51

Intersección de las calles Fábrica de Muñecas y Mason

Condado de Stebbins, Pensilvania

Dez y J. T. llegaron a la gasolinera, pero estaba desierta. Las puertas estaban cerradas y los trabajadores se habían marchado.

—Turk se ha ido —dijo J. T. mientras se asomaba a la ventana mugrienta del despacho.

Dez limpió un trozo del ventanuco de la persiana que cerraba el garaje.

—Sí, y no están ninguna de las dos grúas. Deben de estar de camino entre un colegio y otro.

Turk y su hijo se ganaban la vida sacando coches atascados del barro cada vez que llovía con fuerza. Dez le dio un puñetazo a la puerta y volvió al coche de policía. No era más que un destrozo humeante. Llegar a la gasolinera había sido su fin.

J. T. corrió a agazaparse detrás del buzón de la esquina para otear la penumbra cuesta arriba, en dirección a la calle Fábrica de Muñecas. Dez abrió la puerta del Cruiser y sacó el micrófono, pero solo oyó interferencias. Había perdido el móvil, y ni siquiera sabía dónde. Puede que en la funeraria de Hartnup o quizá en el hospital.

—Dime, amigo —gritó Dez por encima del hombro—, ¿vienen?

J. T. recargó la escopeta y se metió los cartuchos sobrantes en el bolsillo del pantalón.

—No los veo —contestó con un susurro un poco alto—. Deben de estar llegando a la elevación. ¿Has conseguido hablar con Flower?

—Lo estoy intentando.

Dez volvió a probar, pero una vez más no oyó más que interferencias. Arrojó el micrófono al coche y corrió a arrodillarse junto a J. T.

—¿En qué demonios estamos metidos? —preguntó Dez—. Quiero decir… ¡Jesús!, esto se está extendiendo. Está fuera de control.

J. T. se humedeció los labios y preguntó a su vez:

—Esa gente… ¿está muerta?

Esa sería probablemente la décima vez que lo preguntaba desde que habían salido del coche.

—¡Sí, joder, están muertos! —contestó Dez con los dientes apretados.

Él la miró.

—No… no… me refería a que… —comenzó a decir J. T. Se interrumpió, sacudió la cabeza y volvió a intentarlo—. Les hemos disparado, Dez, pero seguían viniendo.

—No todos —lo corrigió ella.

—Exacto, ahí quería yo llegar. Algunos se derrumbaron. Algunos se quedaron muertos, pero muertos de verdad, ¿comprendes? No muertos, vagando por ahí. ¡Dios!, ¿acaso podría tener menos sentido?

Dez le tocó el hombro.

—Lo sé, colega. Lo sé. Al jefe y otros pocos más… les disparé pero no cayeron, y luego volví a dispararles y por fin cayeron. No tiene el menor sentido.

—Cuando… cuando mataste al jefe, ¿dónde le diste?

Dez lo pensó antes de contestar:

—En la frente.

J. T. dejó escapar una bocanada de aire que fue casi como un suspiro de alivio.

—Y ocurrió lo mismo cuando le disparaste al enfermero. Yo le di a Paul Scott en la cabeza y eso le rompió el cuello. ¿Y la mujer de la limpieza en el tanatorio?

—Le di en la mejilla y ella…

—No —negó él—. Con el último disparo, ¿dónde le diste?

Dez hizo una pausa antes de contestar:

—Justo entre los ojos.

—Un disparo en la cabeza —concluyó entonces J. T.—. Así que es eso. Hay que darles en la cabeza. En el cerebro, probablemente. Y con toda seguridad en la columna vertebral. Es el único modo de acabar con ellos de una vez por todas.

—¿Estás seguro?

—Piénsalo. ¿Alguno de ellos se levantó después de que le acertaras en el cráneo?

—No —contestó Dez después de reflexionar—. Ninguno.

—Un disparo en la cabeza —repitió J. T.—. Hay que conseguir darles en la cabeza.

Dez sacudió la cabeza y comentó:

—Yo tengo buena puntería, pero no puedo garantizar que vaya a darles en la cabeza a menos que los tengamos encima. Quizá, si tuviera un rifle de caza con mira telescópica. No, lo que necesitamos es al SWAT. Necesitamos francotiradores que disparen desde posiciones elevadas.

—Mira otra vez a ver si consigues que funcione la radio, Dez. Si conseguimos francotiradores, quizá podamos parar esto.

—O a un número suficiente de gente con armas, capaz de crear una línea de fuego —contestó Dez tras asentir—. Un disparo solo los paraliza. Pero una ráfaga los devolverá al lugar al que pertenecen.

J. T. la miró con preocupación.

—Dez… son de aquí. Eran el jefe Goss, Sheldon, Paul y…

—Ya sabes qué quiero decir —soltó Dez, aunque en realidad no lo sabía ni ella.

Se giró y corrió al Cruiser para intentar ponerse de nuevo en comunicación con la central de policía. Nada. Dez arrojó enfadada el micrófono sobre el asiento, y nada más producirse el golpe oyó una voz.

—… informe de su…

No era Flower.

Dez alargó la mano hasta el micrófono y apretó el botón.

—Aquí la unidad dos informando, ¿me oyes?

La respuesta fue inmediata.

—Unidad dos, sí, identifícate.

Dez reconoció la voz. Era el teniente William Henry Hardy.

—Teniente Hardy, soy la agente Fox.

Se produjeron un montón de interferencias, pero Dez captó cada una de las palabras.

—Agente Fox, por favor, dame tu posición y tu estatus.

—Mi unidad está destrozada en la esquina de las calles Fábrica de Muñecas y Mason. En la gasolinera de Turk Getty. Necesitamos apoyo de inmediato. Hemos perdido agentes. Repito: hemos perdido a muchos agentes. Estimo que a treinta o más. Del condado y estatales. Hay civiles muertos. Calculo que cincuenta o más.

—Repite.

Dez lo repitió. La enormidad de lo ocurrido era como un puñetazo en la cabeza.

—Envío refuerzos de inmediato —dijo Hardy—. ¿Cuál es la naturaleza de la urgencia?

—No… no lo sé.

Se produjo un chisporroteo.

—Agente, por favor, repite. ¿Cuál es la naturaleza de…?

—La gente aquí se está volviendo loca, teniente. Todo el mundo ataca a todo el mundo. Se comen los unos a los otros. Los polis también.

—Agente Fox, ¿has conseguido ponerte en contacto con el jefe Goss?

Dez respiró hondo.

—El jefe Goss está muerto —afirmó Dez. De sus ojos brotaron lágrimas que resbalaron por sus mejillas—. ¡Dios…! ¡Están todos muertos!

Un llanto salió del interior de su pecho. De pronto estaba llorando. Se apoyó en el lateral del Cruiser y fue resbalando hasta el suelo. El lamento la desgarraba, el dolor la atenazaba. Enterró la cara en las rodillas y se pegó con el micrófono en la cabeza. Una y otra vez.

—¡Ya vienen! —gritó J. T.

Dez ladeó la cabeza y vio cómo J. T. se levantaba y apoyaba la escopeta encima del buzón.

—¡Dios! —exclamó Dez que, de pronto, se dio cuenta de que todavía estaba apretando el botón de la radio—. Teniente, el centro de evacuación al que están llevando a todo el mundo a causa de la tormenta es la escuela elemental. Van a reunir allí a cientos de niños. Y de ancianos también. Está solo a dos o tres de kilómetros de aquí. Por favor… mande gente allí. No puede permitir que ninguno de los infectados llegue… hasta esos niños.

Horrorizada, Dez se dio cuenta repentinamente de que estaba hablando a través de una radio muda. Apretó varias veces el botón y sacudió el micrófono, pero esa vez no oyó ni interferencias siquiera.

—¡Mierda!

En su mente bullía la imagen terrible de esos niños agazapados en la escuela vieja y cavernosa, mientras la tormenta golpeaba las paredes y los muertos sedientos clavaban las uñas en la puerta para entrar.

Arrojó el micrófono al coche y sacó el arma. Le quedaban ocho balas y otro cargador más. J. T. había cargado la escopeta. Tenía nueve balas, más dos cargadores completos extra; uno en la Glock y otro guardado en el cinturón. Dez se limpió las lágrimas con la manga manchada de sangre.

No iba a permitir que la infección llegara al colegio. De ninguna manera. Aunque tuviera que matar a todos y cada uno de esos monstruos, aunque tuviera que romperles el cuello con sus propias manos. Jamás abandonaría a esos niños. A los pequeños, nunca. Dez sabía qué era sentirse abandonada. Sentir que la gente que supuestamente tenía que protegerte te dejaba a oscuras. Con el coco. Con los monstruos.

A pesar de lo que había dicho Billy por teléfono, Dez conocía bien sus fantasmas. No eran particularmente oscuros, y sabía bien cómo y en qué sentido afectaban a su vida. Era un problema. Los veía ahí mismo, cada vez que se miraba al espejo. Se había ahorrado un par de billetes de los grandes en terapia, y tampoco es que el psiquiatra tuviera la píldora mágica o el mapa de carreteras que fuera a conducirla hacia un futuro brillante. Al diablo con la mierda de los psiquiatras.

La verdad pura y simple era que a veces los padres abandonaban a sus hijos. Cosas de la vida. Ocurría constantemente. Pero de ninguna forma estaba dispuesta Dez a convertirse en un número más de las dramáticas estadísticas. Salvaría a esos niños. Y fin de la historia.

Dez Fox no era una persona religiosa. Había perdido parte de la fe durante el segundo curso, cuando el fuego amigo acabó con la vida de su padre en la primera Guerra del Golfo. Y la poca fe que le quedaba la había perdido al morir su madre de cáncer unas semanas más tarde. Seguía creyendo en Dios, pero también lo odiaba por haber demostrado una indiferencia tan cruel. Sin embargo murmuró una plegaria corta y casi silenciosa mientras tiraba de la corredera de la Glock.

—Dios nos asista —dijo en un susurro.

Siguió escuchando, esperando oír sirenas. Pero lo único que oyó, transportados por la brisa, fueron los lamentos débiles de los muertos y el chapoteo de las primeras gotas gruesas de lluvia que caían del cielo plomizo.

—Dios nos asista.