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Urbanización «Puertas Verdes», números 55 y siguientes

—¿Zombis? —preguntó Trout con un susurro.

La palabra sonaba de lo más extraña. Sus labios parecían incapaces de pronunciarla. Los zombis eran un asunto de las películas. Bela Lugosi y Hal Leighton. Películas viejas en blanco y negro para noctámbulos. El castillo maldito,, con Bob Hope. Yo anduve con un zombi.

Los zombis no pertenecían al mundo real. Puede que en algún artículo del National Geographic. Pero no en Pensilvania. La historia trataba de un asesino en serie. Como en El silencio de los corderos. No trataba del rey de los malditos zombis.

—Espera… espera… ¿Estás diciendo que tu equipo médico de la cárcel hacía magia negra?

—No, no, claro que no —contestó Volker, secándose una lágrima de la mejilla—. En este asunto no hay nada de sobrenatural. Aunque puede que a vuestro juicio se trate de algo antinatural. El demonio y la madre naturaleza no tienen nada que ver con lo que hacíamos —explicó el médico, que efectuó una pausa y, acto seguido, se corrigió—: Con lo que yo hacía.

—¿Y qué hacías? —preguntaron Trout y Cabra al mismo tiempo.

—Homer Gibbon.

—¡Pero hombre…! —exclamó Cabra con un susurro.

Trout se humedeció los labios antes de decir:

—Vale, cuéntanoslo.

—Como ya he dicho antes, he cometido unos cuantos pecados. No pecados parecidos a los de Gibbon, pero pecados al fin y al cabo. Pecados morales, no religiosos. Yo no tengo fe. Mi fe murió con mi familia. Y así fue como llegué a tomar la decisión que tomé.

Volker se bebió el resto del café, pero siguió sujetando la taza.

—Mis benefactores no me colocaron en la prisión de Rockview por casualidad. Era una de las muchas prisiones en las cuales la pena capital solo figuraba en los libros a nivel teórico. Yo habría preferido vivir en un estado menos liberal… como Texas, por ejemplo. Pero allí utilizan la silla eléctrica. Y eso no encajaba en mis planes.

—¿Planes? —repitió Trout.

—Muerte por inyección letal. Creía que en esto me seguíais —dijo Volker, que se sorbió la nariz—. Quería trabajar en una prisión en la cual yo pudiera supervisar la ejecución de un monstruo como Henker. Y Homer Gibbon era un sustituto perfecto. Sus crímenes eran tan atroces como los perpetrados por Henker. Gibbon había destrozado tantas vidas… y no me refiero solo a las vidas de sus víctimas. Destrozó a sus familias, lo que les hizo las arruinó. Si es cierto que hay un Dios, entonces la justicia divina debería dictaminar que Gibbon ardiera en un tormento eterno. La idea de que pudiera vivir en una celda con televisión, biblioteca y muchas más comodidades de las que disfrutan millones de personas inocentes me…

—Hacer cola para entrar en la sala de ejecución no es llevar una buena vida precisamente —comentó Cabra.

Volker le lanzó una mirada agria.

—¿En serio? ¿Cuándo has visitado por última vez los guetos de Baltimore Oeste o los del norte de Filadelfia? ¿Has visto la miseria y la indigencia desenfrenada que reinan en Luisiana y en el territorio rural de Misisipi? ¿Has visto alguna vez a cuatro familias viviendo apiñadas en un cuartucho infestado de ratas en Gary, Indiana, o en Birmingham, Alabama? ¿No? Entonces, por favor, guárdate tu opinión de ignorante para ti.

Cabra se puso completamente colorado y se hundió en el asiento.

—Yo me propuse visitar esos lugares —continuó Volker—. Exactamente igual que me propuse visitar las casas de acogida para mujeres y las oficinas de los servicios de protección infantil, o asistir a las reuniones de los grupos de apoyo para víctimas de crímenes violentos. Toda mi vida… bueno, puede que sea más justo y más acorde con la verdad llamarlo obsesión; mi obsesión toda la vida ha sido encontrar la forma de castigar a hombres tales como Gibbon y Henker. Desde luego que no es agradable vivir esperando la ejecución. Pero tampoco es un castigo proporcional al crimen —sentenció Volker con una voz chillona—. Yo he encontrado un castigo más adecuado.

—¿Y cuál es? —preguntó Trout.

Tenía el corazón desgarrado entre el deseo profesional de conseguir la historia y el horror que le provocaba lo que estaba oyendo. Hasta ese momento todo había sido de lo más extraño. Ejército Rojo, investigación secreta de armas biológicas. Zombis.

—Hasta la ejecución constituye una vía de escape para esos criminales —siguió diciendo Volker—. Primero se les inyecta un tranquilizante. No sienten nada, o como mucho cierta molestia y algo de miedo los días antes de la ejecución. Pero yo os digo, señores: comparad eso con lo que sufren las víctimas y con lo que sufren las familias de las víctimas día tras día durante el resto de sus vidas —dijo Volker, que no dejaba de sacudir la cabeza con violencia—. No. Es un pecado. Es inmoral. Está mal y es un crimen contra la justicia.

—¿Y qué hiciste? —preguntó Trout.

—Inventé un mecanismo para que esos monstruos sufrieran. No solo durante la ejecución, sino también después. Mucho tiempo después.

—Eso no tiene sentido —alegó Cabra.

—Lo tendría si hubieras prestado atención. Me he pasado años buscando y desarrollando compuestos químicos capaces de controlar la conciencia. Como la tetrodotoxina y otros elementos procedentes del Bufo marinus, una especie de sapo de caña, o el veneno producido por la Osteopilus dominicensis, una rana arbórea. Todos esos elementos, combinados con otra media docena más, constituyen lo que los médicos brujos de Haití, los bokor, llamaban coupe poudre. No sé si sabéis que la religión vudú hace una distinción importante entre el cuerpo físico, el corps cadavre, el principio vital o gwo bon anj, y la conciencia o memoria, el ti bon anj. Si se mezclan y administran todos esos elementos correctamente, el coupe poudre es capaz de llevar al cuerpo a un estado al borde de la muerte, tan próximo a esta que solo el equipo de monitorización eléctrico más sofisticado es capaz de detectar los latidos del corazón y la respiración. La conciencia se separa del cuerpo del mismo modo que ocurre con ciertas drogas alucinógenas o con ciertos ejercicios espirituales tales como la proyección astral. La mente superior y el cuerpo físico se desconectan. La conciencia no tiene control en absoluto sobre el cuerpo y, sin embargo, es posible manipular la mente subconsciente mediante la sugestión.

Trout estaba sin aliento.

—¿Estás diciendo que has transformado a Homer Gibbon en un zombi?

—Sí —afirmó Volker con un asentimiento grave—. Eso es exactamente lo que he hecho. O bueno, en una especie de zombi. Una variante, o como quieras llamarlo. En lugar de inyectarle los compuestos químicos que se utilizan en la inyección letal, le administré mi propia versión del coupe poudre. No era más que la continuación del estudio que mi equipo había comenzado a desarrollar mucho antes, en un proyecto cuyo nombre en código era «Lucifer». El compuesto que le administré es el Lucifer 113.

—¿Y en qué sentido es un castigo? —exigió saber Trout.

Volker suspiró antes de contestar:

—Gibbon no tenía familia, ¿no es cierto? Por eso sus restos pasaron a ser responsabilidad del estado y se organizó todo para enterrarlo en la misma prisión poco después de la ejecución. De no haber aparecido su tía a última hora, habrían metido el cuerpo en un ataúd barato, lo habrían sellado y lo habrían enterrado en una tumba numerada detrás del edificio de la prisión. Nadie excepto el médico y el juez conocerían el lugar exacto en el que yacía, y se quedaría allí ya para siempre.

—Te lo vuelvo a preguntar… ¿en qué consiste el castigo? —insistió Trout.

—No, no, espera… —intervino entonces Cabra—. No, hombre, no, ya lo pillo. Ese Lucifer 113 lo dejó en un estado de… ¿de qué? ¿En una especie de trance? ¿En un estado de falsa muerte?

—Por decirlo en pocas palabras —corroboró Volker.

—Pero no muerto realmente, ¿no es eso?

—Exacto.

—Y su conciencia… seguiría ahí, solo que separada, ¿verdad?

—Sí. Todos los bokor con los que me entrevisté en Haití y en Cuba me lo confirmaron. Y nuestra propia investigación sobre armas químicas lo corroboró. La conciencia permanece despierta. Completamente despierta, unida a cada una de las terminaciones nerviosas, pero de una manera muy pasiva, incapaz de ejercer el menor control sobre el cuerpo físico. La conciencia no puede ni mover un dedo, ni guiñar un ojo.

Trout sintió que toda la sangre abandonaba su cabeza.

—¿Dentro de un ataúd?

Los ojos de Volker tenían un brillo oscuro cuando asintió y contestó:

—Sí, dentro del ataúd. ¿Se te ocurre algún castigo más adecuado para un asesino en serie que permanecer despierto en la tumba mientras su cuerpo se corrompe poco a poco?

Trout se dejó caer sobre el respaldo del sofá.

—¡Por Dios…! ¡Pero eso es horrible! —exclamó Cabra.

—¿A que sí? —preguntó Volker con frialdad.

Cabra sacudió la cabeza y añadió:

—Pero no, no compr… Hay algo que no encaja. Aunque Gibbon estuviera en ese estado de trance, de todas formas seguiría necesitando oxígeno, ¿no es cierto? Quiero decir, ¿cuánto tiempo podría permanecer en un ataúd sellado, antes de que su cerebro muriera por falta de oxígeno y todo terminara?

El doctor Volker esbozó un gesto que Trout no pudo identificar. No era ni una sonrisa, ni una mueca de desagrado.

—Eso sería cierto en circunstancias normales —dijo por fin el médico.

—¿Normales? —repitió Trout—. ¡Dios, joder! ¿Cuál es el dato que falta?

—Bueno, tal como tu amigo ha dicho, el cuerpo necesita oxígeno aunque se encuentre en un estado de metabolismo ralentizado. Sin embargo, la cantidad exacta de oxígeno necesario puede modificarse.

Volker soltó una especie de gruñido al mismo tiempo que tomaba asiento. Parecía muy viejo y muy cansado.

—Una de las áreas principales de la investigación de armas biológicas llevadas a cabo en la Unión Soviética era lo que la gente suele llamar de un modo poco preciso la guerra de gérmenes. El Proyecto Lucifer se constituyó fundamentalmente para investigar una combinación concreta de parásitos y enfermedades patógenas. Yo avancé en ese tema al aplicar transgénicos a esos parásitos para modificarlos a mi antojo.

—¿Parásitos? —preguntó Trout.

—La naturaleza es sumamente inteligente y sutil. La gente no tiene ni idea de la cantidad de parásitos que nos rodean. Por todas partes. Los han encontrado incluso en el interior de las naves espaciales de la NASA, que se supone que están perfectamente esterilizadas. En todas partes. Se estima que la mitad de la población del mundo está contaminada por el parásito de la toxoplasmosis, que puede habitar en el cuerpo o en el cerebro. Y es un cálculo conservador. El Toxoplasma gondii es un parásito muy común en las tripas de los gatos. Sus huevos se extienden por medio de la orina. De ese modo se lo transmiten a otros animales, o a sus dueños humanos cuando les limpian las cajas. Cuando llegan al estómago de las ratas esos huevos se convierten en quistes, y entonces el parásito toma el control de la función cerebral de la rata. Por lo general, las ratas evitan los lugares empapados de orina de gato de una forma instintiva, pero las que están infectadas de hecho buscan las áreas marcadas con la orina de gato una y otra vez. Es evidente que eso es resultado directo y deliberado del parásito. Los científicos han encontrado una conexión clara entre el toxoplasma y la esquizofrenia humana. Y se trata de una tendencia a la esquizofrenia capaz de franquear la barrera de la placenta para anidar en los recién nacidos.

—¿Y eso lo incluyó en la solución que le dio a Gibbon? ¿Por qué? —preguntó Trout.

—La esquizofrenia aumenta el miedo y el estrés psicológico.

—¡Por Dios!

—El toxoplasma no es más que uno de los muchos parásitos que introduje en la solución. Modificamos el ADN de los gusanos Dicrocoelium dentriticum y Euhaplorchis californiensis para que operaran conjuntamente con el toxoplasma. Cada uno de esos gusanos nos brinda la posibilidad de ejercer cierto control previsible sobre el comportamiento del cuerpo del anfitrión. La clave, sin embargo, está en la avispa esmeralda, que habitualmente se sirve de las cucarachas. Les inyecta un veneno que bloquea un neurotransmisor llamado octopamina, asociado con el estado de alerta y el movimiento. Esa sustancia nos permite doblegar los movimientos del cuerpo del anfitrión. Aceleramos el ciclo de vida de la avispa al máximo. Si por lo general las larvas tardan semanas en madurar, nosotros conseguimos que maduraran en cuestión de minutos. Por desgracia la duración de la vida de la avispa se acorta de manera similar. Necesita constantemente de una fuente de proteínas para poder mantenerse activa, así que las extrae del cuerpo de su anfitrión… cosa que era otro de los objetivos que buscábamos. Lucifer 113 ha transformado a Homer Gibbon en una fábrica de parásitos cuyo único objetivo es el sufrimiento. No solo se suponía que Gibbon permanecería despierto y consciente en el ataúd, sino que además tenía que sentir cómo su cuerpo se iba consumiendo. Ese era mi propósito.

Trout y Cabra se quedaron mirando al médico con una expresión de absoluto horror.

De repente, Trout se levantó y caminó de un lado a otro por el salón. Necesitaba darse un baño de agua muy caliente, un baño que le borrara de la piel incluso el recuerdo de aquella conversación. Todo le picaba. Se quedó mirándose el dorso de las muñecas como si de un momento a otro esperara ver a los parásitos moviéndose por debajo de la piel. Por fin se dirigió hacia Volker y trató de controlarse y de hablar con calma con él.

—Doc, comprendo que quisieras vengarte de un bastardo como Gibbon y del tipo que mató a tu hermana y a sus hijos. Es normal. Si me hubieras dicho que cogiste una escopeta y que disparaste, yo te habría dicho: vale, no importa, lo comprendo. Si me hubieras dicho que te pusiste en plan detective privado y que lo hiciste picadillo, pues vale, eso también lo comprendo. Pero esto… ¡Esto es una jodida locura! ¡Es un mal rollo de científico loco! Un…

Trout se quedó buscando la palabra correcta, y entonces Volker sugirió:

—¿Imperdonable?

Trout asintió al tiempo que se pasaba la mano por el cabello espeso y rubio, y añadió:

—No enterraron al jodido Homer Gibbon en una tumba numerada. Está en el tanatorio del condado de Stebbins. Y ahora tienes que decirme hasta dónde puede llegar esta locura. Esos parásitos, ¿pueden salir del cuerpo de Gibbon? ¿Es necesario llamar a alguien?

La expresión del rostro de Volker era indescifrable.

—Ya es demasiado tarde para eso, señor Trout. Llamé a todos los centros de control de enfermedades antes de que llegarais. No me creyeron. Pero también llamé al director de la cárcel y a mi contacto en la CIA. Él sí que me creyó, así que no tiene más que poner en marcha la maquinaria gubernamental para contener la situación.

—¡Espera, espera…! Entonces… ¿las autoridades ya conocen la situación?

—Sí, pero… hay otra cuestión.

Los ojos de Volker se movieron inquietos. Nada más llegar, Trout había pensado que estaba medio loco. En ese momento ya estaba completamente convencido de que le faltaba un pelo para volverse majara del todo.

—Cuenta —exigió Trout.

—Minutos antes de que llegarais hice otra llamada telefónica —confesó Volker con una voz seca, despacio—. A Selma Conroy.

—¿Para qué? ¿Para avisarla?

—Para que ella avisara a todo el mundo. Se suponía que Gibbon iba a llevarse a esos parásitos consigo a la tumba. A un ataúd sellado. Y con un ciclo de vida tan limitado, era de suponer que consumirían toda la materia corporal de su anfitrión en unas semanas y que después morirían. Y con eso se habría acabado la historia de Gibbon y de los parásitos. Una operación limpia y bien planeada. Yo jamás pretendí que esos parásitos entraran en la biosfera que habitamos. Ya cuando trabajábamos en el Proyecto Lucifer en Berlín Este sabíamos que se trataba de un arma biológica muy inestable, por mucho que se utilizara en lugares remotos.

—¿Y Selma ha avisado a alguien?, ¿ha dado la señal de alarma?

Una baba se despegó de la comisura de los labios de Volker y le recorrió la barbilla, pero el médico no hizo el menor gesto para limpiarse.

—No —negó Volker con una voz tan baja que fue casi imposible oírlo—. No. Después de contarle solo una parte de la historia que os he relatado a vosotros, la señora Conroy me maldijo, me insultó… y le pasó el auricular a Homer Gibbon.