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El bosque

Condado de Stebbins, Pensilvania

Hartnup siguió caminando por el bosque a una distancia de unos trece metros de la calzada, en paralelo a la calle Fábrica de Muñecas y en dirección a la calle Mason. No tenía ningún control sobre el destino al que se dirigía su cuerpo; ni siquiera sabía adónde iba. Había más como él, caminando por el bosque. Algunos estaban tan cerca que podía verlos; otros no eran más que sombras grises en medio de la lluvia. Unos iban en la misma dirección que él, atraídos por una fuerza más allá de su comprensión; otros se cruzaban con él en dirección norte, sur o este, instigados por otras necesidades, por otras llamadas.

Su cuerpo se movía con rigidez, lo notaba. El tan esperado rígor mortis había descendido sobre él; lo ralentizaba, lo hacía caminar más lentamente y lo obligaba a mover los miembros como si se tratara de zancos… pero a pesar de todo seguía adelante. Además dolía. Ningún ser humano antes que él había podido apreciar el dolor terrible e incesante que causaba el rígor mortis. Pero saber de ciencia no era ningún consuelo, al revés. El dolor sería cada vez mayor y mayor. Era un proceso que comenzaba en cuanto cesaba la respiración. Los músculos se iban contrayendo poco a poco, inevitable e irreversiblemente. Era peor que un calambre; peor que los retortijones del vientre. Porque sucedía en todos los músculos a la vez, y cada paso suponía una punzada de dolor enviada al cerebro directamente a través de los nervios.

El mundo de Hartnup no consistía más que en dolor. Trató de gritar para ver si así lo soportaba mejor, pero no había forma de escapar de aquel infierno. Lo único que podía hacer era seguir sufriendo.

Esto es un infierno, pensó. He muerto y ahora estoy en el infierno.

Su cuerpo se movía como una marioneta a la que nadie supiera manejar. Pero allí mismo, tras el dolor, se ocultaba algo todavía peor. Algo que estallaba a través de la grietas de agonía de cada uno de los músculos contraídos.

El hambre.

Un hambre tan grande que Hartnup no era siquiera capaz de abarcar sus dimensiones. El hambre era el dios de la cosa.

Lo era todo.

Y todo era hambre.

El cuerpo muerto en el que flotaba siguió tambaleándose, bajando por una pendiente lejos de la carretera en dirección a una granja. Donde había comida.