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Estado de Transición Hartnup

Todo hubiera debido de resultarle familiar. La Arboleda, la extensión enorme de césped. Los árboles eran los mismos. El edificio principal de la funeraria y el edificio de instalaciones técnicas seguían como siempre. Pero todo se le hacía extraño. Había vehículos de emergencia y coches aparcados desordenadamente en los caminos y en el césped. La hierba alrededor del tanatorio estaba aplastada y tenía manchas grandes rojas y charcos negros llenos de larvas que se retorcían.

Y además había hombres huecos por todas partes.

Docenas de ellos. De uniforme, con ropa de calle, con monos de trabajo y con la vestimenta rústica típica de los granjeros. Muchos llevaban cámaras colgadas del cuello y etiquetas de plástico con las credenciales de la prensa enganchadas a las chaquetas. Había dos chicas que eran gemelas, de unos diecisiete años, a las que por fin se podía distinguir debido a las diferencias de sus heridas respectivas. No era el tipo de gente que solía reunirse para asistir a un funeral. No había lágrimas ni carcajadas contenidas, nada de llantos ni de conversaciones en murmullos. Los zapatos de todos ellos susurraban cada paso sobre la hierba blanda y húmeda.

Los cascarones se arremolinaban y chocaban los unos contra los otros o contra las barreras que constituían los vehículos. Un hombre hueco trepó por encima de algo, y Hartnup vio que trepaba por encima del cuerpo gordo de Marty Goss. El jefe yacía tirado en silencio con un agujero negro grande en la frente. Sus dedos no se retorcían, ni tampoco trataba de ponerse en pie. Parecía… muerto.

Muerto.

Hartnup sintió de pronto unos celos irracionales hacia ese hombre muerto. ¿Cómo era posible que un gilipollas gordo como Marty Goss mereciera la muerte cuando él tenía que seguir adelante, flotando como una mota de polvo dentro de un cuerpo secuestrado? Resultaba desconsoladoramente injusto.

¿Cómo había muerto Goss? Muchas de las criaturas de por allí tenían heridas de bala. ¿En qué se diferenciaba Marty?

El cuerpo de Hartnup siguió arrastrando los pies sin descanso. Hartnup gritó desde lo más hondo de su interior para que se detuviera. Quería examinar el cuerpo de Marty, averiguar la causa del misterio. Por las manchas de sangre del rostro de Goss estaba claro que, tras el primer disparo, se había reanimado para convertirse en lo mismo que seguía siendo él. Así que… ¿cómo era que el jefe había conseguido romper la maldición?

Su cuerpo siguió caminando y caminando, arrastrándose hacia la carretera exactamente igual que los demás, pues iban todos en esa dirección. Nada más girar en la esquina se oyó un ruido procedente de la calle. Un coche se acercaba.

Más carne para la fiesta.

¡Dios, no!

Conforme su cuerpo seguía moviéndose en dirección al lugar del que procedía el ruido, Hartnup pasó por delante de otro cadáver que yacía inmóvil en el barro. Le faltaba la tapa de los sesos. Se la habían arrancado de un fogonazo.

Y entonces Lee Hartnup comprendió. Era el cerebro.

¡Sí, sí, sí, sí, sí!, susurró su propia voz interior.

No tenía la respuesta a la pregunta de por qué o cómo, pero sí tenía el atisbo de una idea. El cerebro. El córtex motor y el conducto nervioso de la columna vertebral. Incluso un cuerpo secuestrado necesitaba como mínimo de ellos. Quizá solo ellos fueran necesarios. Un control rudimentario y señales nerviosas. Para seguir en pie, para caminar. Para agarrar y morder. Para masticar.

Destruye el cerebro y detendrás al monstruo.

Eso sería perfecto. No se quedaría simplemente hueco… sino vacío del todo.

¡Dios!, rogó Hartnup, ¡permite que alguien me dispare. Por favor, Dios, deja que alguien me vuele la cabeza y me mate!

Era el pensamiento más extraño se le había pasado jamás por la cabeza, pero también el más cuerdo. Y era una plegaria sincera.

A menos que…

A menos que…

¿Y si la destrucción del cuerpo no apagaba todas sus luces? ¿Y si todavía permanecía perdido en la oscuridad de un cuerpo muerto y en putrefacción?

¿Sería eso todavía peor?

No, se dijo a sí mismo. Si mi cuerpo muere, entonces no podré hacerle daño a nadie.

El coche dobló la esquina. Era la policía estatal.

La masa de cosas gimió al unísono como si se tratara de un solo ser. Sus gritos se elevaron en intensidad, más fuertes que el ruido de la lluvia. El Cruiser derrapó y dio bandazos a los lados conforme el conductor pisaba el freno; la gravilla y el polvo salpicaron a las cosas muertas que se tambaleaban hacia él. Ninguno de ellos cayó, y ninguno de ellos se detuvo tampoco.

Las puertas se abrieron y los dos oficiales salieron con las armas en la mano y los rostros casi tan pálidos como los de las cosas que se aproximaban.

Hartnup oyó a uno de ellos gritar:

—¿Qué diablos es…?

Y de pronto las criaturas estuvieron encima de ellos.

Los polis gritaron a modo de advertencia. Una y otra vez. Apuntaron. Hartnup esperó a ver el resultado de los disparos; necesitaba ver cómo una bala perforaba un cráneo y un cerebro, necesitaba comprobar cómo caía uno de los monstruos. Su propio cuerpo seguía avanzando a pesar de la rigidez de las piernas, sus brazos se alargaban tratando de alcanzar la carne distante; un hambre voraz rugía como un grito en el interior de su cuerpo.

Pero entonces los polis desaparecieron tras una montaña de miembros blancos y bocas rojas.

¡No, por favor!, rogó Hartnup. ¡Por favor, por el amor de Dios, no!

Todavía no me habéis matado.