57

Urbanización «Puertas Verdes», números 55 y siguientes

Trout se metió la pistola por la cinturilla del pantalón. Se quedó frente a Volker, mirándolo desde arriba con una expresión de desprecio en absoluto disimulada.

—Escúchame, pedazo de mierda. Cabra y yo vamos a volver a Stebbins. Si hay alguien infectado, si una sola persona muere por culpa de lo que has hecho, me aseguraré de que todos los periódicos del mundo cuenten la historia de lo vil que eres.

Volker se echó atrás ante la intensidad de la mirada de Trout, pero en sus ojos seguía brillando cierta actitud de desafío.

—Tu trabajo era informar de cómo asesinaban a un hombre inyectándole veneno en las venas, señor Trout. Sacas beneficio de ese tipo de historias. A tus lectores les encantan esas cosas. ¿Vas a decirme ahora que eres tan ingenuo como para no darte cuenta de que somos todos unos monstruos? Cada uno a su manera.

—Ahórrate esa mierda y guárdatela para el jurado, gilipollas.

—¿O es que eres tan arrogante que te crees que tu punto de vista moral está por encima del resto del mundo? ¿Vas a decirme que tú no habrías ejecutado a Homer Gibbon, que no lo habrías torturado ni siquiera un poco a pesar de conocer los horrores que infligió a mujeres y niños?

—Sí, claro. Puede incluso que me hubiera divertido aplicándole la tortura del submarino mojado a ese cabrón —soltó Trout—. Pero ahora no estamos hablando de eso. Y yo jamás me habría atrevido a utilizar agua radioactiva para hacerlo. Una cosa es la revancha, que es una satisfacción primaria, y otra muy distinta arriesgar la salud y la vida de otras personas solo para satisfacer tu sed de venganza. Es inútil que pretendas decirme que somos todos iguales, Volker. Tal y como yo lo veo, y teniendo en cuenta el potencial destructor de la inyección que le has puesto a Gibbon, tú eres tan mala persona como él. Un monstruo exactamente igual que él.

Las venas le palpitaban en los oídos.

Volker sacudió la cabeza y desvió la vista de él.

—¡Espero que te pudras en el infierno! —añadió Trout con un susurro.

Entonces se dio la vuelta y se apresuró hacia la puerta que daba a la calle. Cabra permaneció junto al médico un poco más, contemplándolo, aunque era incapaz de expresar con palabras las cosas horribles que se le pasaban por la cabeza. Luego dio una patada en el suelo y salió corriendo detrás de Trout.

El Explorer rugió calle abajo, quemando el asfalto y dejando marcas en él a pesar de la lluvia. Trout y Cabra sacaron los móviles y comenzaron a marcar números de teléfono a toda prisa.

El móvil de Dez Fox sonó en el interior del Cruiser destrozado de la policía del condado de Stebbins, perdido bajo el asiento entre los casquillos de bala. El tono de la llamada era una canción de Dwight Yoakum. Sonó el estribillo y luego saltó el buzón de voz en el que Dez anunciaba: «Estás llamando a mi teléfono. Deja un mensaje y tu número. Si no te devuelvo la llamada es que no me interesa».

Nada más oír la voz del buzón el corazón de Trout empezó a dar brincos.

—¡Vamos, Dez…! ¡Coge el teléfono! —susurró Trout. Luego, al oír la señal, habló—: Dez, tienes que llamarme inmediatamente —dijo Trout, que hizo una pausa mientras pensaba qué decir que Dez no borrara al instante—. Me he enterado de que hay una persona con una infección peligrosa en el pueblo. ¡Llámame ya!

Colgó y llamó a J. T. También contestó directamente el buzón de voz. Trout dejó un mensaje similar, colgó y llamó a Marcia.

El teléfono sonó tres veces. Cuatro, y por fin ella contestó.

—¡Marcia!

—¡Oh… por Cristo… Billy! —exclamó Marcia. Su voz sonaba débil y, más que respirar, jadeaba fuertemente. Parecía como si estuviera practicando el sexo—. ¡Billy! ¡Por Dios!

—Marcia, ¿qué pasa? ¿Qué está ocurriendo?

—Billy… he tratado de llamar al 911. Pero no contestan…

—¡Marcia!

—Me duele, Billy… ¡Oh, Dios, me duele mucho! No consigo que deje de salirme sangre.

La línea se cortó bruscamente.

Trout lanzó un grito por teléfono. Pero no consiguió nada. Volvió a marcar. Nada. Saltó el buzón de voz. Ni siquiera sonó.

—¿Qué ocurre? —exigió saber Cabra con una expresión de pánico en los ojos.

—Marcia. Está herida. Me ha dicho que estaba sangrando y luego la línea se ha cortado —explicó Trout, que miró la pantalla del móvil—. Y ahora dice que el número no está disponible.

—¡Oh, mierda! Yo he llamado a mi compañero de cuarto —dijo Cabra—. Me estaba contando algo de que oía sirenas y disparos y entonces, de repente, se ha cortado. ¿Crees que es por la tormenta por lo que los teléfonos no funcionan? ¿O…?

Trout le lanzó una mirada iracunda y lo interrumpió sin miramientos.

—Inténtalo con la policía.

Cabra marcó el 911, que lo puso en comunicación con la centralita regional. Encendió el altavoz y pidió que le pusieran con la policía del condado de Stebbins. Esperaba oír a Flower preguntarle cuál era la naturaleza de la emergencia por la que llamaba, pero en su lugar respondió una voz masculina severa que le preguntó dónde estaba. Trout alargó la mano y colgó.

—¿Por qué has hecho eso? —preguntó Cabra.

—Era un militar —contestó Trout—. Me apuesto lo que quieras. Están interceptando todas las llamadas realizadas a la policía de Stebbins.

—¡Mierda! —exclamó Cabra en voz baja—. ¡Mierda, mierda!

Trout se incorporó y salió varias veces del flujo de tráfico rodado en la misma dirección. El resto de vehículos le pitaban, pero no disminuyó la velocidad ni siquiera para sacarles el dedo corazón. Su corazón latía todavía más acelerado que el motor.

—Eso de los militares… no es buena señal, ¿verdad? Me refiero a que… —comenzó a decir Cabra tras humedecerse los labios. Su voz se extinguió lentamente. Instantes después añadió—: A que estamos metidos en la mierda hasta el fondo.

—Lo sé —contestó Trout, que pisó el acelerador hasta el suelo.