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Zona Q de cuarentena, norte del perímetro

Condado de Stebbins, Pensilvania

El teniente coronel Macklin Dietrich se inclinó sobre el mapa plastificado del condado de Stebbins. Alrededor de la mesa estaban reunidos tres oficiales más y unas cuantas personas de confianza. Habían erigido un refugio de plástico para servir de cuartel general de campo para esa operación y, junto a la pared más lejana, habían instalado una mesa de comunicaciones.

—Esta es la funeraria a la que llevaron a Gibbon —dijo Macklin, dándole unos golpecitos al mapa—. Hemos perdido la comunicación con la policía local y estatal en esta zona, así que podemos suponer que ha resultado afectada. Sin embargo, poco después de fijar el perímetro ha llegado una segunda oleada de fuerzas policiales del estado. Para hacer la limpieza.

—Señor, ¿qué sabe la policía local? —preguntó un capitán.

—Nada —contestó Dietrich—. Y van a seguir sin saber nada.

—¿Y no podríamos utilizarlos como agentes de policía local? —inquirió entonces un mayor.

—No. Esta no es una operación conjunta. No queremos trabar lazos entre nuestra gente y las personas infectadas.

—¿Puedo preguntar por qué no, señor? —siguió preguntando el mayor.

—Porque tenemos que considerar como potencialmente y casi con toda seguridad infectada a cualquier persona que se encuentre en la zona Q —explicó Dietrich, suspirando—. Sé cómo os sentís. Yo me siento exactamente igual. Se trata de ciudadanos americanos completamente inocentes. Esto es una verdadera tragedia. Y es natural que tanto nosotros como los hombres que están bajo nuestras órdenes nos identifiquemos con ellos.

—Nos han entrenado para ayudar a la población civil, no para permanecer al margen y ver cómo se muere —comentó un mayor, sacudiendo la cabeza.

—Nadie ha sido entrenado para enfrentarse a una operación como esta, mayor —contestó Dietrich—. Es una situación límite que no debería haberse producido. Pero se ha producido, y nuestro deber es contenerla dentro de los límites del condado de Stebbins. Hemos dejado caer la bomba y ahora vamos a tener que cavar una tumba del tamaño del Gran Cañón para enterrar a los muertos.

Los oficiales se miraron horrorizados los unos a los otros en medio del silencio.

—¿Cuáles son las medidas de seguridad a aplicar? —preguntó el capitán.

—No tenemos más que dos opciones con las que trabajar: la contención y la esterilización. No hay medidas de seguridad, y me han dicho que no hay ningún tratamiento viable. El ébola al lado de esos parásitos no es más que una leve infección de gonorrea. Estamos hablando de una enfermedad cien por cien infecciosa y cien por cien terminal —declaró Dietrich, que miró a su alrededor y vio cómo esa verdad y sus consecuencias se les clavaban en el corazón a cada uno de los oficiales presentes, igual que una espina—. Así que la mala noticia es que cualquier persona infectada no solo es un caso terminal, sino que además constituye una amenaza sustancial y muy real para el resto del país.

El mayor hizo una mueca de disgusto y preguntó:

—Pero entonces, ¿lo que quieren es que entremos ahí, los encerremos a todos y tiremos de la cadena? ¿Con siete mil personas dentro?

Dietrich se apoyó en la mesa y se quedó mirando al mayor con una expresión dura.

—Sí. Sin excepciones. Si ves a tu madre en el pueblo y resulta que está infectada, le metes una bala en el puto cerebro.

—¿Y si no está infectada, señor? —preguntó el capitán.

—Todo el mundo en Stebbins está infectado —declaró Dietrich con una mirada desoladora.