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Hospital Regional de Wolverton

—¿Dónde está?

Irene Compton, la enfermera encargada de la administración, alzó la vista hacia la estudiante residente que le había hecho la pregunta y que parecía un año más joven que su propia hija.

—¿Cómo dices? —preguntó la enfermera con una media sonrisa.

Pero la residente, una pelirroja menudita que no podía haber terminado los estudios en el instituto y menos aún la carrera de Medicina, no sonreía en absoluto.

—El paciente de la dieciséis. Según el gráfico presenta una herida por mordisco.

—Ah, el señor Wieland. Lo recogió un granjero en una estación de servicio y lo trajo aquí. Comprobamos sus constantes vitales y lo llevamos a… mmm… Sí, a la dieciséis —terminó la enfermera, tras consultarlo en el ordenador.

La residente, cuyo nombre según la etiqueta identificativa era Slattery, frunció el ceño.

—No, no está en la dieciséis. Vengo ahora mismo de allí. En esa habitación no hay nadie.

La enfermera Compton siguió sonriendo. Era perfectamente consciente de que por su aspecto, algo avanzado ya en años, los médicos residentes la trataban por lo general como si ella fuera su madre.

—Puede que haya ido al baño.

La doctora Slattery se giró y se marchó. Sin darle las gracias ni nada. La enfermera observó su silueta por el pasillo.

—¡Puta! —exclamó con un susurro.

La doctora Gail Slattery empujó las puertas batientes dobles que daban a la unidad de emergencias, en donde había dos mostradores centrales de enfermeras rodeados de filas de cortinas con camas de enfermos. Cada habitáculo estaba marcado con un número pintado en el suelo e impreso en un disco de plástico brillante que colgaba del techo, justo delante de la barra de las cortinas. Gail Slattery pasó por delante de los habitáculos once hasta el quince. La mayoría de ellos estaban vacíos. El paciente del catorce tenía una cadera rota, y el del quince era un joven de diecisiete años que se había caído con el monopatín. La víctima del mordisco tenía que estar en el dieciséis, pero no era así. El cubículo estaba hecho un asco. Había manchas de sangre en las sábanas, en la almohada y en el suelo. Y un equipo de sutura abierto encima de una silla.

Slattery bufó y siguió adelante. Se asomó al habitáculo diecisiete, también vacío, y al dieciocho, ocupado por un paciente con un probable desgarro del ligamento anterior cruzado. El último habitáculo, el diecinueve, quedaba junto al baño. Slattery había visto otras veces a la paciente ingresada en ese momento en el diecinueve. Se trataba de Mona Greene, una anciana con dolores de pecho. Tenía noventa y tres años, era fumadora y su historia clínica incluía una angina de pecho, un enfisema y una insuficiencia cardíaca de los tiempos en que Clinton era presidente del gobierno. Era un milagro que siguiera viva, y más aun que acudiera ella sola al hospital conduciendo un coche cada tres meses para que le tomaran la presión arterial.

La cortina estaba echada, pero la doctora Slattery la abrió de un tirón.

Estaba a punto de decir algo, pero se quedó paralizada y con la boca abierta.

Sí, la señora Greene estaba en la cama… pero también el señor Wieland. Él se inclinaba sobre ella, y por un momento extraño Gail Slattery pensó que la estaba besando. O susurrándole algo al oído. Pero no era así.

La doctora Slattery lanzó un grito sofocado.

El señor Wieland oyó el ruido, alzó la cabeza y dirigió una mirada de lince hacia el hueco abierto entre las cortinas. Recorrió todo el perímetro con la vista, pero no se detuvo ni siquiera un instante en el estrecho hueco abierto. Sus ojos estaban completamente vacíos.

Su boca, sin embargo, estaba llena.

De sus labios salía una saliva roja que le recorría parte de las mejillas y de la barbilla e iba a caer sobre el camisón verde del hospital. Su boca trituraba y trituraba sin cesar y, a pesar de los tres metros y medio de distancia, la doctora Slattery pudo oír el ruido que hacía al masticar, al succionar con la lengua y los dientes la carne que le había arrancado de cuajo a Mona Greene.

Tendría que haber retrocedido en silencio. Tendría que haberse marchado para llamar a los agentes de seguridad. O a la policía. Pero no hizo nada de eso. Gail Slattery hizo exactamente lo que nunca hubiera debido hacer. Gritó.

Los ojos del señor Wieland se lanzaron de nuevo en su dirección y por fin captaron el hueco abierto entre las cortinas. Y a los ojos que lo observaban a él. Frunció los labios enseñando los dientes y soltó los restos del brazo que sujetaba.

Con un gruñido de hambre voraz, de un hambre no del todo satisfecha a pesar de la carne consumida, el señor Wieland se apresuró a trepar por la cama en dirección a la doctora Slattery. Ella gritó y gritó. Gritó todo lo que pudo. Y durante todo el tiempo que fue capaz.