Dez gritó una y otra vez.