56

Calle Mason, cerca del cruce con la calle Fábrica de Muñecas

—¡Dios! —susurró J. T. con asco—. ¡Ya vienen!

Dez reptó a su lado y se asomó por detrás del buzón. Un grupo de criaturas surgía de la niebla como fantasmas a unos ciento sesenta y cinco metros ladera arriba por la calle Fábrica de Muñecas. Incluso desde esa distancia, y a pesar de no ver sus ojos muertos ni sus heridas, era evidente que no se trataba de personas. Habían dejado de ser personas. Se arrastraban como espantapájaros animados, con movimientos extraños y miembros rígidos. Le daba pena tener que aceptar que aquellas cosas seguían existiendo. Eran criaturas de pesadilla; no pertenecían al mundo de los vivos. Pero lo que más le dolía era que conocía a muchos de ellos y estaba forzado a matar a todos los que pudiera.

Se tragó las lágrimas. A su lado, J. T. se daba de cabezazos contra el buzón metálico helado. Una y otra y otra vez. Se paró solo cuando un sollozo le hinchó el pecho.

Dez colocó un brazo por encima de sus hombros y lo abrazó por un momento allí agachados, frente contra frente, igual que refugiados en un mundo hostil que no les perteneciera.

—¿Qué son? —preguntó él en tono de súplica—. ¿Son personas?

—No lo sé, amigo —contestó ella, sacudiendo la cabeza—. Dios, realmente no lo sé.

El viento sopló colina abajo en dirección a ellos y Dez observó cómo se llevaba una bolsa de plástico vacía de supermercado. La siguió con la vista al pasar y vio las luces de la cafetería. En el aparcamiento había por lo menos una docena de coches.

—Tenemos un problema —le murmuró a J. T., quien siguió la dirección de su mirada.

—¿Qué?

Dez se mordió el labio mientras miraba a su alrededor. La intersección de ambas calles estaba casi en el límite del pueblo. Todavía quedaban en las afueras unas cuantas fábricas derruidas, pertenecientes a un tiempo de mayor prosperidad del pueblo. Incluyendo la fábrica de muñecas en ruinas que daba nombre una de esas calles. Más allá de la cafetería había otros almacenes y negocios. Si las criaturas continuaban en esa dirección, sería una masacre. En cambio por el extremo sur de la calle Mason no había más que un campo de cultivo de maíz cuya granja quedaba a tres kilómetros. A seiscientos sesenta metros al norte, justo en un recodo de la carretera, estaba el almacén de herramientas y equipos de Bell. Desde donde estaba podía ver media docena de coches y camionetas aparcadas en el aparcamiento.

—Cuéntame, pequeña —dijo J. T.

La masa de muertos se arrastraba ya con medio camino hecho por la pendiente de la colina.

—No podemos permitir que esas cosas lleguen a la cafetería —dijo Dez—. Tenemos que detenerlos hasta que venga la policía estatal.

—Eso es imposible —dijo J. T.—. No contamos con la munición suficiente para eso.

—Entonces tenemos que conseguir que se desvíen —insistió Dez, dándole un codazo y haciendo un gesto en dirección a Bell.

—Pero allí también hay gente.

—Sí, pero es un búnker, sólido como una piedra. Y más allá tampoco hay nada. Solo granjas, y con la tormenta que se nos viene encima no creo que haya nadie plantando.

La lluvia seguía consistiendo en una ligera llovizna, de modo que a pesar del ruido podían oír los gemidos de los monstruos. La distancia entre ellos se iba acortando rápidamente, por mucho que las criaturas fueran a paso lento. Porque no todos los muertos caminaban despacio; unos cuantos daban grandes zancadas de lo más estrafalarias.

J. T. se quedó mirándola por un momento. Luego desvió la vista hacia los muertos que caminaban arrastrándose y que seguían todavía a cientos de metros, y por último miró en dirección a Bell. Dez estaba en lo cierto a propósito del almacén de herramientas; el edificio era un cubo robusto gris con persianas deslizantes de acero. Allí podrían contener a las legiones del infierno.

—No quiero morir aquí fuera, Dez —declaró J. T., indeciso—. Enseguida llegarán los refuerzos, y además nosotros no estamos entrenados para esto.

—Pues proponme un plan mejor —contestó Dez.

—¡Mierda! —exclamó J. T., que acto seguido cerró los ojos.

Dez se puso en pie detrás del buzón. Se quedó parada un momento, esperando a que la vieran. Pero al ver que los muertos no reaccionaban comenzó a hacerles señas con los brazos por encima de la cabeza. Las criaturas siguieron caminando como si nada. Puede que desde el principio los hubieran visto y que fueran incapaces de demostrar ninguna emoción, porque no se notó ningún cambio en su marcha.

—¡Que les jodan! —exclamó J. T., poniéndose él en pie también.

Apoyó la escopeta sobre el buzón metálico curvo y disparó. Las balas no podían provocar ningún efecto dada la distancia, pero los muertos giraron la cabeza al instante hacia ellos.

—¡Sí!, lo has conseguido —comentó Dez.

Las criaturas comenzaron a caminar más deprisa. Algunos tenían las piernas destrozadas y no podían más que tambalearse, pero otros, quizá los últimos en pasar a ese estado, trataron de acelerar todo lo que pudieron.

—¡Oh… mierda! —exclamaron Dez y J. T. al unísono, echando a correr de inmediato por la calle Mason en dirección norte.

Dez era joven y corría como el viento. J. T. estaba en forma, pero era mucho más mayor y pesaba bastante más, además de tener una rodilla fastidiada que hubiera debido de operarse hace años. Las gotas de lluvia se multiplicaron y con ellas se intensificó el frío y la humedad. J. T. respiraba ya trabajosamente después de cubrir una distancia similar a la de un campo de fútbol. Dez tuvo que reducir la velocidad para ir a su paso.

—Pronto llegarán los refuerzos —dijo ella—. Quiero arrastrar a estos jodidos locos a un lugar aislado para que la policía estatal disponga de un campo de tiro adecuado.

—¡Jesús, Dez! —jadeó J. T.—. ¡Que son gente!

—No parecía que pensaras eso cuando les disparaste, colega.

—Pero eso es diferente. Fue en defensa propia.

Dez se limpió el agua de lluvia de la cara.

—¿Y qué crees que es esto?

J. T. no dijo nada. Las gotas de lluvia y el sudor resbalaban por su rostro. Comenzaba a ponerse colorado por el esfuerzo a pesar de tener la tez negra. Dez se dio cuenta de que además corría cada vez menos. Giró la cabeza para mirar atrás.

La multitud de cosas muertas iba perdiendo terreno progresivamente. Algunos ni siquiera habían doblado la esquina de la calle Fábrica de Muñecas, pero costaba trabajo verlos con aquella lluvia espesa. No obstante los seguían. De eso Dez estaba segura. Fuera lo que fuera lo que les impulsara a hacerlo, la atracción seguía siendo igual de fuerte en ese momento que cuando los atacaron por primera vez en el tanatorio.

—Gracias a Dios que son lentos —comentó Dez.

J. T. asintió. Era incapaz de hablar y correr al mismo tiempo.

Uno de los coches aparcados en Bell salió del aparcamiento y giró en dirección a ellos. Dez y J. T. corrían por en medio de la carretera, así que el vehículo disminuyó la velocidad. Dez le hizo señas con los brazos.

—¡Da la vuelta! —gritó Dez—. ¡Da la vuelta!

La conductora se aproximó a ellos y bajó la ventanilla. Se cubrió los ojos con la mano para evitar que le cayera encima la lluvia. Era Bid McGee, la propietaria de una tienda de artesanía del centro del pueblo.

—¡Bid! ¡Da la vuelta y lárgate de aquí echando leches! ¡Vamos, deprisa!

—Por Dios, Desdemona Fox, ¿qué te ha pasado? ¿Te encuentras bien, nena?

Dez le dio una patada al parachoques.

—¿Es que estás sorda, joder? Te he dicho que des la vuelta y salgas pitando de aquí, Bid, o tendré que sacarte del coche y hacértelo comprender a puñetazos.

Bid se puso blanca del susto y luego colorada de rabia, pero giró el coche en dirección contraria y aceleró sin pensárselo dos veces.

—¡Imbécil! —bufó Dez.

J. T. sonrió a pesar de las circunstancias.

—Verdaderamente tienes don de gentes, Dez. Encantadora, educada y…

—Termina la frase y te meto una bala en la rótula que te dejo aquí, para que te coman esos jodidos muertos.

—Entendido.

Siguieron corriendo. No volvieron a hablar hasta llegar al aparcamiento del almacén. Las gotas de lluvia caían ya entonces con fuerza y se oía el bramido iracundo de los truenos en la distancia. J. T. se dejó caer sobre el maletero de un Ford F-150, exhausto.

—Yo… yo te espero aquí. Me quedaré vigilando —dijo J. T., que sacudió una mano en dirección a la puerta del almacén.

Dez permaneció en el aparcamiento unos segundos y preguntó:

—¿Desde cuándo te has vuelto tan viejo, camarada?

J. T. trató de sonreír, pero solo consiguió esbozar una mueca.

Dez abrió de golpe la puerta del almacén y se detuvo en la entrada. La tienda estaba fuertemente iluminada con fluorescentes brillantes y salía una música country por los altavoces de mala calidad colgados de las paredes. Thom Bell estaba detrás del mostrador, cobrándole una tubería negra a un trabajador de la construcción. Él y el cliente se quedaron mirando a Dez muy sorprendidos.

—¡Thom! —gritó Dez—, escúchame. Tenemos un problema. Se ha producido un brote infeccioso. Un asunto muy, muy feo. Un grupo de gente infectada viene para acá, y no sé qué tienen, pero son locos peligrosos. Los refuerzos están de camino, pero hay que encerrar a todo el mundo aquí y cerrar la tienda a cal y canto. ¡Ahora mismo!

Thom Bell solo le hizo una pregunta:

—¿Se trata de un ataque terrorista?

—Sí —mintió Dez—. Y ahora vamos, necesito que…

Pero Bell ya estaba en marcha. Apretó un botón situado detrás del mostrador y apagó la música, y luego apretó otro para hablar por el altavoz. Les contó a los clientes casi literalmente lo que le había dicho Dez. Una mujer gritó, pero los demás simplemente se acercaron poco a poco a la puerta de la tienda y comenzaron a hacer preguntas.

—¡Vale! —gritó Bell—. Ahora escuchadme todos. Nos encontramos en una situación límite. Un ataque terrorista. La agente Fox acaba de decirme que hay que cerrar la tienda, y eso es lo que vamos a hacer. Quiero que todos vosotros vayáis al fondo del almacén. Entrad en el vestuario del personal y sentaos, yo me encargaré de sellar el edificio. Os prometo que nadie va a entrar aquí.

El propietario habló con un dominio absoluto de la situación; Dez sabía que había sido sargento y que había estado en dos ocasiones en la primera Guerra del Golfo. Era un hombre recio de rostro tosco y ojos tranquilos. Llevaba una gorra de visera en la que ponía «Arréglalo con una herramienta». Un hombre al que todo el mundo se tomaba muy en serio.

Dez observó los rostros de los clientes y del personal mientras Bell hablaba. Vio las caras de susto, la primera oleada de miedo y de dudas, y comprobó cómo desviaban la vista hacia la puerta. Pero también fue consciente de que la voz serena de Bell los mantenía tranquilos y sin moverse, al menos de momento.

—Chip, enséñales adónde tienen que ir. Scott, asegúrate de que la puerta trasera está cerrada. Y ponle la barra —ordenó Bell a sus empleados. Luego dio una palmada que sonó como un disparo. Todos se sobresaltaron—. Venga, vamos.

Y todo el mundo obedeció. Así, por las buenas. Bell le pidió a otro empleado que echara las persianas.

—Gracias, Thom —dijo Dez en voz baja, acercándose a él.

Bell asintió y escrutó sus ojos.

—¿En serio vienen refuerzos?

—Sí, y además J. T. está ahí fuera.

Bell la miró de arriba abajo y añadió:

—Estás cubierta de sangre, niña.

—Ya lo sé… —comenzó ella a decir.

—No, me refiero a que… ¿esa sangre es infecciosa? —preguntó Bell, interrumpiéndola.

Dez abrió la boca y la cerró.

—Pues…

—Puede que sea mejor que no te acerques mucho a nadie —afirmó Bell al tiempo que daba un paso atrás—. Y ahora… cuéntame en serio qué está pasando.

—La verdad es que no lo sé —contestó ella mientras sacudía la cabeza.

—Pues cuéntame lo que sepas.

Dez le contó todo lo que sabía con frases cortas y comiéndose algunas palabras. Cuanto más le explicaba lo sucedido más imposible le parecía, además de no comprender cómo había podido sobrevivir a la experiencia. Observaba los ojos de Bell, esperando ver en ellos una incredulidad creciente. Y comprobó que así era.

Por un momento Bell apretó los labios en silencio, reflexionando. Luego se acercó a la puerta y dijo:

—J. T., ¿qué ocurre ahí fuera?

Dez oyó la respuesta de J. T.:

—Vienen de camino. No los veo, pero los oigo.

—Será mejor que entres aquí —sugirió Bell, que le sostuvo la puerta.

J. T. entró cojeando de una pierna a causa de la rodilla y Bell cerró la persiana. Era de acero y solo tenía una pequeña ventana del tamaño de una hoja de papel, cubierta además de alambre. La cerradura era una barra pesada. Bell le dio un puñetazo para demostrarles su resistencia.

—Aquí no entra nadie a menos que traiga un tanque.

Los empleados se acercaron por el pasillo para decirle a Bell que el almacén estaba cerrado. Los rostros de todos ellos esbozaban la misma expresión, mezcla de miedo y excitación.

—Muy bien —dijo Bell—. Vosotros, chicos, id con los clientes y esperad allí. Tenéis que conseguir que la gente se mantenga en calma. Y dejad que saquen lo que quieran de las máquinas. Vamos, id para allá.

Acto seguido, Bell se giró hacia Dez y J. T. y añadió muy despacio:

—Dez, he de admitir que de haber venido tú sola a contarme esto habría pensado que estabas borracha. No te ofendas, pero te he visto en el bar muchas veces y sé lo que eres capaz de beber.

Dez no dijo nada.

—Pero tú y yo nos conocemos hace muchos años, J. T. —continuó Bell—, y sé que eres un hombre serio.

El hecho de que Bell pudiera considerar a alguien una persona seria era un verdadero honor. Todo el mundo lo sabía; no era una cualidad que Bell estuviera dispuesto a conceder a la ligera.

J. T. miró a Dez.

—¿Se lo has contado?

—Todo.

—¡Menuda historia! —comentó Bell—. Gente convirtiéndose en… ¿en qué? ¿En sádicos, en macabros?, ¿comiéndose los unos a los otros? ¿Y Marty Goss también? ¿Y Paul Scott?

—Las pruebas vienen de camino, Thom —dijo Dez—. ¿Quieres salir ahí fuera a enterarte de qué tienen ellos que alegar?

—No la tomes conmigo, Dez —contestó Bell con dureza—. Esta es mi tienda, y eres tú quien los ha traído aquí. He hecho lo que me has pedido y he cerrado a cal y canto, pero tengo derecho a hacer preguntas.

Dez se puso colorada. Le costaba trabajo no ser impertinente cuando las circunstancias la presionaban, pero Bell no estaba dispuesto a aceptar el más mínimo comentario.

—Lo siento —se disculpó Dez con mansedumbre.

—Ya sé que suena a locura —comentó J. T.

—Sí, locura viene más o menos a definirlo correctamente —convino Bell.

—¿Por qué no echas un vistazo ahí fuera y nos cuentas qué te parece a ti? No lo digo en broma, Thom —sugirió Dez.

Bell se quedó escrutándola unos segundos. Después alargó la mano por debajo del mostrador y sacó una Colt Commander enorme del .45.

—Tengo licencia —aseguró Bell.

Lo cierto era que en ese preciso momento a Dez le habría dado igual que sacara un arma antitanque. Bell abrió silenciosamente la ventanilla cubierta con la rejilla y se asomó. Una fuerte lluvia caía por oleadas sobre la persiana.

Se quedó escrutando unos segundos.

—Resulta de lo más inquietante —comentó Bell en voz baja.

—Justo lo que te decíamos —contestó J. T., tenso.

Bell se giró y les lanzó a ambos una mirada inquisitiva. Luego abrió la puerta.

—¿Qué demonios estás haciendo? —exigió saber Dez, que inmediatamente dio un paso hacia él.

Bell sacudió la cabeza con un gesto breve de desaprobación y volvió dentro con ambos brazos levantados. Sostenía la Colt con dos dedos, lejos de su cuerpo. Una docena de hombres vestidos con el uniforme negro de la policía estatal, con cascos y con chaleco antibalas, entraron como un enjambre en la tienda. Llevaban M16 y escopetas de nueve milímetros, y no dejaban de gritar.

Le quitaron el arma a Bell y lo tiraron al suelo.

Un agente del SWAT apuntó con la escopeta a la cara de Dez.

—Agente Fox, estás arrestada. Aparta los brazos de los costados. ¡Ya!

—¿Pero qué demonios estáis haciendo, gilipollas? ¡Somos agentes de policía, maldita sea…!

Dos agentes se aproximaron a ella, la rodearon, le quitaron las armas y la obligaron a tumbarse en el suelo. J. T. bramó como un toro, pero también se tumbó en el suelo.

Pero Dez se conocía todos los trucos imaginables. Justo mientras se tiraba al suelo retorció una pierna y consiguió liberarla, y entonces le dio una patada en la espinilla a uno de los agentes. El policía estatal cayó al suelo a su lado. Sin embargo, al instante se le echaron encima seis pares de manos brutales que le aplastaron el pecho contra el suelo de linóleo. Dez gritó, luchó, los maldijo y los mandó al infierno unas cuantas veces.

—Agente Fox —bramó el sargento del SWAT—. O te callas y dejas de resistirte, o tendré que meterte una descarga eléctrica con la táser.

—¡Que te jodan, maricón! ¡Yo sí que voy a meterte la táser por el…!

De pronto sintió un dolor punzante que se prolongó y la quemó. Todo su cuerpo se puso rígido, e instantes después se convulsionó con la corriente de treinta mil voltios que la recorrió.

Entonces el mundo se coloreó primero de rojo y luego de negro. Dez trató de gritar y de luchar, pero lo único que consiguió fue caer al suelo.

Oyó a J. T. gritar su nombre desde un millón de kilómetros de distancia.

Oyó a alguien gritar: «¡Cogedla!».

Oyó su propio grito, enfermizo.

Sintió que se daba en la cabeza con algo. Con el mostrador, con el suelo; no sabía con qué. Pero le abrió un gran agujero negro por el que cayeron tanto ella como el resto del mundo.