Estado de Transición Hartnup
Desdemona Fox permaneció en pie al borde del césped, observando cómo se desataba un infierno delante de sus narices. Era perfectamente consciente de que el carácter de imposible de todo lo que estaba ocurriendo ese día se había convertido ya en una característica permanente, y todas sus esperanzas en que las cosas volvieran a su cauce natural se habían consumido en un banquete carmesí de voracidad sobrenatural.
—¡Dios…! —exclamó.
No se trataba de una plegaria, sino de un susurro lastimero.
Los coches de la policía estatal estaban dispersos a su alrededor, aparcados sobre el césped y ocupando toda la rotonda, intercalados con los de la policía del condado, las ambulancias y otros vehículos sin identificación. En total habría unos treinta o cuarenta. Más tres furgonetas de la prensa. Dos de los vehículos estaban ardiendo, y por sus ventanillas astilladas salía un humo negro y oleoso que se quedaba flotando en el aire sin brisa. La mayoría de los vehículos estaban llenos de perforaciones de bala o acribillados por los perdigones.
Había sangre por todas partes.
Sobre el césped, sobre la fachada del tanatorio desde bastante arriba, sobre la gravilla brillante del camino; por todas partes.
—Están muertos —murmuró J. T. con una voz tan inexpresiva y carente de vida como la de ella—. Están todos muertos.
Dez no pudo por menos que asentir.
Todos estaban muertos.
Y sin embargo sabía que J. T. no se refería a los cadáveres desperdigados por el césped con los ojos abiertos y los cráneos taladrados por la bala de una pistola o aplastados por la culata de una escopeta. Él no hablaba de esos cuerpos sin vida que daban relieve al paisaje carmesí.
No, J. T. hablaba de los otros; hablaba de los pellejos de bocas negras y ojos vacíos que arrastraban los pies, y que nada más salir ellos del coche habían dejado lo que estaban haciendo para aproximarse. Abrían y cerraban la boca como peces ansiosos por respirar o como si estuvieran practicando el ejercicio de masticar ante el próximo plato a capturar.
Los rodeaban por todos los lados. Los más cercanos estaban a solo unos veintidós metros. Dez reconoció a uno de ellos. No era de la policía estatal. Se trataba de Paul Scott, el agente forense. Le quedaba un solo ojo y le habían arrancado parte del cuero cabelludo a tiras. A su derecha, medio oculta tras el humo que salía de un Cruiser ardiendo, estaba Natalie Shanahan. Tenía el chaleco salvavidas de kevlar abierto, la camisa rasgada y varios agujeros enormes en lugar de pechos. Y había otros. Sheldon Higdon estaba en pie junto a la puerta abierta del tanatorio. Lucía una colección de agujeros de bala en el pecho. Había otras cuatro personas más, un civil, dos polis y un soldado, todos con esposas y con las manos sujetas a la espalda, y los rostros tan pálidos y vacíos como el resto.
Dez oyó un ruido que la hizo la volverse. Mucho más cerca que cualquiera de todos ellos, aproximándose lentamente por detrás de una ambulancia, apareció el jefe Goss. La mitad de su rostro había desaparecido. Se le veían los bordes angulosos de hueso blanco y desnudo y la fibra muscular adherida a ellos con grasa amarillenta. El jefe alargó una mano hacia ella y Dez vio que le faltaban la mayoría de los dedos de la mano derecha. Se los habían arrancado de un mordisco. No le habían dejado más que un muñón gordo y rosado.
—Muertos —repitió J. T.
Dez bajó la cabeza y comprobó que estaba moviendo el brazo y alzando la mano derecha sin darse cuenta. No era consciente de que hubiera querido moverlo deliberadamente. La mano se alzó, y con ella el arma. La pistola le pesaba una tonelada.
Ahora mismo puedo terminar con todo esto, pensó. Con un disparo debajo de la mandíbula, contra la sien, o quizá incluso descargándole encima todo el tambor. Y derechito al cielo. A pedirle una explicación al que vive allí arriba. Adiós a toda esta mierda. Esto no es normal. No es como se supone que funciona el mundo. Y yo no puedo vivir en un mundo como este.
El jefe estaba a tres metros de distancia. Tres pasos más y estaría a su merced.
No puedo.
El arma se alzó sola.
Goss dio otro paso. Dez podía olerlo. Tenía los intestinos al aire y despedía el mismo hedor que un retrete.
¡Hazlo y punto!, gritó una voz en su interior. Un solo disparo y despertaría en el infinito del más allá. Un viaje al cielo, si es que lo que predicaban los domingos no era mentira. Papá y mamá también estarían allí. Eso si no era todo una mentira y no había nada después. Pero incluso esa opción era mejor que la mierda que tenía delante.
El medio rostro del jefe se arrugó en una mueca gruñona y amenazadora de pura voracidad. La sed de sus ojos brillaba como la llama de una cerilla mientras se acercaba a una distancia desde la que tocarla. Su mano sin dedos la golpeó y dejó rastros de carne y sangre sobre su chaleco. Trató de cogerla por el hombro con la otra mano, de acercarla hacia sí para darle un mordisco con la boca abierta.
Mandíbula, sien o boca. ¡Pero ya!
Eligió la sien.
Apretó el cañón contra la piel hasta dar con la dureza del hueso.
—¡Papá, ayúdame…! —susurró Dez.
Y apretó el gatillo.
El fogonazo fue espectacular. La bala perforó un agujero rojo enorme a través de dos paredes de hueso e hizo saltar la materia cerebral a unos seis metros de distancia por el césped.
El jefe Goss cayó al suelo.
Y Dez Fox volvió a vivir.
—¡J. T.! —gritó ella mientras se giraba y volvía a apuntar.
Le disparó a Gunther, le dio justo en el centro del pecho. Sin duda un disparo mortal. Gunther retrocedió y cayó sobre una rodilla. Pero acto seguido se puso en pie y siguió acercándose. Dez volvió a dispararle dos veces; una en el esternón, que solo sirvió para detenerlo momentáneamente, y otra en el puente de la nariz. Todo el cuerpo de Gunther se tambaleó hacia atrás, se detuvo unos instantes como si quisiera recuperarse, y avanzó un paso antes de derrumbarse en el suelo.
Las otras cosas que estaban a su alrededor seguían gimiendo, gruñendo y acercándose. Todos se aproximaban.
Dez volvió a girarse y disparó a Natalie. Le voló la mayor parte de la garganta.
Pero Natalie siguió caminando, estrechando las distancias. Le caía una baba roja de los labios.
—¡Joder! —gritó Dez, que volvió a disparar una y otra vez. Las balas golpearon el cuerpo de Natalie—. ¡Muérete ya, jodida cabra!
Natalie continuó acercándose.
Dez cogió el arma con ambas manos y disparó. El tiro siguiente eliminó el brillo del ojo izquierdo de Natalie y le voló la parte trasera de la cabeza. La agente siguió avanzando sin rumbo hasta que cayó al suelo. No hizo el menor esfuerzo por evitar los disparos.
Dez se giró como un rayo hacia J. T., que seguía inmóvil y paralizado. Se cambió el arma de mano y le soltó una bofetada en la cara con la mano derecha lo más fuerte que pudo. Le pegó una y otra vez, con la palma y con el dorso de la mano.
J. T. se tambaleó hacia atrás y sus labios comenzaron a sangrar.
Dez observó el preciso instante en el que el vacío de sus ojos volvió de golpe a la vida. Del mismo modo que los disparos la habían sacado a ella del ensimismamiento, las bofetadas sacaron a J. T. de la parálisis y del shock.
—¡Cuidado! —chilló él, que inmediatamente la apartó a un lado, sacó la escopeta y disparó una ráfaga a Paul Scott.
La ronda acertó a Scott en el pecho y le hizo dar una vuelta completa sobre sí mismo, pero Scott volvió a enseñar los dientes enseguida y a lanzarse sobre ellos.
La segunda ráfaga le dio en el puente de la nariz con mucha violencia. Le giró la cabeza tan deprisa y con tanta fuerza que Dez comprendió que debía de haberle roto el cuello. Scott cayó hacia atrás y se quedó tendido como una muñeca de trapo. No volvió a moverse.
Pero el resto seguía acercándose.
No caminaban deprisa, pero tampoco hacían pausas. Se arrastraban pesadamente. Unos se apoyaban sobre piernas llenas de heridas. Otros, los que tenían una herida en la cara, se tambaleaban de la manera más extraña. Dez les disparó. Acertó en todos los sitios a los que apuntaba. Perforó corazones, estómagos, huesos del muslo y genitales.
—¿Por qué no se caen al suelo? —bramó, desesperada.
Al ver que seguían acercándose alzó el arma e intentó el disparo en la cabeza, algo más difícil. Alcanzó a un poli estatal en la mejilla y le desgarró un trozo de la cara, pero no logró que se detuviera. Volvió a apuntarle a la ceja derecha y el tipo se desplomó.
Disparó otras dos veces y deslizó el cañón de la pistola hacia atrás. Dio marcha atrás mientras cambiaba el cargador. Dejó que el vacío cayera al suelo, algo que iba en contra de su propio instinto además de en contra de todo entrenamiento, y metió el cargador nuevo. Estaba lleno de balas, lo cual resultaba de lo más reconfortante.
Disparó.
J. T. estaba espalda contra espalda detrás de ella, disparando a todas las cosas que ella no podía ver. Dez había visto cómo la ráfaga de balas tiraba al suelo a Scott, pero comprendía que se había derrumbado porque le había roto el cuello. J. T. solía disparar al cuerpo con la escopeta. Una estupidez, pensó. Una tontería completa. Mierda.
Oyó a J. T. musitar una letanía una y otra vez.
—¡Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros los pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte!
J. T. disparó una y otra vez.
Hasta que se quedó sin munición.
—Estoy sin nada —dijo J. T., como si le sorprendiera que un arma pudiera cometer semejante traición en un momento de necesidad como aquel.
—¡Vamos al coche! Tengo una caja de municiones debajo del asiento —dijo Dez a voces, girándose y empujándolo.
En cuestión de segundos estaban corriendo.
Dez ni siquiera recordaba que se hubieran alejado tanto del Cruiser, pero estaba a más de doce metros de distancia. Algunas de esas cosas se interponían en su camino. Y además todos se acercaban, unos más rápido que otros. Dez se preguntó si los más rápidos serían los que habían muerto más tarde.
Otra parte de su mente, no obstante, no deseaba sino echarse a reír ante semejante idea.
Y una tercera parte le susurraba que tenían tres alternativas. Mandíbula, sien y boca.
J. T. utilizaba la escopeta como si fuera una porra. Un enfermero de ambulancia lo agarró de la manga y J. T. le pegó con ella entre los ojos. El golpe fue tan violento que el enfermero cayó de espaldas. Sin embargo, el joven trató de levantarse de inmediato. Otro policía estatal se lanzó contra J. T. y le hincó los dientes en el hombro. A pesar de llevar el chaleco de kevlar, el mordisco le produjo un dolor atroz. Pero J. T. lo transformó en rabia. Alzó el cañón de la escopeta contra la sien del poli con tal agresividad que le tronchó el cuello. La cosa cayó hacia atrás, sobre otras dos que se abalanzaban por detrás.
Eso le permitió a J. T. encontrar el hueco por el que llegar de un salto hasta el coche. Alcanzó la puerta, la abrió, arrojó dentro la escopeta y sacó la Glock.
—¡Dez, entra! ¡Yo te cubro!
J. T. comenzó a disparar de una en una a las cosas que iban cercando a Dez. Le dio a unas cuantas; una bala atravesó una frente y otra pasó rozando junto a una oreja. Pero la mayoría de los monstruos simplemente se tambalearon y siguieron adelante. No obstante Dez consiguió llegar al coche, abrir la puerta del conductor, lanzarse dentro y cerrarla. Ambos subieron las ventanillas.
—¡Sal de este jodido sitio! —chilló J. T. mientras metía la mano por debajo del asiento para sacar la caja de las municiones.
Dez introdujo la llave en el contacto y la giró con tanta fuerza que estuvo a punto de desmantelar el mecanismo de arranque. El coche arrancó al instante. Soltó la llave, metió la primera y pisó el acelerador. El camino de grava estaba plagado de cuerpos que se arrastraban torpemente, así que el coche solo pudo avanzar un metro antes de atropellar a dos de ellos. Podía oír el ruido que hacían los huesos al romperse a pesar de llevar las ventanillas cerradas. El coche se detuvo; carecía de la fuerza suficiente para subir rodando por encima de los dos cuerpos a los que había arrollado y que en ese momento trataban de trepar por él.
Dez metió la marcha atrás y aceleró. Atropelló a otros pocos más. Sheldon Higdon intentó abrir la puerta, pero no consiguió hacerse con el mecanismo de la manilla. Se sacó el arma de la pistolera y la usó de palanca. Según parecía le quedaba aún cierta inteligencia, así que golpeó la ventanilla trasera del lado del piloto con la pistola y la destrozó. J. T. se giró en el asiento y le disparó, pero la bala simplemente le atravesó el pecho. Dez gritó al oír el fogonazo; sintió como si alguien le hubiera dado un martillazo en la cabeza.
Una docena de criaturas comenzaron a aporrear el coche; unos con piedras y palos, y otros simplemente con las manos. El parabrisas trasero se rajó formando un intrincado dibujo.
Entonces Dez volvió a meter la primera y a pisar el acelerador a fondo, hasta el suelo. Quedaban tres metros de camino de gravilla libre por delante, que Dez quería recorrer a la mayor velocidad posible. El coche salió disparado, el motor rugió. Pero al chocar las ruedas delanteras con unos cuantos cuerpos destrozados, tirados en el suelo, el vehículo dio un brinco, se levantó y volvió a caer. Aterrizó sobre las espaldas de las criaturas. El golpe brusco torció las ruedas delanteras. Nada más caer las ruedas traseras sobre la gravilla, Dez pisó otra vez el acelerador y el Cruiser se lanzó como una bala hacia una fila de muertos. En el último minuto Dez giró a la derecha, golpeó a un reportero muerto en la cadera y lo lanzó volando por los aires.
La masa de muertos vivientes seguía caminando tras ellos. Algunos trataban de correr, pero lo hacían del modo más extraño. Otros no podían sino reptar. Pero todos los perseguían.
—¡Vamos… venga! —gritó J. T. mientras recargaba la pistola.
Dez se desvió bruscamente para evitar a los vehículos aparcados y se estrelló contra un seto. Golpeó otros dos cuerpos y giró con la intención de tomar la vía de servicio. Se produjo un ruido sordo, y al mirar por el espejo retrovisor vio que se había llevado por delante el parachoques y parte de la parrilla de otro coche, que había aplastado. Tenía destrozada toda la zona delantera del vehículo y se había cargado la alineación de las cuatro ruedas. Tuvo que sujetar con fuerza el volante para mantenerlo bajo control.
Rodeó los edificios y giró hacia la salida.
Y apretó el freno de golpe.
El Cruiser se deslizó otros nueve metros por el camino, levantando nubes de polvo y lanzando gravilla por los aires y sobre los árboles circundantes. Frente a ella, la carretera estaba completamente bloqueada. Había dos Cruiser aparcados morro contra morro para evitar la entrada de la prensa y de los civiles, y más allá docenas de vehículos de civiles y de camionetas abandonados. Debía de haber al menos unas trescientas personas en total. La mayoría de ellos seguían vivos todavía. Casi todos trataban de huir. Pero había también por lo menos sesenta o setenta de esas cosas, desperdigadas entre la multitud. Era una locura de lucha y una carnicería sangrienta. El griterío era ensordecedor, pero no se oía ni un solo tiro. A diferencia de la policía, que era quien primero se había visto superada por los acontecimientos, aquella gente no tenía forma de luchar contra los muertos. No tenían más que las manos, los pies o lo que encontraran a su alcance.
—Dez —dijo J. T.
—Lo sé —contestó ella.
—No podemos evitarlos.
—Lo sé.
—¡Ya vienen!
Dez se giró y vio a una masa de polis estatales y del condado que rodeaba un edificio para acercarse. No había ninguna salida fácil.
—Dez…
—Lo sé —volvió a repetir ella.
Aceleró a fondo.
El Cruiser iba a más de ciento treinta kilómetros por hora cuando golpeó a los dos vehículos de la policía, que separó con el impacto. Pero la maniobra también lanzó a Dez y a J. T. hacia atrás y luego hacia delante en sus asientos, y ejerció tal violencia sobre el cinturón de seguridad que ambos quedaron doloridos y sin aliento. Las dos ventanillas delanteras se resquebrajaron.
Dez siguió apretando el acelerador.
El coche avanzó por fin, pero apenas alcanzó los treinta kilómetros por hora. Salía humo del motor. Todas las luces del salpicadero estaban encendidas. La gente saltaba sobre su coche en un intento desesperado por escapar. Pero las criaturas se lanzaban sobre ellos, los mordían, los arañaban y tiraban de ellos para abajo. Dez condujo con la mano derecha y disparó la Glock con la izquierda a través de la ventanilla destrozada. J. T. comenzó a disparar con la escopeta y llenó el interior del vehículo de truenos y humo.
El Cruiser siguió adelante y por fin alcanzó la calle Fábrica de Muñecas. Desde allí la carretera continuaba cuesta abajo por una pendiente larga hasta un cruce, así que Dez se dejó llevar por la gravedad. El motor moribundo fue adquiriendo velocidad. Un hombre al que le sangraba una pierna debido a un mordisco se agarró al techo del coche. Apretaba los dedos con fuerza y no dejaba de gritar con la boca abierta. Se soltó y cayó sobre los raíles del tren justo al alcanzar el cruce de la calle Mason y superar las vías.
Al menos treinta de esas cosas muertas seguían tras ellos, aunque cada vez el número era más reducido. El hombre que había caído del coche trataba de ponerse en pie, pero se le doblaba la pierna herida continuamente. Antes de que pudiera escapar de allí reptando, las criaturas lo alcanzaron y pasaron en masa por encima de él.
El Cruiser siguió rodando y rodando cuesta abajo. Giró en una curva. Unos enormes pinos les bloquearon entonces la vista de la carretera que iban dejando atrás, pero Dez sabía que todavía los perseguían.
En ese momento el motor carraspeó y se paró, pero Dez dejó que siguiera rodando cuesta abajo hasta el cruce de Turk’s Getty. Entonces giró el volante y el vehículo se detuvo en la salida.
Dez y J. T. salieron del coche y alzaron la vista hacia la colina. La curva y la pantalla de pinos quedaban ya a cuatrocientos cuarenta metros. Tan lejos, que no podían ver ni a un solo muerto.
¿Se habrían apiñado todos alrededor de esa cosa roja que ya no podía gritar? ¿O seguirían tras ellos?
Dios, sollozó Dez a gritos en el interior de su cabeza, ¿vienen detrás?